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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (32 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Las honras fúnebres se llevaron a cabo con toda la tristeza que significó para la ciudad la pérdida de aquel hombre, y con la grandeza debida al que un día fue comisario de la Santa Cruzada.

Dejó sus bienes en orden, claros los testamentos, resguardados los legados, y fue enterrado, a su pedido, en la capilla del Convictorio de Monserrat.

El hermano campanero, feliz con la espadaña en ángulo y los cinco esquilones del Colegio, siempre quiso musicalizar con sus tañidos la graduación de los estudiantes. Pero debido al empeño del obispo por imponer la Universidad de los dominicos, ya iban para tres años que no se dispensaban los grados académicos en la de la Compañía.

Mientras el conflicto se dirimía ante Charcas y el rey, los rectores jesuitas continuaron excomulgados, los estudiantes sin sus títulos y el hermano campanero terminó tocando a duelo por el benefactor del Colegio Real.

Con Duarte y Quirós, desapareció el siglo XVII de la Córdoba del Tucumán.

Don Gualterio, al volver del recordatorio, se encerró en su biblioteca y revolvió hasta encontrar los versos que solían leer con el presbítero en sus tardes de tertulia. «Verdadera poesía tenía en el alma quien acertó a escribir sobre la soledad mística», había asentado el que les remitió los «Soliloquios de un alma a Dios», de sor Marcela de San Félix, y ellos dos así lo habían entendido.

El hidalgo, rodeado por la palabra de San Juan de la Cruz, de Fray Luis de León, de Santa Teresa de Jesús, lloró resignadamente la muerte del amigo.

Lope de Soto entró en Córdoba para primeros de marzo y mientras permitía que Maderos lo ayudara con los correajes, la ropa y las botas, pensaba en que iría al lupanar, descansaría unos días, encontraría motivo para salir a patrullar el valle de Paravachasca… y visitaría Santa Olalla. Quería encontrar sola a Sebastiana, sin la presencia de ninguna dueña, de ningún padre impidiéndole seducirla. Ni siquiera se planteaba que ella pudiera no gustar de él; si advertía alguna actitud esquiva, la achacaba al artificio femenino de atraer con la indiferencia. Sólo temía que la familia le impusiera a don Esteban.

Al volver de la calle con una vasija de vino y unas empanadas, Maderos comentó que la joven y su padre habían permanecido más de un mes en la hacienda de Becerra: don Marcio, que iba a reunirse con sus cofrades de San Francisco, se lo acababa de confirmar. «¿Así que de fundo nuevo?», preguntó el estudiante. «Mi sobrino está pensando en tomar estado», reconoció el caballero.

Soto comprendió que, a causa de sus obligadas ausencias, Becerra ganaba terreno lenta pero seguramente. Enardecido, volteó la mesa de algarrobo con todo lo que había encima y luego, con un rugido, puso patas arriba cuanto mueble encontró a mano.

Maderos se mantuvo apartado, pues las iras de su amo no eran para desdeñar. Tapándose los oídos se preguntó cómo calmarlo. «¿Y por qué no prometerle el oro de sus sueños —pensó—, si tengo el ‘ábrete sésamo’ de la voluntad de doña Sebastiana en mis manos?». La carta aquella, a buen resguardo, podía trocar los papeles de sacrificantes y sacrificados.

—Es cuestión de paciencia, señor —exclamó, refugiado al costado de un bargueño para esquivar el huracán de objetos que volaban a través de la habitación.

—¿Qué? —gritó Soto.

—Un poco de paciencia, señor; en algún momento doña Sebastiana volverá a Santa Olalla y usted podrá actuar a gusto.

El hombre se detuvo, pasándose las manos por la cabeza, aplastándose el cabello. Todavía respiraba con fuerza, pero mientras su ayudante corría por más vino, terminó de desahogarse pateando cuanto había volcado.

Recibió la damajuana y luego de un largo chorro en el garguero, se enjuagó la boca con él y preguntó a Maderos:

—¿Y si ya le ha dado a ese engreído palabra de desposorio?

—Tenga paciencia, señor, que yo encontraré la forma de unirlo a doña Sebastiana —repuso el joven. Después de una vacilación, sugirió—: Quizá debería vuesa merced planear algo más eficaz.

—¿Como matar al padre, a Becerra, al mayordomo, varios indios y a dos o tres curas? —se burló el otro, malhumorado.

Maderos no hacía ascos al asesinato —siempre que no tuviera que cometerlo él—, pero al calcular los inconvenientes, opinó con seriedad:

—Demasiadas muertes. No hay juez que las pase por alto. Yo pensaba en su vieja idea de raptarla… digo, sin hacerle ofensa.

Maese Lope se tironeó la barba.

—Tiene mirada de emperrada. Quizá nunca me perdone el insulto, y no quiero vivir en discordia con ella. Preferiría mantenerla feliz —reconoció con ingenuidad.

«Sí, feliz mientras consigáis vuestros deseos, a satisfacción de vuestra ambición. ¡Qué nos importa, a vos y a mí, que ella sea feliz!», se dijo con cinismo el estudiante. Y recordando la piel sin tacha, los senos pequeños, apenas marcados sobre el escote de la pechera que terminaba en punta, se deleitó en la idea de gozar de ella. Era tan delicada como una muñeca de porcelana, de esas que los oficiales españoles que volvían de Florencia traían para sus novias y hermanas, vestidas a la moda de la corte de Francia.

Un ahogo lo tomó, una especie de infatuación de lo que podía lograr. Miró de reojo el corpachón velludo y cruzado de cicatrices del maestre de campo y tuvo deseos de reír. ¡Tanta virilidad en esa máquina de guerra, y todos sus afanes no lograban que semejante muchachita lo tomara en cuenta! En cambio él, con su ingenio, iba a disfrutar de ella a discreción, aunque estuviera casada. Bueno, no a discreción, pero sí cada vez que se diera la oportunidad, cuando Soto saliera de putas o a peleas de gallos.

Mientras cortaba sobre la madera un trozo de costillar que olía de estar en la fiambrera, pensó en que, una vez unidos en matrimonio, debía plantar en su patrón alguna duda, de manera que lo dejara a vigilarla en vez de llevarlo por esos andurriales peligrosos, lejos de los libros y las aulas.

—Si su señoría no me necesita esta noche, aprovecharé para visitar a un condiscípulo que me enseña latín.

—¿Y quién te paga esos lujos? ¿Alguna viuda? —se burló Soto.

«Y tan así», pensó Maderos disputando a los perros las empanadas que habían cruzado los aires. Mientras les soplaba el polvo, se rió.

—Salvador lo hace por amistad. Yo le correspondo enseñándole el arte de maestría mayor.

La verdad era que Sebastiana le daba dinero para pagarle a Salvador —que con eso ayudaba a sus tíos— como le daba —con vueltas y demoras— para otras cosas. Él se mantenía tranquilo, punzándola de vez en cuando, pues decía a favor de la joven que jamás le hiciera faltar las velas. Aun ausente, todos los viernes Dídima, la vieja que empleaban de criada, le llevaba una gruesa de cirios de las monjas.

Lleno el estómago, flotando en vino el cerebro, Soto, después de indicarle que fuera a buscar su correspondencia a lo de don Marcio, se dejó caer sobre el gran lecho de cortinas.

Maderos lo creía ya dormido cuando preguntó con la lengua trabada por el cansancio, el sueño y el vino:

—Eso de ma… maestría mayor, ¿a qué arte se refiere?

—Es un artificio rítmico que usaban los antiguos versificadores; consiste en repetir las mismas consonantes en todas las estrofas de una composición, lo cual es más difícil de lo que parece.

El «¡Bah!» con que lo despidió su amo compendió lo que el hombre pensaba de aquellos afanes. Maderos, después de cubrirlo con un lienzo para que las moscas no abusaran de él, se acicaló y se dirigió a lo de Núñez del Prado.

Aprovechándose del carácter apático del licenciado, el joven había conseguido que se interesara por el trámite de su limpieza de sangre, que lo presentara a sus maestros y le encargara pequeños mandados. Aunque le pagaba con monedas, era un buen negocio: le daba la oportunidad de relacionarse con los comerciantes, y reconociéndolo como el auxiliar del señor, le entregaban mercadería que el caballero pagaba después a vista de comprobante. De aquel arreglo Maderos sisaba —con discreción— cera, pluma, tinta, arenilla y papel.

Cuando llegó a la casa de los Osorio —la madre de don Marcio había sido una Osorio—, cercana al templo de San Francisco, un negro anciano y tembleque lo hizo pasar a la pieza polvorienta, mal iluminada por los vidrios sucios de las ventanas que daban a la calle.

El notario vivía solo después del fallecimiento de su madre, dolido de su orfandad como si fuera un niño y acompañado por el viejo que le hacía de ayuda de cámara —un negro dotado para la música, que sabía tocar el violín— y una mujer que había sido criada por doña María Purísima Osorio, difunta madre de don Marcio.

La mujer —Cupertina— había concebido esperanzas de maridar con él, y al no conseguir nada —o por la naturaleza del caballero o por la mirada de halcón y lengua de aguijón de doña Mariquena, su hermana—, se vengaba espantando con el maltrato y el hambre a las muchachitas que ésta quería imponerle como ayudantes, enredándose en discusiones con el negro y dejando que se enseñoreara la mugre por todas partes.

Don Marcio estaba sentado detrás del escritorio y preocupado por la indemnidad de los documentos de sus clientes; al entrar Maderos, buscó la llave —que siempre llevaba sobre su persona— y después de atar los papeles con cinta azul, los puso bajo cerradura.

Usaba diferentes colores para facilitar el reconocimiento rápido del cliente; Maderos sabía que a los suyos correspondía el amarillo.

Maderos le preguntó por sus trámites y se despidió después de preguntarle si no necesitaba de él.

Mientras caminaba hacia lo de Salvador, vio venir por la vereda del frente a las sobrinas de don Esteban custodiadas por la negra mayor de doña Saturnina; como si no las hubiese notado, cruzó la calle y se detuvo en la tienda de ultramarinos, para ponerse en marcha en cuanto se acercaron a él.

Aprovechando que la guardiana no era tan severa, saludó cortesanamente, sosteniendo la mirada de Eudora. Como el lobo, ya había separado del rebaño a la elegida, y por alguna ocurrencia, la jovencita parecía interesarse en él.

Varios metros después se volvió, caminando de espaldas, para observarla: Eudora había hecho lo mismo a pesar de las recriminaciones de sus hermanas.

«Tampoco van mal las cosas por este frente», reflexionó el estudiante. Eudora no era la más linda ni la más inteligente de las niñas, pero sí la más seducible y, barruntaba, la más gobernable. Ya había conseguido la promesa de un encuentro secreto. También en ese punto tendría que ayudarlo doña Sebastiana; haría, después de todo, un buen casamiento.

Al tiempo que entraba en la casa de su amigo, se sintió lleno de esa satisfacción que dan las cosas logradas por el propio ingenio.

La criadita mulata de los López lo hizo pasar a una habitación donde la familia trabajaba ribeteando pañuelos de crespón negro, armando lazos de terciopelo morado, tiñendo zapatos y fileteando tarjetas de duelo.

Maderos siempre los encontraba contentos, haciéndose bromas o citando refranes. Una de las primas de Salvador le sonrió; se llamaba Graciana, era bonita y perspicaz, y hubiera merecido, por su inteligencia, que se le brindaran mayores estudios. Maderos pensó en ofrecerse a enseñarle, pero temió verse comprometido; la chica le gustaba demasiado y era la única mujer por la que no tenía un pensamiento cínico o burlón.

Salvador se puso de pie y se retiraron a una mesa reservada para estudiar. Cuando sacaron los libros, el ayudante del maestre de campo preguntó:

—Si alguna vez me pasa algo, ¿te encargarás de que la carta que te di llegue a destino?

—No te aflijas; las promesas son deudas —aseguró el otro.

—Dios te bendiga, buen amigo —murmuró Maderos.

Al volverse, vio que Graciana les traía una infusión de cascarilla; colocó la bandeja con los jarros en la mesa y luego les alcanzó el servicio de escritura.

«Lástima que no tengan dinero —se dolió el joven—, porque siendo el caso, yo la elegiría por esposa». Tanto le atraía, que más de una vez olvidó a Eudora y su fortuna, y pensó en exprimir a Sebastiana hasta el día de su muerte con tal de casarse con la prima de su amigo.

Una vez en la ciudad, Sebastiana fue volviendo al «trato de gentes», como definía su tía la vida social.

Entre tantas visitas, se acercaban las viudas de vivos, así nombradas porque hacía años que sus maridos estaban ausentes —en el Perú, en el Reino de Chile o en la mismísima corte de España—, que llevaban a Sebastiana, por discreta y reservada, las cartas de los viajeros para que se las leyera. Y como tenía el don de la escritura, muchas pedían que las contestara, pues ponía «hermosos sentimientos» en la correspondencia.

A caballo entre dos meses, llegó el carnaval, con desmande de enmascarados, con vejigas y «alcancías» de barro rellenas con agua perfumada, de negros alborotados, de estudiantes disfrazados inventando bribonadas para molestar a los que no gozaban de su aprecio.

El placer cortés de arrojarse flores, granos de anís, cascarilla de canela y perfumes iba dando paso a otra costumbre más grosera que indignaba a muchos: pelotazos, huevos malolientes y duraznos eran lanzados a la cabeza y a la cara, produciendo chichones, ojos negros y moraduras en el resto del cuerpo.

Aquel año, la batalla del carnaval no se libró con demasiada agua, puesto que faltaba, supliéndosela con harina, barro y otras inconveniencias.

A la par que las señoras se escandalizaban, los franciscanos se dedicaron a recoger indios ebrios hasta la inconsciencia y desde los púlpitos cayeron censuras y reconvenciones.

El obispo Mercadillo amenazó al espíritu con el Infierno, al cuerpo con la cárcel y a la bolsa con fuertes multas mientras aseguraba desde el púlpito que Córdoba era una de las ciudades con peor comportamiento que él había conocido.

Alguien le devolvió la atención —en letrillas anónimas— refrescando el incidente que enfrentó al mitrado con el Consejo de Indias, cuando sacó «de algún lugar de la Mancha ciertas mujeres» —según el gobernador Zamudio—, a las que llevó al puerto con la intención de introducirlas en América como parientas suyas. El Consejo desconfió y les negó el visado para el Nuevo Mundo a pesar del berrinche de Su Ilustrísima.

Otra de las letrillas decía:

¿Quién con canónico celo

brinda amparo a las mulatas

y se procura horas gratas

prometiéndoles consuelo?

¿Quién caza viudas al vuelo

y las confiesa en su altillo?

Mercadillo.

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