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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (43 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—¡Maderos! —gritó, furioso porque el muchacho no había acudido al oírlo despertarse.

Con los codos sobre las rodillas, la cabeza gacha y apretándose los oídos con los puños, recordó súbitamente que no había ningún joven en la otra pieza, ni en el corredor desolado de aquella casa de hombres donde nadie se entretenía en cultivar una planta.

Tuvo la oscura certeza de no haber apreciado lo bastante al sinvergüenza, y también la desazón de encontrarse de pronto con los ojos vendados en una carretera desconocida, braceando entre sonidos ininteligibles.

«Tendré que buscar otro ayudante», pensó. Ya había hecho un intento con aquel amigo de Maderos, el tal Salvador. «¡Quién entiende a los de esta ciudad!», masculló librándose torpemente de la ropa de cama. El jesuita sí los comprendía; con gran acierto, cuando él dijo que mandaría por el amigo de su criado, le aconsejó enviarle una nota. Él lo pasó por alto y despachó a uno de los soldados con un mensaje verbal. El joven dijo estar muy ocupado, y no se presentó.

Recordando el consejo, y burlándose de aquellos remilgos de bachiller, hizo escribir por Iriarte una nota donde le pedía las señas de la familia de Maderos en España, ofreciéndole también que trabajara para él como criado y amanuense.

Salvador mandó las señas y le contestó, con una letra tan buena como la de su ayudante, que no podía aceptar el ofrecimiento. «¿Es que por aquí hasta los hijos de los funebreros se creen más que un maestre de campo?», razonó, confundido con el parentesco del joven con los López.

Se puso de pie pesadamente. «Allá él, con su cara de nazareno muerto de hambre. Ya encontraré a alguien».

Mientras se vestía, la inquietud que sentía por sus planes se agudizó. ¿Qué haría ahora con respecto a doña Sebastiana? ¿Sería el momento de actuar; debía soportar su esquivez, dejar correr el tiempo, arriesgarse a que ella decidiera, irremediablemente, desposar a Becerra? Tal posibilidad terminó de enfurecerlo.

Salió al corredor y, desnudo sobre las losas del patio, se echó sobre cabeza, hombros y pecho el agua de un balde que permanecía lleno sobre la tapa del aljibe.

Alguien le había advertido, la tarde anterior, que Becerra estaba en la ciudad. Evidentemente, antes de que aquel rival le sacara ventaja, tenía que tomar una decisión y actuar rápida y eficazmente.

Temblando de frío, sintiendo que el desánimo lo tomaba —aquel desánimo que Maderos sabía exorcizar con tres frases—, se dio cuenta de que doña Sebastiana era la primera mujer de su vida a la que tenía el acceso cortado, ya fuera mediante la seducción o la violencia.

Becerra escuchaba por centésima vez a su hermana detallándole el estado en que se hallaba Eudora, sus caprichos, sus llantos, su desmejoramiento, su apartamiento de las cosas que la divertían. Tampoco él alcanzaba a entender a qué se debía, aunque sospechó que quizás hubiera una historia de amor contrariado. Intentó la interrogación, pero la chica, siempre tan dócil a su cariño y a su guía, se mantuvo en la cama, vuelta de espaldas a él, dibujando con el índice signos abstrusos sobre la pared. Muda y desesperada.

Las cosas en la familia habían mejorado, aplacándose las aguas de la indignación por el matrimonio de Marcio y Cupertina. Doña Mariquena, sin embargo, se mostró contrariada porque Becerra obligó a sus hermanas a seguirlo hasta la casa de los Núñez del Prado, en visita de buena voluntad al matrimonio. Sebastiana, contenta con la idea, se unió a él, cosa que lo llenó de satisfacción.

En un momento en que la simpatía y la necesidad, ayudadas por el empeño de Rosario en componer las cosas, daban un aire de recuperados afectos, don Esteban se acercó a Sebastiana y sentándose a su lado le preguntó sobre la muerte de Maderos.

—Murió por haber aspirado aires venenosos —respondió ella.

—Era una mala persona —sentenció él—; ladronzuelo y fisgón, además de pretencioso.

—¿Merecía la muerte por alguno de esos defectos? —preguntó la joven, demudada.

—No, pero nos muestran los primeros peldaños de una escalera más alta —replicó él con seguridad—. Creo que, si no llegó a mayores perfidias, fue porque no tuvo la oportunidad. Si la hubiese tenido, la hubiera abrazado aun sabiendo que se ponía en peligro.

Y sin mirarla, preguntó como al pasar:

—¿Y qué hay del maestre de campo?

—Parece muy impresionado por su pérdida.

—¿Ese? —rió él—. No lo creo. Estará lamentando la falta de servidores.

—¿Es que las personas malas no tienen, de vez en cuando, buenos sentimientos? —murmuró Sebastiana, desflecando el mantón de seda que se había echado por los hombros.

—El problema es que sí los tienen, con lo cual nos llenan de remordimientos cuando pensamos o actuamos en contra de ellos. Pero que te consuele saber que los poseen en tan mínimo grado que no son relevantes para un juez terrenal, aunque lo sean para uno divino.

Enderezándose en el asiento e inclinándose hacia ella, sonrió.

—¿Qué hacemos aquí, perdiendo el tiempo en hablar de esos dos?

Ella esbozó una sonrisa y se echó hacia atrás en el sillón, lánguida y pensativa. Sus dedos, que no podían quedarse quietos, jugaban ahora con los rizos de su cabellera.

Don Esteban sintió que se le aceleraba el pulso al verla así, como abandonada a sus reflexiones. Pensó en lo que le había comentado Elvira, en la reacción inesperada de su sobrina y en las acusaciones que había lanzado sobre todos ellos, y se sintió avergonzado. La mayor sorpresa, sin embargo, fue que ella se hubiera abierto a reconocer sus penurias con Julián.

Se preguntó cuándo sería el momento de exponerle sus esperanzas. «Tengo que hablar de esto con el padre Thomas», recapacitó.

En la vieja torre del antiguo Monserrat, el padre Thomas Temple leía la vida de Santo Tomás Moro que había encontrado entre los nuevos libros llegados para la librería del Colegio.

En el alféizar derruido de la ventana había un plato con un trozo de queso de cabra, algo de pan y, a su lado, una vasija de vino de la estancia de Jesús María.

El viento casi frío le desordenaba el cabello y lo había obligado a echarse un poncho sobre los hombros. Era la hora del mediodía.

Ensimismado como estaba en la lectura, la vista baja y la espalda encorvada, algo sordo por la brisa insidiosa, se sobresaltó cuando su ojo captó una sombra que nubló la periferia de su visión. Se enderezó, volvió la cabeza, y se encontró con Isaías, que había subido tan silenciosamente que no oyó el sonido de sus pasos.

Se saludaron y el sacerdote le extendió el plato y el jarro de vino, que el otro aceptó, acuclillándose frente a él después de murmurar un permiso. Bebió y comió con buenas maneras, permaneciendo ambos en silencio por un rato, como ensimismados en el paisaje que se extendía abajo, con sus calles en damero y el paso de carretas y caballos que traían o sacaban insumos de la ciudad.

—La vela que vuesa mercé me hizo llegar no tiene nada raro, salvo el color.

—Sí; lo supuse. El maestre de campo había usado parte de ella, y no parecía enfermo. De todas maneras, ¿dónde puede obtenerse ese azul?

—De la planta de añil, o del ácido sulfúrico.

—Y esta vela, ¿ha sido hecha…?

—Con ácido sulfúrico. Aún se huele el azufre.

—¿Eso podría matar a alguien?

—Podría indisponer, no creo que matar. Claro que, si se le hubiera agregado algo más…

—¿Y la sal que noté en la otra para qué se usa?

—Hasta ahí no llega mi ciencia —respondió Isaías.

«Y si llegara, no me lo reconocerías», sospechó el padre Thomas, y volvió a preguntar:

—¿Dónde puede obtenerse ácido sulfúrico?

—En vuestra botica. En alguna pulpería, en todo lugar donde se haga o venda vino…

—¿Qué tiene que ver el vino con esto?

—Suele agregársele a los vinos averiados para darles mejor aspecto y disimular su sabor. Es dañino con el tiempo.

Isaías había dejado la entonación tosca que había usado en la primera entrevista y hablaba con una dicción clara y educada, aunque conservaba un dejo de las tierras peruanas.

«Qué extraña persona», pensó el médico. ¿Y de dónde sabría tanto?

Como si lo hubiera expresado en voz alta, Isaías dejó el jarro sobre el alféizar, se limpió los labios con el filo del dedo índice, y comentó:

—Fui criado por los jesuitas en el colegio de Santiago de Chuquisaca. El padre Bautista había salido a dar una extremaunción y al regresar se perdió. Me habían abandonado en el campo y me escuchó llorar; fue por mí y milagrosamente regresó en la oscuridad por el sendero que no pudo encontrar con la claridad. Me criaron en el convento.

Le contó que le enseñaron latín, números, escritura, botánica y algunas artes manuales. Un religioso que sabía mucho de alquimia lo tomó de alumno; cuando murió, se emancipó con la ayuda de la Compañía y se puso a trabajar en lo que había aprendido.

—De ahí vinieron mis problemas con el Santo Oficio —le aclaró—. Mis maestros consiguieron librarme de los cargos, pero me pareció conveniente marcharme. Así llegué a Córdoba.

Después de tan larga explicación, Isaías se puso de pie, dispuesto a marcharse.

—¿Cree posible que el bachiller haya sido envenenado? —le preguntó el médico, observándole detenidamente la expresión.

—Quizá, si hubiera un motivo muy poderoso de por medio. Pero hasta ahora, salvo su inquietud, no lo parece.

Y el hombre desapareció escaleras abajo tan silenciosamente como había subido, dejando al sacerdote inquieto, sin saber si había o no contestado a su pregunta.

De las confesiones

«… el envenenamiento a través de una vela es un método muy antiguo»; por él murió Nogaret, ministro del rey de Francia que mandó acabar con la Orden de los Templarios; lo leí en un libro que contaba la historia del Temple desde sus comienzos.

¿Cómo lo hicieron? Apenas si pude adivinar la fórmula en el libro de Kratevas, tan llena de términos que han desaparecido hace siglos. Pero por ese libro, mucho más antiguo, conseguí descifrar una muerte —la de Nogaret— llegada a mi conocimiento cuatrocientos años más tarde de sucedida. La conclusión que saqué fue que debía ser mediante el ácido sulfúrico producido por combustión, que puede evaporar efluvios mercuriales que intoxican al ser aspirados. Es casi una broma que muchos venenos deriven del mercurio y del azufre, reverenciados por los alquimistas y que rara vez faltan en una casa. ¡Y yo mandé comprar lo necesario con la vieja ebria, a través de Belarmina, en la tienda del obispo! Supongo que lo que conseguí decantar es la famosa «serpiente de Faraón», ignoro lo que eso sea, que solamente es mortal cuando arde. La preparación es muy simple: se prende el hornillo, se abre la vela en canal y se le echa adentro la sal que hemos obtenido mediante la combustión mezclada a la sal común, que es la que la fijará; luego se la cierra volviendo a fundir la superficie. Al encenderse, arde con llama del color del acónito, que luego muda al de la mostaza. A tal sublimado, purificado dos veces por el fuego, Kratevas describió como «nieve en extremo seca, cuyos átomos carecen de peso, tan cernida en su pureza que no tiene olor ni sabor». Y para mi tranquilidad, añadía: «Siendo ésta la forma del sigilo que conviene cuando se obra contra un príncipe y, muerto, conserva el señor toda su serenidad y gracia».

Así murió Maderos, como un príncipe, sin dolores mayores, sin escándalos, casi sin rastros. Seguramente se dejó fascinar por el color de la vela, sin saber que escondida en ese tono entraba la muerte en su casa.

La otra vela, la que no tenía veneno, la teñí con añil.

Hubiera preferido no matarlo, pero no me dejó alternativa. Como escribí en las páginas anteriores: mi vida hubiera sido indigna y miserable por el resto de mis días, o mientras él lo quisiera. Hasta último momento esperé que su amor por Graciana fuera más poderoso, y para provocarle una reacción, mandé a la hija de los López una misiva sin firma, advirtiéndole que él era sostenido por una viuda. Esperaba que ella reaccionara, obligándolo así a decidirse. Sé por Salvador que ella lo rehuyó varios días, que Maderos se mostró intrigado y luego inquieto. Si se hubiera sincerado con Graciana, por lo que sé de ella y de su familia, le habrían aconsejado bien. Si hubiese atendido mi súplica, me habría devuelto el instrumento de su condena. Pero vencieron en él la codicia y su mala índole. Era buena presa para la Muerte…

32. De la índole de la mentira

«Ante el Santísimo (para Corpus y su octavario)se hacían danzas, como era costumbre en Sevillael baile de los seises. También solían bailar gigantes: significan el júbilo y el culto que te dan delante del Señor y deben dar todas las naciones del orbe como a Señor de cielos y Tierra».

Ana María Martínez

Creencia y religiosidad en la Córdoba Virreinal. Aspectos sobresalientes

Córdoba del Tucumán

Tiempo después de Pentecostés

Fin del otoño de 1703

Muy poco después de la muerte del bachiller, los que rodeaban a Lope de Soto se dieron cuenta de que el maestre de campo iba cambiando rápidamente de carácter. Si bien seguía siendo uno de los mejores maestres de campo que Córdoba había tenido, en su vida social se volvió hosco, y producía en los otros la impresión de que estaba turbado por algo.

Su rostro, de facciones fuertes y atractivas, se veía ensombrecido por el malhumor y hasta por la ira: infligió a sus hombres castigos que, aunque no estaban prohibidos, hacía años que se habían dejado de aplicar por lo rigurosos. La dureza y la inclemencia que lo llevaron a ser quien era —y que Maderos, perspicaz, había moderado ante la sociedad— se pusieron en evidencia.

El más agudo de sus oficiales, Iriarte, fue quien captó el desasosiego que mostraba en cuanto entraban en la ciudad.

Parecía inquieto de que faltase algo en su ropa, en sus actitudes, y que por eso debía inventariar sus maneras, como siguiendo consejos a medias aprendidos.

El intento por disimular su lado oscuro se contradecía con la violencia que lo desquiciaba en cuanto alguien se oponía a él, en cuanto creía que tales o cuales palabras llevaban la intención de una crítica, ya fuera a su destreza bélica, a su persona o a su posición dentro de aquella sociedad cerrada y complicada, tan semejante y tan distinta de las que había conocido en otras partes de América.

Iriarte tomó sobre sí la tarea de sostenerlo en aquellas dificultades, y encontró que había en Soto un depósito suficiente de animalidad y de fiereza como para demostrar que seguía siendo el mejor de los jefes, y el más confiable en batalla, que era cuanto a él le interesaba.

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