El jardín de los venenos (39 page)

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Authors: Cristina Bajo

BOOK: El jardín de los venenos
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Recordó lo que le había dicho doña Saturnina: que era sobrino de los López, no hijo nacido de ellos, como algunos suponían. Que su madre era hermana de Felicidad Espejo, de antiguas familias de Córdoba venidas a menos; que Felicidad habíase casado, por amor, en contra de su familia, con Bienvenido López, pero que la madre de Salvador había hecho matrimonio con don Pedro de Villalba, en quien se agotó la menguada fortuna familiar.

Ambos habían muerto ahogados en una de las salidas de cauce de la Cañada. Ante la ausencia de otros familiares, los López se habían hecho cargo del niño y su buen natural procuró al joven una familia afectuosa y la posibilidad de estudiar, como deseaba su padre.

Entrado mayo, Salvador iba tres veces por semana a dar clases a Sebastiana.

Ella había pensado en pedirle que reforzara sus conocimientos de latín sobre botánica, pero el instinto del peligro la obligó a callar, aceptando el latín de las devociones, que el joven creía era el que le interesaba.

La presencia de don Gualterio daba seriedad a las clases y a las relaciones de ambos, y con pequeños actos que no la comprometían, ella consiguió ganarse la confianza de su maestro.

Un día, sin que ella sacara a cuento el nombre de Maderos, Salvador le habló de él y de la amistad que sostenían.

—Es un alma atormentada —le confesó—; mucho ha sufrido, pues siendo de óptima familia, por quebrantos económicos se vio impulsado a venir a América y abandonar a medias sus estudios. Digo a medias, porque es admirable el empeño que pone en continuarlos, a pesar de que el maestre de campo no le facilita las cosas. Es hombre que no aprecia los estudios, aunque ahora se muestra más sensible, pues le ha aumentado el salario.

—¿Tiene familiares en América? —preguntó Sebastiana y, sin querer, dio con la respuesta que despejaría sus dudas.

—No; en España tiene la madre, los abuelos y varios hermanos menores. Les manda cuanto dinero puede. —Y haciendo una pausa, comentó—: Su mayor preocupación es la de morir en estas tierras, que ellos no se enteren y crean así que los ha abandonado. Por eso me ha dejado una carta dirigida a su madre, con algo de dinero, que debo remitir a España, a Valladolid, en caso de que le pase algo. Todos los meses, además de lo que habitualmente les remite, ahorra unas monedas que adjunta al sobre.

—Es una ponderable manera de velar por los suyos.

—Tiene la ilusión de hacer algo de dinero para poder traerlos a reunirse con él —dijo el joven y calló, quizá sintiendo que había hablado demasiado.

Sebastiana dejó también el tema. Aunque tranquilizada, no iba a confiar plenamente en que aquella carta no fuera una amenaza para ella. Por el momento, sólo le quedaba reafirmar, dentro de lo admisible, el vínculo de respetuosa amistad, de maestro-alumna, que había nacido entre ellos. Cuando Maderos muriera, él tenía que confiar en ella hasta el punto de entregarle el sobre, pues ahora comprendía que, si tomaba la vida del ayudante de Soto, tenía que tomar sobre sí la manutención de su familia. Hasta el día de su muerte, y aun más allá.

Poco después, Maderos le mandó una nota diciéndole que fuera a la casa del maestre de campo, aclarándole que no llevara compañía.

Al parecer, aquélla era la noche en que Lope de Soto y sus hombres se amanecían jugando naipes en los portales de Valladares, y Sebastiana comprendió de inmediato los designios del estudiante: seguramente pretendía forzarla a mantener relaciones carnales, más distendido y cómodo que en un zaguán donde alguien podía interrumpirlo.

La noche anterior se sintió en un estado de inquietud desesperada: no deseaba matar. Pero al llegar la carta, comprendió que no tenía manera de defenderse de él, decidido como estaba a cumplir en ella sus propósitos y aliviar así sus resentimientos.

Si se empeñaba en contradecirlo, era probable que Maderos decidiese entregarla a la justicia. El temor de ella no era meramente por lo sucedido a don Julián: era la intuición de que Maderos sabía algo del envenenamiento de su madre. Briones, el barbero que había puesto nombre al mal que había matado a doña Alda, le había comentado a Rafaela que el bachiller lo interrogó varias veces sobre esa muerte. «Seguramente el famoso maestre no se consuela de que se le haya volado la paloma de las manos», había comentado a ésta, porque, como varios, no ignoraba la relación que lo unía a la muerta.

Sebastiana comprendió que tenía que terminar con él antes que descubriese que la carta había desaparecido y volviera a escribir otra acusación, quizás ampliada al tema de la muerte de su madre, ocupándose de que esta vez el papel fuera más difícil de encontrar.

«No tengo salida», se dijo, y tomando la pluma le contestó que no se sentía bien, que esperara unos días. Como también le pedía dinero, le adjuntó tres monedas y una porción exigua de velas, prometiéndole cumplir con el pedido dos días después.

La misiva, tal como las otras, estaba redactada en un estilo que no delataba si era hombre o mujer quien escribía, ni de qué negocio se trataba. Siempre había tomado la prevención de escribirlas con la mano izquierda para disimular su letra.

De las confesiones

… Aquel verano pasé muy poco tiempo en Santa Olalla, pues temía estar sola en mi propiedad si el maestre andaba recorriendo la región. Me inquietaba la idea de que fuera capaz de hacerme alguna violencia en los momentos en que Aquino y los demás trabajaban en el campo y nosotras, las mujeres, en la casa y desvalidas.

Soto tenía una vena malvada que lo privaba de remordimientos, que lo volvía invulnerable en la ambición. No me desvelaban sus pretensiones de casarse conmigo, pues despertaban el deseo y la justificación de matar.

Maderos era otra cosa. Corto de estatura y menguado de cuerpo, caminaba siempre varios pasos detrás de su amo; tenía los ojos encendidos del que vive hambreado —no sólo de alimentos— y las orejas paradas y el aire furtivo del inquisidor en vigilia. Emparentaba con los animales que cazan en el primer crepúsculo y en el último. Tenía la naturaleza del chacal.

Él en sí no me infundía miedo, porque nada hay más fuerte, más eficaz, más inesperado y elusivo que el tósigo. Emperadores, estadistas, reyes y papas, los Príncipes del Orbe han doblegado sus cabezas ante él.

En verdad, no temía a ese muchacho poco mayor que yo, pero sí a la carta con que me amenazaba. ¿Un letrado? ¿Había dicho un letrado? No lo recordaba y no podía preguntárselo. Sin embargo, ¿qué letrado, en Córdoba, atendería los asuntos del criado de un militar sin linaje? Seguramente existía esa carta, pero no estaría en la caja de un notario y yo debía dar con ella antes de prepararme a enfrentarlo.

Bien podía soportar la prepotencia del primero, bien podía aguantar la artera inteligencia del bachiller. Ellos no lo sabían, pero en mis manos estaba la facultad de dejarlos vivir mientras se limitaran sólo a molestarme, o de eliminarlos en cuanto quisieran pasar de las amenazas a los actos, pues yo, ineludiblemente y mientras ambos caminaban en la oscuridad de la ignorancia, era dueña de sus muertes…

29. Del lirio cárdeno y del ámbar

«Todo hombre siente dentro de su ser una voz que a cada momento le está diciendo: ¡Adelante! ¡Arriba! Pero no ha acertado aún a descubrir hacia dónde está ese arriba, ese adelante, hacia qué dirección debe caminar, porque en el mundo moral, como en el mundo físico, todo lo que descubre la inteligencia limitada del hombre es relativo; todo depende del punto en el que uno se haya situado».

Fray Buenaventura Oro

El espíritu de la enseñanza en la época colonial

Córdoba del Tucumán

Tiempo de Pentecostés

Otoño de 1703

Maderos estaba inquieto desde que Salvador iba a lo de los Zúñiga. Últimamente, habiéndose granjeado la confianza de don Gualterio, su amigo se ocupaba también de hacerle a éste de escribiente.

Para mayor inquietud, Salvador hablaba bien de Sebastiana y de su padre, y por más que Maderos lo punzaba con sus preguntas, el joven no atinaba a entender qué inquietaba a éste.

A veces, leyendo en el alma de su compañero como a través de un velo, Salvador se dolía de verlo tan desgraciado en su resentimiento, tan enamorado de Graciana y tan decidido a casarse con otra —a la que no amaba— para prosperar. Nadie de la familia de Eudora se daba cuenta, pero Maderos avanzaba lenta aunque firmemente hacia su objetivo. Después de conseguir que una de las esclavas de la familia llevara y trajera las cartas de ambos, habían tenido varios encuentros secretos.

A Salvador le preocupaba la manipulación de una joven ingenua y el temor a que la metiera en problemas que la desgraciaran ante la sociedad. Por otra parte, no era menor preocupación el origen del dinero con que Maderos pagaba a la criada, se vestía mejor e iba adquiriendo ciertos gustos correspondientes a mejores caudales. Habiendo compartido con el maestre de campo algunos juegos de billar, sabía que no era éste de natural dispendioso, que no salían de su bolsa las monedas que pagaban todo aquello.

—Pero ¿te habla de mí, te hace preguntas? —insistía Maderos cada vez que se enteraba de que el muchacho venía de lo de Zúñiga.

—Nunca —respondía Salvador, pues siempre que hablaron con doña Sebastiana de Maderos, era él quien había sacado la conversación.

—¿Qué diablos se traerá entre manos? —murmuró aquella mañana en que, dispuesto a presionar a la joven, le había mandado recado para que se encontraran esa noche.

Salvador, dolido, le contestó:

—Hablas como si se estuviera burlando de mí, como si me hubiera contratado por caridad. ¿No has pensado que simplemente ella quiere refrescar su latín? Es estudiosa y lectora, cosa rara entre las mujeres. Una monja la inició en el latín: sor Sofronia, que entendía mucho de hierbas. Supo curar muy bien a mi madre.

Maderos, mientras recorría la habitación con sus pasos desmañados, no le prestó oídos. Desde que había encontrado a Sebastiana en las Teresas vivía alarmado; le era imposible olvidar la mirada que ella le dispensó sobre la cabeza de Graciana: era como si la joven hubiera decidido pasar de víctima a victimario.

El nerviosismo lo hizo volver a lo del maestre de campo. Al entrar en su pieza, se encontró con que le habían dejado un envoltorio sobre la almohada. «Pero ¿cómo se atreve esa Dídima a meterse en mi cuarto?», se molestó al abrirlo y leer la nota en que doña Sebastiana nuevamente eludía el encuentro. El escrito finalizaba con un pedido de clemencia, instándolo, desesperada, a que acabara con la servidumbre que le había impuesto. Como prenda de paz, le rogaba que le devolviera las velas y las monedas.

Maderos se sonrió, complacido, al notar que el escrito era una obra de hermetismo para quien no supiera de qué se trataba: el tema era oscuro, la identidad, incógnita. Era agradable ver con qué inteligencia la joven encaraba las cosas.

Miró después lo que había en el envoltorio y se sintió aun más dispuesto a conformarse: le mandaba dos velas robustas, de las que abrían la oscuridad como si fueran candiles, y de un atractivo color azul: era indudable que trataba de apaciguarlo.

¿Y el dinero? Palpó la bolsa y sintió el peso y el sonido de metal.

Al volcar el contenido sobre la cama, encontró dos pesadas monedas de oro.

La alegría dio paso al recelo. ¿No trataría doña Sebastiana de incriminarlo como ladrón, y de ese modo conseguir que los jueces creyeran que todo lo que él decía de ella era por venganza? Tenía que sacar rápidamente el dinero de la casa, así que regresó a lo de Salvador y le pidió que guardara el oro junto con la carta para su madre.

Había comenzado a lloviznar y se mojó en el camino de vuelta. Se sentía desilusionado porque hacía varios días que Graciana no salía a saludarlo, sabiendo con certeza él que ella estaba en la casa, ella que él andaba por las salas. Una especie de inquietud le apretó el pecho.

Ya en su cuarto, mientras se secaba la cabeza y se mudaba de ropa, tocado en algún punto por la súplica de la joven, por el distanciamiento de Graciana, pensó por un instante en cambiar el curso de su existencia. Podía hurtar un capote a los oficiales y volver a casa de los López, decirle a Graciana que la amaba y atar así su destino al de aquella familia.

Se sentó sobre un banquillo, los hombros curvados, la cabeza gacha. Si hacía eso, debía enderezar muchas cosas de su vida, como renunciar a su casamiento con Eudora, a la posesión del cuerpo de Sebastiana, al dinero que de ella recibía. Quizá tuviera que trabajar en el oficio de los López, cosa que le repugnaba más que su actual trabajo: si bien hacía de sirviente, él se presentaba como amanuense del maestre de campo. Este era un oficio transitorio, pero del otro no había forma de librarse: sería por siempre el yerno del funebrero.

Volvió a pasarse, inquieto, el lienzo por el cuello. Como primer acto de redención, como quien firma el propósito de enmienda, podía devolver a Sebastiana las valiosas monedas, los cirios y la carta acusadora. Todo, como prenda de buena voluntad entre ellos y entre Dios. Podía, además…

Por un instante, su espíritu rozó la salvación, pero el resentimiento y la codicia se impusieron. Cegado por todo lo que pensaba obtener, fue hasta el arcón y tomó una prenda de abrigo, pues la noche estaba fría. Después buscó un brasero y lo encendió en la galería.

En la habitación, a la luz vacilante de las velas comunes, preparó la mesa para estudiar. Abrió un libro que había sustraído esa tarde de la librería de los jesuitas, sacó las hojas que robaba a su amo, los implementos de escritura —tinta, arenilla, pluma— que pagaba, sin saberlo, don Marcio, y después de haber avivado las brasas en el patio, al ver que ya estaban rojas, arrojó sobre ellas la nota de Sebastiana —como había hecho con todas—, entró el brasero y cerrando puerta y ventana, se dispuso a estudiar. Encendió uno de los cirios nuevos y apagó los restantes, pues aquél daba una luz muy viva.

Observó a su alrededor y comprendió que lo que más deseaba en la vida era lo que veía: un lugar que pudiera llamar suyo, tinta, calor, más libros, poder seguir estudiando toda su vida, la certeza de no caer más bajo, sino de ir hacia arriba, recuperando la posición perdida… y de ser posible, ganar algún escalón.

Se sintió casi feliz. Pensó que había tomado la decisión correcta: se casaría con Eudora. Obligaría a doña Sebastiana a convencer a la familia de que él provenía de una familia de cristianos viejos, caídos en desgracia porque el albacea que había dejado su padre a cargo de los bienes se había quedado con ellos. «Nunca fueron cuantiosos —reconoció—; pero vivíamos con dignidad y de acuerdo con nuestro rango».

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