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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (21 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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16. Del muñeco en las brasas

«Son representaciones hechas de trapo, con restos de vestimenta y cabellos de las personas a quien se les quiere hacer daño, que los hechiceros usan con ese propósito… en la figurilla y en las ceremonias que con ella se practican, el embrujador se exalta para obrar a distancia sobre su víctima».

Félix Coluccio

Diccionario de creencias y supersticiones

Santa Olalla

Después de Pentecostés

Invierno de 1702

El cura que ocupaba la capilla de los Ordóñez salió a buscar agua. Revuelto el pelo, sucio el hábito de comida vieja, lucía los ojos rojos y la nariz colorada del ebrio. Se sobresaltó al encontrarse de manos a boca con dos hombres —un español y un indio—, y algo en ellos lo alarmó. Quiso cerrar la puerta de la sacristía, pero el español calzó el rebenque entre la jamba y la hoja.

La borrachera no le prestó ingenio para huir y allí quedó, expectante y temeroso, aunque seguro de la inmunidad de su ministerio.

—Padre Balboa —se descubrió el español.

—¿Qué me quiere? —replicó, encocorado, sosteniéndose de la puerta.

—Traigo un recado de mi hermano Julián.

—¿Y qué se le antoja agora; que le cristiane otro crío? —contestó agriamente—. Ni siquiera me ha pagado el último sacramento.

—Entremos —se impuso Aquino—, para mejor hablar de estas cosas.

La conversación fue breve y casi como de oficio. Aquino preguntó si tenía las actas de bautismo de los hijos naturales de don Julián y si sabía algo de su testamento pues éste no recordaba a quién lo había entregado en guarda.

El cura contestó que él había bautizado a los hijos de don Julián Ordóñez en legítimo matrimonio con Eleuteria Chancaní. Aquino, exasperado, afirmó que Ordóñez no podía haber desposado a aquella mujer, pues estaba casada con Benedicto Cofrú, también indio, hijo de crianza de los Iriarte.

El cura protestó que él mismo casó a don Julián con Eleuteria, y ante la exigencia del mayordomo de que mostrara las actas, aseguró, asombrado de haber tenido tan sólida idea, que él no debía dar explicaciones ni mostrar papeles más que a los interesados y a su obispo. Aquino lo miró largamente.

—Es posible que eso suceda para su inconveniencia —le advirtió—, pues ha sido de público dominio que Julián iba a casarse con doña Sebastiana de Zúñiga. Y por lo visto, usted ocultó el estado de mi hermano. No creo que monseñor lo apruebe, sin contar que la ley secular tendrá que decir algo al respecto. Eleuteria es casada y usted bien sabe que Julián la robó a su marido, que viéndola contenta y sabiendo que mi hermano era capaz de asesinarlo, prefirió huir. Pero fugitivo no es lo mismo que muerto, señor cura —y dejando pesar una pausa, volvió a preguntar—: ¿No cambiará de idea vuestra merced?

Algún peligro sospechó el otro, pero el temor a ser juzgado por su superior pudo más.

—Ella, la mujer esa, enviudó hace dos años y yo los casé. Nunca supe que don Julián estuviera por hacer otro matrimonio. Que alguien pruebe que aquí llegaron las amonestaciones —insistió al ver que Aquino recostaba el hombro sobre la puerta—. Ni cambiaré mi decir, ni le mostraré a usted los libros, ni explicaré nada ni le presentaré el testamento a usted —y parpadeando, pareció mirar hacia el pasado y regresó de él apoyando con dureza el índice en el pecho del otro—. Ahora te recuerdo: eres el ilegítimo de don Jerónimo. Tu padre te reconoció tarde y no te atreviste a pedir ni una fanega de puño, así que quedaste sólo en menestral. Ya me quejaré a Julián de tus modos y te denunciaré por meterte en su vida con engaños y artimañas.

—¡Ah! —sonrió Aquino fríamente—. Pues tendrá que apurarse, porque a Julián se lo llevarán los lobos.

—¿Lobos, lobos? ¿Qué… qué…? —tartajeó el cura—. No hay lobos en estas putas Américas, hasta donde sé.

—Es que por aquí los lobos andan en dos patas —le hizo saber el mayordomo. Se calzó el sombrero, acomodó el rebenque bajo el brazo y lo saludó diciéndole:

—Para que aprecie la buena voluntad que traíamos, aquí Rosendo le dejará un chifle de vino. Se tocó el ala del sombrero, y mientras se alejaban, murmuró, lleno de ofuscación, al hachero:

—Que no se te escape una palabra sobre el casamiento de Eleuteria. Doña Sebastiana jamás debe saber que sobre sus martirios, ha sido además manceba del que le impusieron por esposo. Y conteniendo el galope, señaló hacia el monte, venga; vamos a tirarnos un rato a la sombra. Tengo que pensar sobre esto —y a tiempo que ataba la mula a un quebrachito, murmuró: regresaré a hablar con él. El vino lo volverá más razonable.

Se quedaron quietos y hasta se diría que ocultos en el monte, fumando un poco de tabaco en chala. Al mediodía, el valle ubicado más arriba de la cañada de la Pampa Grande tenía la placidez de las tierras en soledad.

Se tendieron a la sombra; a corrida de perro podían ver la espadaña coronada por una liviana cruz de hierro y, por debajo, las dos campanas.

La capilla había sido construida en el siglo XVII, y ya estaba allí cuando el padre de don Julián compró parte del campo —heredad de los Cornejo— a una de sus descendientes apellidada Argüello. Aun siendo privada, terminó usándose como pública por la necesidad de los lugareños y la buena voluntad de Ordóñez, que pronto solicitó a la autoridad eclesiástica el patronato y la mayordomía de la capilla, que estaba bajo la advocación de la Virgen del Pilar. Un obispo, atendiendo su solicitud, lo nombró «patrón… para que se le guarden todos los privilegios y exenciones», pero sin extender aquella prerrogativa a sus descendientes.

Muerto don Jerónimo, nuevamente sin patronazgo la capilla, el padre Balboa, por un raro olvido de sus superiores, continuó en la región dispensando los sacramentos y regresando a su Pilanca; aunque caía frecuentemente en el vicio de la bebida y del juego, era su sincero devoto.

Rosendo, de mejor oído que Aquino, se enderezó lentamente, siempre en cuclillas. En el río ancho que temblaba de mica, el sonido de un paso cauteloso al tocar alguna de las piedras se mezcló con el correr adormecido del agua que se tendía sobre los bancos de arena. Pero sólo era una corzuela inquieta que movía las atentas orejas como veletas mientras aplacaba la sed.

Nadie pasó por las cercanías. Nadie que pudiera decir que los había visto.

Varios días después, al inicio del atardecer, Lope de Soto llegó a Santa Olalla con sus hombres y el infaltable estudiante.

Don Julián andaba por la casa con el difuso pensamiento de introducirse en la habitación de Sebastiana, doblegar físicamente a la joven y conseguir algo de dinero. Al saludar al maestre de campo, lo invitó, junto con sus hombres, a hacer posada en la casa, confiando en que Sebastiana no se atrevería a desafiar su autoridad marital frente a extraños.

Aquino, intuyendo sus manejos, buscó un machete, le dio una afilada y se lo entregó a Carmela.

—Dáselo al ama; dile que lo tenga a mano; anda un perro rabioso y no sea que se presente de noche. Tú y las otras duerman bajo tranca —le advirtió.

A la hora de la cena, con el pretexto de que se sentía indispuesta, Sebastiana no bajó a hacer los honores de la mesa. Al malestar que le producía su esposo se sumaba que no quería ver al maestre de campo, ni contestar sobre la muerte de su madre, que tendría a Soto apenado además de sorprendido. No deseaba fingir dolor por ella.

Don Julián, después de beber largamente, se mostró expansivo con los invitados, ordenando que prepararan los mejores cuartos de abajo para ellos. El final de la comida se precipitó cuando él volcó una copa y, al ponerse de pie con torpeza para esquivar el vino derramado, arrastró consigo el mantel rompiendo cristalería y fuentes, desparramando los restos de la comida por el suelo; como los perros se acercaron a atrapar algún bocado, los pateó haciéndolos aullar. El dogo de Eleuteria —que lo acompañaba a todas partes—, un animal atigrado y feroz, descendiente de los dogos españoles que el padre Las Casas atestiguaba se nutrían de carne indígena, salió de bajo la mesa y se lanzó sobre ellos, produciéndose una pelea atroz mientras Ordóñez los azuzaba entre exclamaciones y risotadas. Sebastiana, en su cama, se hizo un ovillo, cubriéndose los oídos y llorando a gritos bajo la almohada, rogando a San Francisco de Asís que protegiera a sus perros. El maestre de campo y sus oficiales, que no hubieran tenido semejante comportamiento ni en la peor de las tabernas de Valparaíso, quedaron mudos, observando el desastre. En cuanto pudieron se retiraron a sus habitaciones, pasando sobre los perros muertos o en agonía, maldiciendo porque se les habían manchado de sangre las botas y los pantalones.

Mientras Maderos acomodaba su ropa y sus armas, Soto preguntó, pensativo:

—¿Vivirá ella encerrada toda vez que él anda por la casa?

—O saldrá de noche, como las gatas.

—¿Qué quieres decir?

—Es mujer joven, ya está sana, es evidente que rehúye la compañía del marido. ¿No tendrá otro consuelo?

Soto pensó en Aquino. Al llegar, se lo había encontrado en el campo y ante su buena estampa supuso que sería uno de los Ordóñez, reputados de hidalgos. Maderos, que nunca dejaba de indagar, le advirtió que sólo era el menestral, hijo ilegítimo del genearca don Jerónimo Ordóñez, padre de don Julián. Sabiendo aquello, el maestre de campo le había preguntado con arrogancia:

—¿Está tu amo en casa?

—No tengo amo; soy español —había contestado el mayordomo con desabridez—. Y sí, están los dueños en la finca.

—Diles que el maestre de campo Lope de Soto, de paso para Boca del Sauce, está aquí con sus oficiales y solicita ser recibido.

Aquino lo envolvió en una mirada despectiva y rencorosa —el soldado era el enemigo natural del labriego—, dirigiéndose sin apuro hacia la casa.

«Cuarenta años, no más tendrá —recordó el maestre de campo, malhumorado por la sangre de los perros que le atiesaba las medias—; quizás hasta alguno menos». Y no debía esquivarle al trabajo más duro, ya que sus manos, sin ser toscas, eran fuertes. «Esos músculos, esa cintura sin grasa, no se mantienen contando huevos», recapacitó. Después de haber visto a don Julián, comprendió que los hados se habían regodeado en una broma perversa: mientras que el hijo legítimo parecía el más torpe y desagradable de los siervos, el espurio era apuesto y con buenas trazas de godo. El maestre de campo lo admiró porque, en vez de acentuar su señorío, el hombre prefería conservar la apariencia de quien era: aunque bastardo de un hidalgo, un asalariado por sí mismo.

Recordó lo que le había dicho Becerra. ¿También el mayordomo —tan falto como él de un nacimiento aceptable— sólo serviría para confortar a mal maridadas? Había creído ver una preocupación disimulada en la expresión impávida del otro cuando se acercó con una correa y una horqueta a separar la jauría; preocupación que lo había obligado a mirar hacia el piso alto, como si quisiera asegurarse de que la señora estuviera a salvo de tanta brutalidad.

Dando vueltas por la habitación, mientras enrollaba el cinturón alrededor de la daga, Maderos no necesitaba observarlo para saber lo que pensaba. Le satisfacía ver cómo, solamente con esbozar una idea, aquel hombre fuerte, seductor de mujeres, hermoso y más valiente de lo que él nunca sería e igualmente más sano, se sumía en hondas reflexiones. «Si llegara a casarse y mi ama me detestase, creo que podría convencerlo de que su mujer le es infiel y convertir en martirio la vida de ella». Era un pensamiento tranquilizador para un joven inteligente, que aborrecía el trabajo corporal y que no esperaba hacer un buen matrimonio. La certeza de terminar casado con una mujer sin dinero, sin educación, y hasta torpe, lo enardecía. «En fin, in extremis, me meteré a cura», pensaba cuando oyó el alboroto que armaba el dueño de casa por el piso alto, golpeando puertas y reclamando a gritos a su mujer. Decidió que esperaría para ir a buscar vino para el maestre de campo, que solía despabilarse al amanecer con un vaso de tinto caliente. La salida le daría motivo para entrar en el salón y hurtar algunas velas. Su patrón se las mezquinaba, quejándose del gasto que tenían en candelas, pues a Maderos le gustaba leer de noche. «Otro sí —caviló—, la maritornes vascona anda todavía dando vueltas. Mejor espero que se mande a dormir».

Dando fin a la ronda por la casa, por el gallinero, por los fogones y los patios, después de inquietar a Maderos y también a Ordóñez, que terminó tan encerrado como el otro, Rafaela se retiró a su pieza y se dedicó a coser un muñeco con trozos de ropa de don Julián. El relleno era de chala del colchón de éste y aunque no estaba a la vista, un corazón de pollo todavía sangraba en su interior. La mujer soltaba palabras como chasquidos mientras ponía cabellos sobre la cabeza del bulto, introduciéndolos con una aguja de ganchillo. Todas aquellas cosas las había hurtado de a poco, inspeccionando la cama donde dormía Ordóñez para conseguir unas hebras de pelo, apropiándose de prendas que el ebrio no echaría a faltar, recogiendo los cortes de las uñas, cuando alguna vez se las había cortado.

En el centro de la habitación, las llamas apaciguadas de un brasero azotaban sombras rojas y negras sobre las paredes y el techo. Concluido el trabajo, buscó un alfiler de cabeza y, tanteando el relleno, atravesó el corazón de pollo, sujetándolo a la chala. Lo bañó en chicha y luego de prolijarle la ropa y la cabellera, lo arrojó al fuego, del que se elevó un humo con resabios alcohólicos. De una escudilla que tenía sobre el regazo, esparció sobre él restos de comida dejados por don Julián.

A su lado, sobre un pellón, el perro preferido de Sebastiana yacía con los ojos abiertos llenos de estupor. El otro había muerto minutos antes, pero el pequeño resistía y Rafaela había conseguido adormecerlo pasándole la mano ante los ojos. Luego, con la calma del taumaturgo para quien la vida y la muerte son sólo acontecimientos semejantes —ambos hechos de confusión y dolor—, curó al animal y hasta consiguió coserle las peores heridas, ordenándole vivir.

Mientras el muñeco ardía pesadamente, levantó hacia las vigas el rostro cubierto con un pañuelo. Permaneció así unos segundos, moviendo la cabeza como quien asiente a un mandato. Afuera, oía a don Julián que cada tanto se asomaba a la galería y llamaba con chistidos a su perro.

Se quitó el pañuelo de la cara y fijó los ojos en el brasero a tiempo que lanzaba nuevos conjuros entre cabeceos y santiguadas. «Para que te hundas en el Infierno —decía en vascuence y entre dientes—. Para que Satanás, en su carro de fuego, te lleve con él».

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