El ídolo perdido (The Relic) (18 page)

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Authors: Douglas y Child Preston

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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—Basta con una sola célula —replicó Turow—. ¿Ha dicho una garra? —Reflexionó un momento—. Permita que sugiera una idea. La garra podría proceder de un lagarto muy contaminado por la sangre de su víctima humana; cualquier lagarto, no necesariamente un geco. —Miró a Buchholtz—. De hecho, se identificó algo de ADN como perteneciente a un geco porque un colega de Baton Rouge llevó a cabo, hace años, una investigación sobre la genética de ese animal y cedió los resultados a GenLab. De lo contrario, sería desconocido, como la mayor parte de esa muestra.

El agente del FBI miró a Turow.

—Si no le importa, me gustaría que efectuaran más análisis para averiguar qué significan esos genes de geco.

Turow frunció el entrecejo.

—Señor Pendergast, las posibilidades de que los análisis tengan éxito no son más elevadas, y podríamos tardar semanas en realizarlos. Me parece que el misterio ya ha sido desentrañado…

Buchholtz dio una palmada en la espalda a su ayudante.

—No discutamos con el agente Pendergast. Al fin y al cabo, la policía paga, y se trata de un procedimiento muy caro.

La sonrisa de Pendergast se ensanchó.

—Me alegro de que lo haya mencionado, doctor Buchholtz. Envíen la factura al director de Operaciones Especiales, FBI. —Escribió la dirección en una tarjeta—. Y no se preocupen por los gastos, por favor.

D'Agosta no pudo evitar sonreír. Sabía qué pretendía Pendergast: cubrirse las espaldas. Meneó la cabeza. «Menudo demonio», pensó.

24

Jueves

A las once y cuarto de la mañana, un hombre que afirmaba ser la encarnación del faraón egipcio Toth, en un ataque de locura, derribó dos expositores en el templo de Azar-Nar, rompió una vitrina y sacó a una momia de su sarcófago. Fueron necesarios tres policías para reducirlo, y varios conservadores dedicaron el resto del día a recomponer las vendas y recoger polvo antiguo.

Menos de una hora después, una mujer salió despavorida de la Sala de los Monos Antropoides, farfullando que había visto algo agazapado en una esquina oscura del lavabo. Un equipo de televisión, que esperaba en la escalinata sur la aparición de Wright, grabó su histérica huida.

A la hora de comer, un grupo autodenominado Alianza Contra el Racismo formó piquetes en las afueras del museo para boicotear la exposición «Supersticiones».

A primera hora de la tarde, Anthony McFarlane, un famoso filántropo aficionado a la caza mayor, ofreció una recompensa de quinientos mil dólares por la captura y entrega de la Bestia del Museo, viva. El centro negó de inmediato cualquier relación con McFarlane.

La prensa aireó todos estos acontecimientos. Los siguientes, sin embargo, no trascendieron.

A mediodía, cuatro empleados habían dimitido sin previo aviso, otros treinta y cinco habían tomado vacaciones, y casi trescientos habían telefoneado para anunciar que estaban enfermos.

Poco después, una preparadora del Departamento de Paleontología Vertebrada se desmayó sobre la mesa del laboratorio. Tras ser conducida a la enfermería, donde adujo presiones físicas y emocionales, pidió un permiso indefinido.

A las tres de la tarde, seguridad había recibido siete avisos de ruidos extraños en varias secciones. A la hora del toque de queda, la policía del puesto de mando había investigado cuatro avistamientos sospechosos, ninguno de los cuales pudo ser verificado.

Más tarde, la centralita del museo contabilizó ciento siete llamadas telefónicas relacionadas con el monstruo; se incluían mensajes de chiflados, amenazas de bomba y ofrecimientos de ayuda, tanto de exterminadores como de espiritistas.

25

Smithback abrió la mugrienta puerta y echó un vistazo al interior. «Aquél debía de ser uno de los lugares más macabros del edificio», pensó. Se trataba de la zona de almacenamiento del Laboratorio de Antropología Física o, en la jerga de los empleados, la «Sala de los Esqueletos». El museo poseía una de las mayores colecciones de esqueletos del país, la segunda en importancia después de la del Smithsonian. Sólo aquella sala albergaba doce mil. La mayoría del material pertenecía a indígenas de América del Norte y del Sur, así como africanos, y había sido recogida durante el siglo XIX, cuando la antropología física alcanzó su apogeo. Hileras de grandes cajones metálicos se elevaban hasta el techo. Cada uno contenía como mínimo un fragmento de esqueleto humano. Etiquetas amarillentas, en que había escritos números, nombres de tribus y a veces una breve descripción, aparecían en la parte delantera de cada cajón. Otras etiquetas, más escuetas, transmitían el escalofrío del anonimato.

Una tarde, Smithback había deambulado entre las arcas, abriéndolas y leyendo las notas, casi todas escritas con una caligrafía elegante y borrosa. Había apuntado varias en su cuaderno:

Espec. nº 1880-1770

Camina por las Nubes. Sioux Yankton. Muerto en la batalla de Medicine Bow Creek (1880).

Espec. nº 1899-1206.

Maggie
Caballo Perdido
. Cheyenne del Norte.

Espec. nº 1933-43469.

Anasazi. Cañón del Muerto. Expedición Thorpe-Carlson (1900).

Espec. nº 1912-695.

Luo. Lago Victoria. Donación de Gen. De Div. Henry Throckmorton (Bart).

Espec. nº 1872-10.

Aleuta; procedencia desconocida.

Desde luego, era un cementerio muy extraño.

Más allá de la zona de almacenamiento se extendía el conjunto de habitaciones que conformaban el Laboratorio de Antropología Física, donde, en otros tiempos, los antropólogos solían pasar gran parte de su tiempo, dedicados a medir huesos e intentar determinar la relación entre las razas, el lugar de nacimiento de la humanidad… En la actualidad, se realizaban investigaciones bioquímicas y epidemiológicas mucho más complejas.

Varios años antes, el museo, gracias a la insistencia de Frock, había decidido fusionar los laboratorios de investigación genética y ADN con esa sección. Al otro lado de la polvorienta zona de almacenaje descansaba un impoluto conglomerado de centrifugadoras enormes, autoclaves siseantes, aparatos de electroforesis, monitores y columnas destiladoras. Los científicos contaban, pues, con el instrumental más avanzado. Greg Kawakita se había instalado en la tierra de nadie comprendida entre el antiguo y el nuevo laboratorio.

Smithback miró hacia las puertas a través de las altas columnas de material del almacén. Acababan de dar las diez y Kawakita era el único que aún trabajaba. Movía con gestos bruscos la mano izquierda sobre su cabeza, y agitaba algo. Smithback oyó la vibración de un sedal y el zumbido de un carrete. «Que me aspen», pensó. El hombre estaba pescando.

—¿Has atrapado algo? —preguntó.

Oyó una exclamación y el ruido de una caña al caer.

—Maldito seas, Smithback —masculló Kawakita—. Siempre fisgoneando. No es un buen momento para ir por ahí asustando al personal. Podría haber llevado encima un revólver.

Avanzó por el pasillo y apareció por la esquina. Miró con fingido enojo al periodista al tiempo que enrollaba el hilo.

Smithback rió.

—Ya te aconsejé que no trabajaras aquí, rodeado de esqueletos. Mira el resultado; al final has perdido la chaveta.

—Sólo estaba practicando —Kawakita rió—. Mira. Tercer estante. Giba de Búfalo.

Sacudió la caña. El sedal se desenrolló, y el cebo salió disparado hasta rebotar en un cajón colocado en el tercer anaquel de una estantería situada al final del pasillo. Smithback se acercó. Exacto: contenía los huesos de alguien llamado Giba de Búfalo. Lanzó un silbido.

Kawakita recobró un poco de hilo y sostuvo las vueltas en la mano izquierda, mientras aferraba el extremo de corcho de la caña con la derecha.

—Quinto estante, segunda fila. John Mboya.

El sedal describió un arco en el aire entre los estrechos estantes, y el diminuto cebo golpeó la etiqueta anunciada.

—Izaak Walton, levántate —exclamó Smithback, meneando la cabeza.

Kawakita recuperó el hilo y procedió a desmontar la caña de bambú.

—No es como pescar en un río —dijo—, pero es una práctica magnífica, sobre todo en este espacio confinado. Contribuye a relajarme durante los descansos, si la cuerda no se enreda en una de las vitrinas, por supuesto.

Cuando fue contratado en el museo, Kawakita había rechazado el soleado despacho del quinto piso que le habían ofrecido y solicitado uno mucho más pequeño en el laboratorio porque, según argumentó, deseaba estar cerca de la acción. Desde entonces había publicado más artículos que algunos conservadores veteranos en toda su carrera. Gracias a sus estudios interdisciplinarios, realizados bajo la dirección de Frock, no tardaron en concederle el cargo de ayudante de conservador en biología evolutiva. Kawakita siempre había aprovechado con destreza la fama de su mentor para ascender. Al principio se había dedicado por completo al estudio de la evolución de las plantas, que en los últimos tiempos había sustituido por el programa del Extrapolador Secuencial Genético. Su otra pasión en la vida, aparte del trabajo, parecía ser la pesca con mosca, en particular, como explicaba a cualquiera dispuesto a escucharlo, la captura del noble y escurridizo salmón atlántico.

Kawakita guardó la caña en un estuche Orvis muy gastado y lo apoyó con todo cuidado contra una esquina. Indicó a Smithback que lo siguiera y lo guió hasta un escritorio de gran tamaño con tres sillas de madera. El escritor observó que la mesa estaba cubierta de papeles, pilas de monografías manoseadas y bandejas de arena tapadas con plásticos que contenían huesos humanos.

—Mira esto —dijo Kawakita, tendiéndole algo.

Se trataba de una ilustración de un árbol genealógico, un aguafuerte en tinta marrón sobre papel jaspeado a mano. De las ramas colgaban etiquetas con diversas palabras latinas.

—Muy bonito —dijo Smithback mientras se sentaba.

—Como descripción no está mal, supongo —replicó Kawakita—; una visión del siglo XIX de la evolución humana. Una obra de arte, pero una farsa científica. Estoy elaborando un artículo para la
Human Evolution Quartely
acerca de las perspectivas primitivas sobre la evolución.

—¿Cuándo se publicará? —preguntó el periodista con interés profesional.

—Oh, el año que viene. Estas revistas son lentas.

Smithback dejó el grabado sobre la mesa.

—¿Y qué tiene que ver esto con tu trabajo actual, el SAT, ERG, o como se llame?

—ESG, para ser exactos. —El científico se echó a reír—. Nada en absoluto. No es más que una especie de divertimento. Aún me gusta ensuciarme las manos de vez en cuando. —Guardó con todo cuidado la ilustración en una carpeta y se volvió hacia el escritor—. Bien, ¿cómo va la obra maestra? ¿Aún te hace sufrir madame Rickman?

Smithback rió.

—Supongo que, a estas alturas, todo el mundo se ha enterado de mi lucha contra la tiranía. Sólo eso llenaría un libro. En realidad he venido para hablar de Margo.

Kawakita se sentó frente a él.

—¿Margo Green? ¿Qué le ocurre?

Smithback empezó a pasar las páginas de una de las monografías que descansaban sobre la mesa.

—Tengo entendido que necesita tu ayuda para algo.

Kawakita entornó los ojos.

—Llamó anoche para preguntarme si podía someter algunos datos al Extrapolador. Le dije que aún no estaba en condiciones. —Se encogió de hombros—. Y técnicamente es cierto. No puedo asegurar que alcance una precisión total en las correlaciones. Además, estoy muy ocupado, Bill. No dispongo de tiempo para enseñar a alguien cómo funciona el programa.

—No se trata precisamente de una analfabeta científica a quien haya que llevar de la mano —replicó Smithback—. Margo realiza investigaciones genéticas muy complejas sin ayuda de nadie. La habrás visto todo el día por el laboratorio. —Apartó a un lado la monografía y se inclinó—. Deberías echarle una mano. Está pasando una mala época. Su padre murió hace dos semanas.

Kawakita se mostró sorprendido.

—¿De veras? ¿De eso hablabais el otro día en la cafetería?

Smithback asintió.

—Apenas me comentó nada, pero sé que ha sido un golpe muy duro para ella. Hasta se planteó dejar el museo.

—Eso sería un lamentable error. —Kawakita frunció el entrecejo. Se dispuso a añadir algo, pero se contuvo de repente. Se reclinó en la silla y dirigió al escritor una mirada larga y calculadora—. Es un gesto muy generoso por tu parte, Bill. —Se humedeció los labios y asintió lentamente—. Bill Smithback, el buen samaritano. Tu nueva imagen, ¿eh?

—Para ti, William Smithback Jr.

—Bill Smithback, el
Eagle Scout
6
—continuó el científico. Después, sacudió la cabeza—. No, no me parece sincero. No has venido aquí para hablar de Margo, ¿verdad?

Smithback vaciló.

—Bueno, es sólo uno de los motivos —admitió.

—¡Lo intuía! —graznó Kawakita—. Vamos, suéltalo.

—Bien, de acuerdo. —Smithback suspiró—. Escucha, estoy intentando obtener información sobre la expedición Whittlesey.

—¿La qué?

—La expedición a Sudamérica que trajo la estatuilla de Mbwun. Ya sabes, la estrella de la nueva exposición.

—Ah, sí. Seguramente el viejo chiflado del herbario te habló de ella el otro día. ¿Qué ocurre con esa expedición?

—Bien, sospechamos que existe algún vínculo entre ella y estos asesinatos.

—¿Qué? —exclamó Kawakita, incrédulo—. No me digas que tú también crees ese rollo de la Bestia del Museo. ¿Y por qué hablas en plural?

—No estoy diciendo que lo crea todo, ¿de acuerdo? —replicó con tono evasivo Smithback—, pero he oído muchas historias raras en los últimos días. Rickman se muestra reacia a la presencia de la estatuilla en la exposición. Además de esa reliquia, la expedición envió otras piezas; varias cajas, de hecho. Quiero averiguar todo lo posible sobre ellas.

—¿Y qué pinto yo en todo esto?

—Nada, pero, como ayudante de conservador, tienes acceso al ordenador de alta seguridad del museo. Puedes solicitar la base de datos y hacer indagaciones sobre esas cajas.

—Dudo de que hayan introducido información sobre ellas. En cualquier caso, no importa.

—¿Por qué? —preguntó el periodista.

Kawakita rió.

—Espera un momento.

Se levantó y se encaminó hacia el laboratorio. Al cabo de unos minutos regresó con una hoja de papel en la mano.

—Debes de tener poderes psíquicos —dijo, tendiéndole el papel—. Mira qué he encontrado en mi correo esta mañana.

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