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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (19 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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MUSEO DE HISTORIA NATURAL

DE NUEVA YORK

NOTA INTERNA

A: Conservadores y personal directivo.

De: Lavinia Rickman.

CC: Wright, Lewallen, Cuthbert, Lafore.

A consecuencia de los desafortunados acontecimientos recientes, el museo se halla sometido a un intenso examen por parte de los medios de comunicación y el público en general. Dada la situación, he querido aprovechar la oportunidad para revisar la política del museo sobre las comunicaciones externas.

Todo trato con la prensa se llevará a cabo por mediación de la oficina de relaciones públicas del museo. No se harán comentarios sobre asuntos relacionados con la entidad, ni oficial ni extraoficialmente, a periodistas u otros miembros de los medios de comunicación. Cualquier declaración o ayuda prestada a individuos que estén preparando entrevistas, documentales, libros, artículos, etc., relativos al museo, deberá ser autorizada por esta oficina. La dirección emprenderá acciones disciplinarias en caso de violación de estas directrices.

Gracias por su colaboración en estos momentos difíciles.

—Joder —murmuró Smithback—. Lee esto; «individuos que estén preparando libros».

—Se refiere a ti, Bill. —El científico prorrumpió en carcajadas—. ¿Lo ves? Tengo las manos atadas. —Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó—. Alergia al polvo de huesos —explicó.

—No puedo creerlo —musitó Smithback, releyendo la nota.

Kawakita le dio una palmada en la espalda.

—Bill, amigo mío, sé que de esta historia nacería un gran artículo, y me gustaría ayudarte a escribir el libro más controvertido, ultrajante y lascivo posible, pero no puedo. Seré sincero; intento labrarme una carrera y… me juego el puesto. Tendrás que tomar otra ruta. ¿De acuerdo?

El periodista asintió con resignación.

—De acuerdo.

—No pareces muy convencido. —Kawakita rió—. De todas formas, me alegro de que seas comprensivo. —Puso en pie al escritor con suavidad—. Te propongo algo; ¿qué te parece si vamos de pesca el domingo? Predicen una nidada temprana en el Connetquot.

Smithback sonrió por fin.

—Resérvame una de tus diabólicas ninfas —dijo—. Acepto.

26

D'Agosta se hallaba al otro lado del museo, cuando recibió un nuevo aviso. Se había visto algo extraño en la sección 18, en la sala de ordenadores.

Suspiró, guardó la radio en la funda y pensó en sus pies cansados. En aquel maldito lugar todo el mundo se topaba con el hombre del saco.

Una docena de personas se habían congregado ante la sala de ordenadores y bromeaban, algo nerviosas. Dos policías uniformados custodiaban la puerta cerrada.

—Muy bien —dijo el teniente mientras desenvolvía un puro—. ¿Quién lo vio?

Un joven se adelantó. Llevaba una bata blanca de laboratorio, gafas de culo de botella, y una calculadora y un mensáfono colgaban de su cinturón. «Joder —pensó D'Agosta—, ¿de dónde sacan a estos tíos?» Era perfecto.

—De hecho, no vi nada —explicó—, sino que oí un ruido fuerte e insistente en el cuarto de la instalación eléctrica. Era como si alguien tratara de derribar la puerta…

El teniente se volvió hacia los dos policías.

—Vamos a echar un vistazo.

Forcejeó con el picaporte hasta que alguien sacó una llave.

—Decidimos cerrarla. No queríamos que nada saliera…

D'Agosta atajó las explicaciones con un gesto. Aquello resultaba cada vez más ridículo. ¿Cómo cojones se les ocurría mantener la gran inauguración de la noche siguiente? Deberían haber clausurado el maldito edificio después de los primeros asesinatos.

La sala era grande, circular, inmaculada. En el centro, colocado sobre un pedestal de gran tamaño y bañado por brillantes luces de neón, se alzaba un cilindro blanco de metro y medio de altura. D'Agosta supuso que era el ordenador principal del museo. Zumbaba con suavidad, rodeado de terminales, estaciones de trabajo, mesas y librerías. Había dos puertas cerradas al fondo de la habitación.

—Echad una ojeada, muchachos —ordenó a sus hombres mientras se llevaba el puro apagado a los labios—. Yo hablaré con ese tío; me ocuparé del trabajo burocrático.

Salió fuera.

—¿Nombre? —preguntó.

—Roger Thrumcap. Soy el supervisor de turnos.

—De acuerdo. —D'Agosta, cansado, tomó nota—. Ha informado de ruidos en la sala de procesamiento de datos.

—No, señor, esa sala está arriba; ésta es la de ordenadores, donde se controla el soporte físico.

—La sala de ordenadores, pues. —Garabateó algo más—. ¿Cuándo reparó por primera vez en esos ruidos?

—Unos minutos después de las diez. Estábamos acabando los diarios…

—¿Estaban leyendo el periódico cuando oyó los ruidos?

—No, señor. Me refiero a las cintas de control. Estábamos terminando la copia de seguridad diaria.

—Entiendo. Y eso ocurrió a las diez.

—Las copias de seguridad no se efectúan durante las horas punta, señor. Tenemos permiso especial para entrar a las seis de la mañana.

—Qué suerte. ¿De dónde procedían los ruidos?

—Del cuarto de la instalación eléctrica.

—¿Y eso está…?

—La puerta situada a la izquierda del MP-3, el ordenador, señor.

—He visto dos puertas ahí dentro. ¿Adónde conduce la otra?

—Ah, a la habitación de retreta. Se accede a ella mediante unas tarjetas especiales. Nadie puede entrar allí. —Ante la mirada de extrañeza del teniente, añadió—: Contiene paquetes de disquetes y cosas así. Es una especie de almacén. La llamamos así porque todo está automatizado y nadie entra, excepto los de mantenimiento. —Asintió con orgullo—. Estamos en un entorno que no precisa de operadores. Comparado con nosotros, el DP aún está en la Edad de Piedra. Tienen operarios que montan a mano las cintas.

D'Agosta entró de nuevo en la sala de ordenadores.

—Los ruidos provenían del otro lado de esa puerta de la izquierda. Echaremos un vistazo. —Dio media vuelta—. Saque a esa gente de aquí —ordenó a Thrumcap.

La puerta del cuarto de la instalación eléctrica se abrió y liberó un olor a cables calientes y ozono. D'Agosta palpó la pared; encontró el interruptor y encendió la luz.

Efectuó un repaso visual, como dictaban las normas. Vio transformadores, rejas que cubrían los conductos de ventilación, cables y varios aparatos grandes de aire acondicionado. Nada más.

—Mirad detrás de esos aparatos —indicó el teniente D'Agosta.

Los policías llevaron a cabo un registro minucioso. Uno echó un vistazo hacia atrás y se encogió de hombros.

—Muy bien —dijo el teniente antes de salir de la sala de ordenadores—. Creo que no hay nada sospechoso. ¿Señor Thrumcap?

—¿Sí? —El hombre asomó la cabeza.

—Su gente puede volver a entrar. Todo parece en orden. De todas formas, apostaremos un agente durante las siguientes treinta y seis horas. —Se volvió hacia uno de los policías que salían del cuarto de la instalación eléctrica—. Waters, quédate aquí hasta que finalice tu turno. Pro forma, ¿de acuerdo? Te enviaré un relevo.

«Si alguien más ve algo extraño, me quedaré sin hombres.»

—De acuerdo —respondió Waters.

—Es una buena idea —opinó Thrumcap—. Esta sala es el corazón del museo; mejor dicho, el cerebro. Controlamos los teléfonos, la planta física, la red, las impresoras, el correo electrónico, el sistema de seguridad…

—Claro —interrumpió D'Agosta.

El personal empezó a avanzar por la sala para ocupar sus puestos ante las terminales. D'Agosta se enjugó el sudor de la frente. «Hace un calor de la hostia.» Cuando se disponía a marcharse, oyó una voz a su espalda.

—Rog, tenemos un problema.

D'Agosta vaciló un instante.

—Oh, Dios mío —exclamó Thrumcap con la vista fija en un monitor—. El sistema está realizando un volcado hexadecimal. ¿Qué coño…?

—¿Estaba el ordenador principal en modo «copias de seguridad» cuando lo dejaste, Rog? —preguntó un tipo bajito con dientes de conejo—. Si terminó y no obtuvo respuesta, tal vez cayera en un volcado de bajo nivel.

—Quizá tengas razón —admitió Roger—. Aborta el volcado y asegúrate de que todas las regiones estén activadas.

—No responde.

—¿Está desactivado el OS? —preguntó Thrumcap, inclinándose sobre el CRT de dientes salientes—. Déjame ver eso.

Una alarma se disparó en la sala; un sonido agudo e insistente. D'Agosta vio una luz roja en un panel del techo situado sobre el ordenador principal. Tal vez debía permanecer allí un rato más.

—Y ahora, ¿qué?

«Caramba, qué calor—pensó el teniente—. ¿Cómo pueden soportarlo estos tíos?»

—¿Qué significa este código?

—No lo sé. Míralo.

—¿Dónde?

—¡En el manual, idiota! Está detrás de tu terminal. Ven, ya lo tengo.

Thrumcap empezó a pasar páginas.

—2291, 2291… Aquí está. Es una alarma térmica. ¡Oh, Dios mío! ¡La máquina está sobrecalentándose! ¡Avisa a mantenimiento ahora mismo!

D'Agosta se encogió de hombros. Probablemente el ruido sordo que los había alertado lo habían producido los compresores de aire acondicionado al fallar. «No hay que ser un científico de la NASA para sospecharlo. La temperatura aquí debe de rondar los cincuenta grados.» Cuando se alejaba por el pasillo, se cruzó con dos hombres de mantenimiento que corrían en dirección contraria.

Como la mayoría de superordenadores modernos, el MP-3 del museo soportaba mucho mejor el calor que los gigantescos aparatos de hacía diez o veinte años. Su cerebro de silicio, a diferencia de los transistores más antiguos, podía funcionar por encima de las temperaturas recomendadas durante períodos prolongados sin sufrir deterioros o pérdidas de datos. Sin embargo, la interfaz conectada al sistema de seguridad del museo había sido instalada por otro equipo que no había seguido las instrucciones especificadas por el fabricante del ordenador. Cuando la temperatura en la sala de ordenadores alcanzaba los treinta y cinco grados, se rebasaba la tolerancia de los chips ROM que gobernaban el sistema automático de control de averías. El fallo se producía noventa segundos más tarde.

Waters, de pie en una esquina, paseó la vista por la sala. Los técnicos de mantenimiento se habían marchado una hora antes, y por fin reinaba un frío agradable en la estancia. Todo había vuelto a la normalidad, y los únicos sonidos que se oían eran el zumbido del ordenador y el repiqueteo mecánico de miles de teclas. Desvió la mirada hacia una terminal desocupada y vio un mensaje parpadeante: «FALLO GLOBAL EXTERNO EN ROM. DIRIGIRSE A 33 BI 4A 03.»

Era como chino para él. ¿Por qué no podía decirlo? Odiaba los ordenadores. No recordaba nada que hubieran hecho por él, excepto comerse la «s» de su apellido en las nóminas. También detestaba a aquellos capullos chiflados por los ordenadores. Si algo iba mal, ya se ocuparían ellos de solucionarlo.

27

Smithback dejó caer los cuadernos de notas sobre la mesa de un gabinete de la biblioteca. Exhaló un profundo suspiro y se acomodó en el estrecho espacio, depositó la carpeta sobre el escritorio y encendió la pequeña luz del techo. Se hallaba muy cerca de la sala de lectura, con paredes revestidas de roble, butacas de cuero rojo y una chimenea de mármol que no se había utilizado en un siglo. Sin embargo, él prefería los estrechos y destartalados gabinetes, en especial los que quedaban escondidos entre las estanterías. Allí podía examinar documentos y manuscritos en la intimidad.

El museo albergaba una colección de libros nuevos, antiguos y raros sobre todos los aspectos de la historia natural que no tenía parangón. Había recibido tantos legados y donaciones privadas a lo largo de los años que su catálogo de fichas se atrasaba sin remedio. No obstante, Smithback conocía aquel departamento mejor que casi todos los bibliotecarios. Podía localizar cualquier dato en un tiempo récord.

Se humedeció los labios, pensativo. Había salido de su entrevista con Kawakita sin nada positivo, y Moriarty era un burócrata empecinado. No conocía a nadie más que pudiera proporcionarle acceso a las bases de datos. Sin embargo, había más de una forma de abordar un rompecabezas.

Empezó a repasar el índice del
New York Times
en el fichero microfilmado. Retrocedió hasta 1975. No encontró nada y tampoco, como no tardó en descubrir, en las revistas importantes de historia natural y antropología.

Buscó información referente a la expedición en las publicaciones periódicas más antiguas del museo. Nada. El
Quién es Quién del Museo de Historia Natural de Nueva York
contenía una biografía de dos líneas de Whittlesey que no le aportó nada que no supiera ya.

Maldijo para sí. «Este tío está más escondido que el tesoro de Oak Island.»

Colocó uno tras otro los libros en los estantes y miró alrededor. A continuación, arrancó unas páginas de una libreta y se acercó al escritorio de una bibliotecaria, asegurándose primero de que no lo había visto antes.

—He de devolver esto a los archivos —dijo a la mujer.

Ella lo miró con severidad y parpadeó varias veces.

—¿Es usted nuevo?

—Pertenezco a la biblioteca científica, y me trasladaron la semana pasada; por rotación.

Le dedicó una sonrisa, confiando en que pareciera radiante y sincera.

Ella frunció el entrecejo. De pronto sonó el teléfono de su mesa. Tras vacilar un instante, descolgó el auricular y, distraída, tendió a Smithback una tablilla y una llave suspendida en un cordel largo y azul.

—Firme —dijo, tapando el auricular con la mano.

Una puerta gris, situada en un rincón apartado de la sala, conducía a los archivos de la biblioteca. Smithback era consciente de que estaba llevando a cabo una jugada arriesgada, en más de un aspecto. Ya había visitado aquella sección en una ocasión, por un asunto legítimo, y sabía que el grueso de los archivos del museo se almacenaba en otro sitio y que los de la biblioteca eran muy específicos. Sin embargo, tenía un presentimiento. Cerró la puerta y avanzó. Examinó las estanterías llenas de cajas etiquetadas.

Cuando hubo recorrido un lado de la habitación, se detuvo. Tendió la mano con cautela y bajó un caja etiquetada «Central RECVG/SHPG: Facturas Cargamento Aéreo». Se acuclilló y examinó a toda prisa los papeles.

Una vez más, retrocedió hasta 1975. Decepcionado, lo revisó de nuevo. Nada.

Al colocar la caja en su estante, se fijó en otra etiqueta: «Facturas de cargamento, 1970-1990.» Sólo podía dedicarle cinco minutos.

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