El imperio de los lobos (21 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: El imperio de los lobos
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Mathilde recordó su primer encuentro con Veynerdi, durante un seminario sobre la memoria celebrado en Mallorca en 1997. La mayoría de los ponentes eran neurólogos, psiquiatras o psicoanalistas. Hablaron de sinapsis, de redes y del inconsciente, y todos coincidieron en subrayar la complejidad de la memoria. Pero el cuarto día, le llegó el turno a un biólogo con pajarita, y el panorama cambió por completo. Parapetado tras el atril, Alain Veynerdi no habló de la memoria del cerebro, sino de la memoria del cuerpo.

El sabio presentó un estudio que había llevado a cabo sobre los perfumes. La aplicación continuada de una sustancia alcoholizada sobre la piel acaba «marcando» ciertas células, que forman una señal identificable incluso después de que el sujeto haya dejado de utilizar el perfume. Veynerdi puso el ejemplo de una mujer que había utilizado el n° 5 de Chanel durante diez años y, pasados otros cuatro, seguía llevando la correspondiente «firma química» sobre la piel.

Ese día, los asistentes a la conferencia salieron deslumbrados. De pronto, la memoria se manifestaba físicamente y podía someterse a análisis, a la química, al microscopio… De pronto, aquella entidad abstracta, que no cesaba de sustraerse a los instrumentos de la moderna tecnología, revelaba su materialidad, su tangibilidad, su perceptibilidad. Una ciencia humana se había convertido en ciencia exacta.

La lámpara baja iluminaba el rostro de Anna. A pesar del cansancio, sus ojos tenían un brillo especial. Empezaba a comprender.

—En mi caso, ¿qué puede usted descubrir?

—Confíe en mí -respondió el biólogo-. Su cuerpo ha conservado las huellas de su pasado en la intimidad de sus células. Vamos a desenterrar los vestigios del medio físico en el que vivía antes del accidente. El aire que respiraba. Las huellas de sus hábitos alimentarios. La firma del perfume que utilizaba. En mayor o menor medida, usted sigue siendo la mujer de entonces, créame.

32

Veynerdi puso en marcha varios aparatos. La luz de los pilotos y las pantallas de los ordenadores reveló las auténticas dimensiones del laboratorio, una amplia sala compartimentada mediante paneles de cristal o tabiques forrados de corcho y atestada de instrumentos de análisis. La encimera y la mesa de acero reflejaban hasta la última fuente de luz en forma de filamentos verdes, anaranjados, rosados o rojos. El biólogo señaló una puerta situada a la izquierda.

—Desnúdese en ese cuarto, por favor.

Anna desapareció. Veynerdi se enfundó unos guantes de látex, dejó unos saquitos estériles en el alicatado del mostrador y se situó ante una hilera de tubos de ensayo. Parecía un músico preparándose para tocar un xilofón de cristal.

Cuando Anna reapareció, solo llevaba unas braguitas negras. Era de una delgadez enfermiza. Sus huesos parecían a punto de desgarrar la piel al menor movimiento.

—Túmbese aquí, por favor.

Anna se sentó en la mesa. Cuando hacía algún esfuerzo, parecía más robusta. Sus escuetos músculos hinchaban la piel y daban una extraña impresión de fuerza, de potencia. Aquella mujer abrigaba un misterio, una energía contenida. Mathilde pensó en la cáscara de un huevo a cuyo través se transparentara la silueta de un tiranosaurio.

Veynerdi sacó una jeringa y una aguja de un envase estéril.

—Empezaremos tomándole una muestra de sangre.

El biólogo hundió la aguja en el brazo izquierdo de Anna, que no mostró la menor reacción.

—¿Le ha dado algún calmante? — le preguntó Veynerdi a Mathilde con el ceño fruncido.

—Sí, Tranxene. Por vía intramuscular. Anoche estaba muy agitada y…

—¿Cuánto?

—Cincuenta miligramos.

El biólogo hizo una mueca. Los sedantes debían de interferir con sus análisis. Retiró la aguja, colocó una gasa en el hueco del codo y se situó detrás de la encimera.

Mathilde seguía todos sus movimientos con atención. Veynerdi mezcló la sangre recién extraída con una solución hipotónica para destruir los glóbulos rojos y obtener un concentrado de glóbulos blancos. Colocó la muestra en un cilindro negro, parecido a un pequeño infiernillo: la centrifugadora. El aparato, que giraba a mil revoluciones por segundo, servía para separar los glóbulos blancos de los últimos residuos. Pasados unos segundos, Veynerdi extrajo un sedimento translúcido.

—Sus células inmunitarias -explicó dirigiéndose a Anna-. Son las que contienen las huellas que me interesan. Vamos a observarlas de más cerca…

El biólogo diluyó el concentrado con suero fisiológico y a continuación lo vertió en un citómetro de flujo, un bloque gris que separaba los glóbulos y los sometía a la acción de un rayo láser. Mathilde conocía aquella técnica: la máquina localizaría e identificaría las moléculas de defensa utilizando un repertorio de marcas confeccionado por Veynerdi.

—Nada significativo -dijo el biólogo al cabo de unos minutos- Solo aprecio contacto con enfermedades y agentes patógenos comunes. Bacterias, virus… En cantidad inferior a la media. Llevaba usted una existencia muy sana, señora. Tampoco veo rastro de agentes exógenos. Ni perfumes ni ninguna otra impregnación de relieve. Un terreno prácticamente neutro.

Anna permanecía inmóvil sobre la mesa, con las rodillas entre los brazos. Su diáfana piel reflejaba los colores de los indicadores luminosos como un trozo de hielo, casi azul de puro blanco.

Veynerdi se le acercó blandiendo una jeringa con una aguja mucho más larga.

—Vamos a realizar una biopsia. — Anna se puso rígida-. No se asuste -dijo Veynerdi-, es indoloro. Solo voy a sacarle un poco de linfa de un ganglio de la axila. Levante el brazo derecho, por favor. — Anna alzó el codo por encima de la cabeza, y el biólogo introdujo la aguja con cuidado murmurando con su voz de fumador-: Estos ganglios están en contacto con la región pulmonar. Si ha respirado algún polvo especial, algún gas, polen o cualquier otra sustancia significativa, estos glóbulos blancos lo recordarán.

Anna, que seguía bajo los efectos del ansiolítico, no esbozó el menor movimiento. El biólogo volvió a situarse ante el mostrador y procedió a nuevos análisis.

Al cabo de unos minutos, dijo:

—Veo nicotina y también alquitrán. Usted fumaba.

—Y sigue haciéndolo -terció Mathilde.

El biólogo agradeció la información con un movimiento de cabeza y añadió:

—Por lo demás, no hay ninguna huella significativa de un medio, de una atmósfera particulares. — Cogió un botecito de plástico y volvió a acercarse a Anna-. Sus glóbulos no han conservado los recuerdos que esperaba, señora. Vamos a pasar a otro tipo de análisis. Determinadas regiones del cuerpo conservan, no ya la huella, sino auténticos fragmentos de agentes exteriores explicó, y agitó el bote en el aire-. Voy a pedirle que orine en este recipiente.

Anna se levantó lentamente y volvió al cuarto. Una auténtica sonámbula.

—No entiendo qué espera encontrar en la orina -confesó Mathilde apenas estuvieron solos-. Buscamos huellas de hace cerca de un año y…

El sabio la interrumpió con una sonrisa:

—La orina es producida por los riñones, que actúan como filtros. En su interior se acumulan cristales. Puedo interpretar las huellas de esos sedimentos. Se remontan a varios años y pueden informarnos de, por ejemplo, los hábitos alimentarios del sujeto.

Anna volvió junto a la mesa de acero con el botecito en la mano. parecía aún más ausente que hacía unos minutos, ajena a las pruebas a las que estaba siendo sometida.

Veynerdi volvió a utilizar la centrifugadora para separar los elementos y a continuación se acercó a otra máquina aún más impresionante: un espectrómetro de masas. Depositó el líquido dorado en la tina e inició el proceso de análisis.

La pantalla de un ordenador se llenó de oscilaciones verdosas. El científico chasqueó la lengua con desaprobación.

—Nada. Está visto que esta jovencita no es nada fácil de descifrar.

Veynerdi cambió de actitud. Redoblando la concentración, multiplicó la toma de muestras y los análisis, sumergiéndose literalmente en el cuerpo de Anna.

Mathilde observaba sus movimientos y escuchaba sus comentarios con idéntica atención.

El biólogo empezó recogiendo muestras de dentina, tejido vivo del interior de los dientes, que acumula determinados productos transportados por la sangre, como los antibióticos. A continuación, analizó la melatonina, producida por el cerebro. Según explicó, la tasa de dicha hormona, segregada principalmente durante la noche, podía revelar los antiguos hábitos de sueño de Anna.

Después, con sumo cuidado, recogió unas gotas de humor ocular, en el que pueden acumularse ínfimos residuos de alimentos. Por último, cortó a Anna unos cuantos cabellos, que conservan restos de sustancias exógenas hasta el punto de segregarlas a su vez. Es un fenómeno conocido: una persona muerta por envenenamiento con arsénico continúa exudando dicha sustancia por las raíces del pelo después del fallecimiento.

Tras tres horas de análisis, el científico se dio por vencido: no había descubierto nada, o casi nada. El retrato de la antigua Anna que podía hacer era insignificante. Una mujer que fumaba, pero por lo demás llevaba una vida muy sana; que debía de padecer insomnio, a juzgar por los altibajos de su tasa de melatonina; que había consumido aceite de oliva desde la infancia, dada la presencia de ácidos grasos en el humor ocular. También había averiguado que se teñía el pelo de negro; el color original de su pelo era más bien castaño, tirando a pelirrojo.

Alain Veynerdi se quitó los guantes y se lavó las manos en la pila de la encimera. Tenía la frente perlada de minúsculas gotas de sudor. Parecía agotado y decepcionado.

Por enésima vez volvió a acercarse a Anna, que había vuelto a adormilarse, y empezó a dar vueltas a su alrededor como si siguiera buscando, acechando una huella, un signo, cualquier fruslería que le permitiera descifrar aquel cuerpo diáfano.

De pronto, se inclinó sobre las manos. Le cogió los dedos y los observó con atención. La sacudió hasta conseguir despertarla. En cuanto Anna abrió los ojos, le preguntó, con excitación apenas contenida:

—He visto que tiene una mancha oscura en una uña. ¿Sabe a qué se debe?

Desconcertada, Anna miró a su alrededor. Luego se miró la mano y enarcó las cejas.

—No lo sé -murmuró-. De la nicotina, ¿no?

Mathilde se acercó. En efecto, las puntas de las uñas presentaban unas manchitas ocres apenas visibles.

—¿Con qué frecuencia se corta las uñas?-le preguntó Veynerdi a Anna.

—No sé… Cada tres semanas, más o menos.

—¿Tiene la sensación de que le crecen deprisa? — Por toda respuesta, Anna bostezó. El biólogo regresó junto a la encimera murmurando para sí mismo-: ¿Cómo no lo has visto antes? — Cogió unas tijeras minúsculas y una cajita de plástico transparente, volvió al lado de Anna y le cortó el trozo de uña que había despertado su interés-. Si crecen normalmente -comentó en voz baja-, estas extremidades córneas datan de la época anterior al accidente. Esta mancha pertenece a su vida pasada.

El biólogo volvió a encender las máquinas. Mientras los motores se ponían en marcha con un zumbido, diluyó la muestra en un tubo de ensayo lleno de disolvente.

—Nos ha ido de poco -rezongó Veynerdi-. Dentro de unos días se habría cortado las uñas y nos habríamos quedado sin este precioso vestigio.

Introdujo el tubo de ensayo en la centrifugadora y la puso en marcha.

—Si es nicotina -aventuró Mathilde-, no veo lo que…

Veynerdi colocó el tubo en el espectrómetro.

—Tal vez consiga descubrir la marca de cigarrillos que esta joven fumaba antes del accidente.

Mathilde no comprendía su entusiasmo; un detalle como aquel no aportaría nada del otro jueves. Inclinado sobre la pantalla, Veynerdi observaba los diagramas luminiscentes. Los minutos pasaban…

—Profesor -dijo Mathilde, que empezaba a impacientarse-, no entiendo adónde quiere ir a parar. La cosa no me parece para tanto, la verdad. En mi op…

—Es extraordinario. — La luz del monitor fijaba una expresión fascinada en el rostro del biólogo-. No es nicotina. — Mathilde se acercó al espectrómetro. Anna se inclinó hacia delante sobre la mesa de acero inoxidable. Veynerdi hizo girar el asiento hacia las dos mujeres-. Es henna.

El silencio inundó el enorme laboratorio.

El biólogo arrancó la hoja milimetrada que acababa de imprimir el aparato y tecleó unos datos en el teclado del ordenador. La pantalla le devolvió una lista de componentes químicos.

—Según mi catálogo de sustancias, esta mancha se corresponde con un compuesto vegetal especifico. Una henna muy especial, que se cultiva en las llanuras de Anatolia. — Alain Veynerdi posó una mirada de triunfo en Anna, como si hubiera hecho el descubrimiento de su vida-. Señora, en su vida anterior usted era turca.

SEIS
33

Una máscara de madera de pesadilla.

Paul Nerteaux se había pasado la noche soñando con un monstruo de piedra, un titán maléfico que recorría el Distrito Décimo, un Moloch que tenía bajo su férula al barrio turco y exigía sacrificios humanos.

En su sueño, el monstruo llevaba una máscara mitad humana, mitad animal, de origen a la vez griego y persa. Sus labios minerales estaban al rojo blanco, y su sexo, erizado de cuchillas. Sus pasos hacían temblar la tierra, levantaban nubes de polvo y resquebrajaban los edificios.

Había acabado despertándose a las tres de la mañana, empapado en sudor. Tiritando en el pisito de tres habitaciones, se había preparado café y se había sumido en los nuevos documentos arqueológicos que la tarde anterior los chicos de la BAC habían dejado ante la puerta.

Hasta el alba, había hojeado catálogos de museos, folletos turísticos y libros científicos observando, estudiando cada escultura, y comparándola con las fotografías de las autopsias (y también, inconscientemente, con la máscara de la pesadilla). Sarcófagos de Antalya. Frescos de Cilicia. Bajorrelieves de Karatepe. Bustos de Éfeso…

Había atravesado edades y civilizaciones sin obtener el menor resultado.

Paul Nerteaux entró en la cervecería Los Tres Obuses, en la Porte de Saint-Cloud, y se enfrentó al olor a café y tabaco esforzándose en cerrar sus sentidos y reprimir las náuseas. Su pésimo humor no se debía tan solo a la pesadilla. Era miércoles y, como todos los miércoles, había tenido que llamar a Reyna con las primeras luces pata anunciarle que no podía ocuparse de Céline.

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