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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (10 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—Son decires de los criados; ella no se ha quejado —lo frenó el padre estanciero.

—… Decires, decires… —hizo un gesto el buen vasco y continuó mojando el pan en la sopa.

El médico no pudo terminar su plato y al ocaso, mientras meditaba entre las sencillas cruces de hierro del cementerio, rodeadas de algunas flores rastreras y césped que crujía bajo sus pies, decidió que al otro día iría hasta Santa Olalla. Aliviado con ese pensamiento, pudo concentrarse en el libro de Ejercicios y hasta se atrevió a repetir a media voz la bella invocación del Anima Christi, de origen franciscano.

En la otra punta del predio, un negro anciano, con movimientos pausados, alisaba el túmulo de una sepultura fresca.

Regresaba con premura para que no lo tomara la noche lejos de la casa, cuando vio un jinete que desmontaba antes de trasponer la pirca de piedra seca del camposanto, y sin atravesar los pilares, lo esperaba sosteniendo al animal de la brida. Reconoció a don Esteban Becerra en el ademán familiar de quitarse el sombrero.

Se saludaron estrechándose las manos. Al padre Thomas le gustaba la forma que tenía de tratarlo don Esteban, con respeto aunque sin ceremonias. Caminaron juntos, ahora a paso tardo, y cuando el sacerdote se preguntaba a qué se debía la visita del caballero, éste inquirió por el hermano herrero.

—Estoy levantando una casa donde estaban los ranchos —le comentó—, con la ayuda del hermano alarife…

Algo había oído el padre Thomas aquella tarde.

—Hoy calzamos el aljibe —continuó diciendo, desganado, el hacendado—, y he hecho traer mármol verde de San Luis para el brocal. Tiene una veta dorada muy hermosa, como iluminada por dentro.

Al comprender que su acompañante no haría ningún comentario, siguió:

—Quiero que el hermano herrero me haga una coronación de hierro. La que tienen ustedes en el patio de recreo me gustó mucho. Deseo algo semejante. —Y azotándose las botas con una varilla que traía bajo el brazo, agregó—: Ha quedado también en hacerme unos faroles.

El padre Thomas produjo unos cuantos «Ajá». y «Mm» para darse por enterado, pero continuó esperando que le dijera el verdadero fin de aquel encuentro.

—¿Sabe… —don Esteban recompuso la voz con un carraspeo nervioso—… sabe qué es de mi sobrina?

—La casaron con don Julián Ordóñez de Arce. ¿No se enteró usted?

—Lo escuché decir, pero no pude creerlo.

—Ni la superiora de las Catalinas ni yo pudimos evitarlo, aunque lo intentamos.

Iba a añadir algo, pero lo guardó para sí. Don Esteban se mantuvo unos segundos en silencio, la cabeza gacha. La levantó para decir:

—Pensé que Gualterio no permitiría esa ignominia.

—A estas alturas de su vida y de su condición, se podría afirmar que don Gualterio no es imputable —respondió él secamente, y se negó a decir lo que pensaba: «Sólo usted podría haberla ayudado».

—Mi tía me mandó aviso, pero yo estaba en San Luis —fue la justificación, pero luego barbotó—: Me siento culpable y no sé de qué.

—La meditación le ayudará a descubrirlo —contestó el sacerdote con una pizca de ironía.

—Me han dicho que sufre mucho, pero no puedo ir a verla; la mayor parte del tiempo su marido está ausente y no sería correcto que yo me presentara en la casa en ausencia de él.

—Poco puede hacer ahora por ella. Su parentesco es lejano, y usted no es lo bastante viejo para que la maledicencia lo exima de cargos.

—¿Sospecha usted que soy el responsable de…?

—Nunca pensé que pudiera serlo. No lo veo escapando de sus responsabilidades, ni abandonándola a la crueldad de su madre y de su marido. Supongo que tampoco cometería la maldad de haberse aprovechado de la inexperiencia de una chiquilla. Seguramente usted temió que, si se empeñaba en auxiliarla, se pensara que el niño era suyo.

—¡Bien conoce usted el alma humana! —repuso Becerra amargamente, y sus hombros se endurecieron mientras continuaban caminando—. ¿Alguna vez me perdonaré…? —inquirió, levantando la vista hacia el horizonte que comenzaba a oscurecerse, como si interrogara al cielo.

El padre Thomas apuró el paso, adelantándose un poco a su acompañante.

—Dios puede perdonarlo, pero aquí la cuestión es: ¿puede usted perdonarse? Y ahora, si me disculpa, debo apurarme. ¿Pasará la noche en el convento?

—Sí, mañana temprano regreso a Córdoba; deseo internarme unos días en retiro espiritual.

—Ya no podremos hablar, pero quiero decirle que la situación de doña Sebastiana es algo más que ignominiosa: es posible que don Julián esté atentando contra la vida de ella y del niño. Se lo digo para que usted, que es hombre inteligente, de recursos y respetado, reflexione si hay alguna manera en que podamos ayudarla.

Oyó la exclamación de don Esteban, pero le dio la espalda y se encaminó con impaciencia hacia los claustros.

8. Del espíritu del mal

«¡VENGANZA!: Sobre el cuerpo de mi enemigo, se extiendan las negras alas de Satanás. Sobre su cabeza y sobre sus propiedades reinen los espíritus del mal. La lámpara del Señor apagada la encontrará y todas las desgracias sobre él caerán…».

Libro de San Cipriano y Santa Justina, año 1510

Santa Olalla

De Epifanía a vísperas de San Sebastián

Verano de 1702

Sólo don Esteban había notado que, siendo tan decidida y frontal para molestar y hacer daño, doña Alda se detenía en un punto, y era en Rafaela, que provenía de una familia que por siglos había pertenecido a la servidumbre de los Zúñiga.

No se llevaba bien la criada —que tenía una relación antigua y familiar con don Gualterio— con el ama nueva, venida del señorío de Álava, de ancestros desconocidos para ella y que, además de no respetar al señor de la casa, parecía querer matarlo a disgustos. Rafaela, a sus espaldas, la nombraba despectivamente «la castellana» —por haber sido el señorío anexionado por Castilla—, que, para peor, tenía una lengua distinta. Pese a esto, ambas mujeres guardaban un equitativo equilibrio, cosa que entendía don Esteban en la nodriza, que era dependiente, pero no en la señora, con tal carácter como tenía.

El casamiento de Sebastiana fue excusa para que doña Alda sacara del medio a la mujer, mandándola donde quería estar: al servicio de la joven. Fue la única criada que le concedió, pero de todos modos, en Santa Olalla, en el valle de Paravachasca, donde iban a vivir, había criados y peones en suficiente cantidad.

Allí se había criado Sebastiana, querida por todos, y Rafaela fue admitida desde temprano con respeto: «salmista» de temer y manosanta, decían que podía invocar a los muertos y obligarlos a revelar secretos muy guardados.

—Mal comienzo ha tenido esta boda —les decía Rafaela, días después de llegar, mientras tendía prolijamente las prendas de su señora, que sólo ella lavaba. Y explicaba que el día anterior al desposorio, habiendo colgado las sábanas de la boda para azotarlas con ramas de laurel, un murciélago sarnoso se había prendido a una de ellas; no hubo forma de espantarlo, y quedó abriendo y cerrando sus horribles alas sobre la blancura de las telas, como si practicara un coito infernal, hasta que, después de varias horas, decidió partir.

—Hice quemar las sábanas, porque mal haya hecho ese Julián un pacto con el Demonio para dañar a mi niña…

Pronto fue sabido en la casa que Ordóñez golpeaba y ofendía al ama, y aquello despertó rencor en los criados. Era común que los asalariados de gente opulenta y respetada, bien tratados y bien alimentados por sus patrones, sintieran desprecio por los españoles empobrecidos, y así sucedía entre la gente de Santa Olalla y aquel hacendado sin hacienda, sucio y mal vestido.

No sólo Sebastiana respiraba cuando don Julián se iba a lo de la mujer que tenía en el monte: todo funcionaba en paz, se oían cantos en la cocina y las plegarias del atardecer remedaban la brisa entre los sauces.

Por el tiempo en que el padre Thomas llegó a la estancia de Alta Gracia, hacía varias semanas que Ordóñez no aparecía por Santa Olalla y Sebastiana iba recuperando fuerzas nuevamente. «Si no llevara este hijo dentro de mí —pensaba a veces—, ¡cómo lo enfrentaría, qué buena maestra he tenido en maldades!»; y se atosigaba con cuanto alimento le ofrecían Rafaela y Dolores, la india, diciéndose que tenía que estar fuerte y cobrar cuerpo para defender al niño una vez que naciera. «A él no lo tocará, o habré de matarlo en cuanto lo intente», se juraba.

Y en el anochecer en que se encontraron el jesuita y don Esteban, ella, en paz, llevó a su pieza el cesto de labores y se quedó hasta tarde bordando las sábanas en que había de acostar por primera vez al recién nacido. Luego, cansada por demás, sopló las velas y olvidó poner traba a la puerta de su dormitorio. Se durmió con las manos sobre el vientre hinchado, imaginando los nombres que pondría al pequeño.

Despertó horas después al contacto de unos dedos que se deslizaban bajo la ropa de dormir, tanteando torpemente para llegar a su desnudez. Los esquivó con repulsión y, luchando por recuperar la conciencia, gateó en el enorme lecho para escapar de don Julián, del olor rancio de su cuerpo, de sus dedos brutales y del aliento alcohólico. Al volverse para usar las manos en su defensa, el extravío en los ojos de su esposo, entrevistos a la media luz que mantenía bajo una estatua de Santa Catalina, le hicieron comprender que Ordóñez iba dispuesto a matarlos, a ella y al niño, para quedarse con los bienes y quizá llevar allí, a la casa de su infancia, a la india con sus bastardos.

Trató de abandonar la cama dejándose resbalar por el costado, pero él le apresó el tobillo y tiró de ella, a pesar de que lo pateaba con el pie libre mientras le advertía, desesperada:

—¡Suélteme! ¡Usted prometió al padre Cándido que no me tocaría hasta que mi hijo hubiera nacido! ¡Lo acusaré al prior de la Merced, al de la Compañía! Le diré al obispo el insulto que me hace manteniendo una manceba… ¡Suélteme, suélteme! Pediré amparo al virrey…

Un golpe la tiró de espaldas en el suelo y, cuando quiso incorporarse, el siguiente la hizo girar sobre sí. Se le escapó un grito, luego otro y cuando él la arrastró nuevamente a las sábanas y el castigo se volvió salvaje, soltó un alarido mientras se ovillaba protegiéndose el vientre con las piernas y la cabeza con los brazos.

Pronto oyó cerrojos que se corrían, pasos en escaleras y galerías, el murmullo de las criadas, el vozarrón de Rafaela que aporreaba la puerta lanzando a Ordóñez maldiciones.

—¡Asturiano endemoniado, Mandrágoro merdoso, abre, abre! ¡Sebastiana, llama a San Cipriano, llama a Santa Justina!

«Que busquen a Aquino», rogó la joven, pues el mayordomo, estando tan apartado de los dormitorios de los patrones, seguramente no oiría los gritos, y sólo a Aquino, su medio hermano bastardo, respetaba Ordóñez cuando estaba ebrio.

Don Julián le levantó las ropas, golpeándola después con una lonja que le gustaba llevar a la cintura. Por fin se escuchó la voz del mayordomo de campo, sumada al golpe de su puño.

—¡Basta ya, Julián, que luego te arrepentirás de haber sido tan bruto! ¡Abre, por los clavos de Cristo!

Sabiéndolo detrás de la puerta, la joven se tiró al suelo y mientras suplicaba ayuda se arrastró hacia ella intentando quitar los pasadores. Su marido la tomó de los cabellos y, después de patearle el vientre y las nalgas, la arrastró de nuevo al lecho.

—¿Dónde está la mala hembra que no se deja tocar por su legítimo dueño? ¡Ahora veremos quién manda en esta casa, puta pretenciosa! ¡Mataré a ese guacho, que no vendrá a quitarme lo que bien he ganado cargando contigo, mal parida, hija de tu madre!

—¡Virgen de la Merced, valedme…! —clamó Sebastiana, mientras Aquino corría escaleras abajo y volvía con el hacha y seguido por Rosendo; el muchacho, que venía sujetándose el chiripá a la cintura, era indio, gente de los Zúñiga.

Los gritos, dentro de la pieza, se habían convertido en suspiros de agonía mezclados con los jadeos obscenos de Ordóñez de Arce.

Aquino clavó la hoja con furia sobre la puerta e indicó al hachero:

—Hay que sacársela de las manos o nos desgraciamos todos. Ha tomado chicha; la maldita ramera se la ha dado.

Rosendo arrancó sin esfuerzo la herramienta y, echando el brazo hacia atrás, descargó el golpe con fuerza. El estruendo retumbó en la casa, estremeciendo la noche.

—¡La ha matado; ya ni suspira! —gimió una de las mestizas.

—Atrás ustedes —ordenó el mayordomo mientras el peón, ducho en el quehacer, metía el filo en el canal abierto y hacía saltar el tablero. Aquino pasó la mano por allí, descorrió el pasador y seguido de Rosendo entró en el dormitorio.

La escena lo inmovilizó, porque el lecho que tenía delante parecía el altar donde se llevaba a cabo un sacrificio infernal: sobre el cuerpo yerto del ama, que yacía boca abajo, Don Julián, el rostro desfigurado vuelto hacia ellos, tartajeó:

—Irse, carajo… estoy en mi derecho…

A la luz de las velas que portaban, vieron grandes manchas de sangre sobre sábanas, almohadas y esteras. Aquino quedó petrificado, pero Rosendo, que se había criado con la joven, levantó el brazo armado, ciego a las consecuencias.

El patrón se tiró a un lado y arrastrándose sobre el trasero, impulsándose con los talones, tanteó en busca de un rincón donde guarecerse. Rosendo no alcanzó a descargar el golpe, porque el mayordomo, con la fuerza del que está acostumbrado a voltear bueyes con las manos, lo detuvo: el ama había gemido y un silencio expectante se hizo en el cuarto y en las galerías.

—Señora, ¿está usted bien? —se atrevió a preguntar, y pensó que era la pregunta más estúpida que había hecho en su vida.

Ella luchó por cubrirse, y en la penumbra el rostro de Aquino palideció ante la visión de los pechos blancos cuando giró sobre sí para volverse boca arriba, mostrando el vientre hinchado por la maternidad y los muslos mancillados por anteriores golpizas.

—Por mi dignidad —suplicó ella—, sáquenlo de aquí y retírense. Traigan a Dolores, a Rafaela… ¡Favor, que pierdo a mi hijo! —sollozó con desesperación.

Al ver a todos azorados, don Julián recuperó el genio, y agarrándose de los cortinados del dosel, consiguió enderezarse al tiempo que los llenaba de insultos y amenazas.

—¡A ti —señaló a Rosendo—, que te has atrevido a levantarme la mano armada, cepo y azote te haré dar hasta que se te caigan las carnes!

Aquino ordenó al hachero que lo esperara en la cocina; luego se volvió y, evitando mirar a la señora, habló persuasivamente a Ordóñez:

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