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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (35 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—Para cortarle el amargor —dijo.

Don Gualterio, que venía de San Francisco, donde había tenido reunión de cofrades, se tentó:

—Hija, me apetecería un sorbito.

—Padre —respondió ella—, ya sabéis lo que ha aconsejado el hermano Montenegro. Mejor sería una tisana de hinojo asnal, que es muy refrescante. Yo misma la prepararé.

Aterrado sólo con que le recordaran sus indisposiciones, el hidalgo se dejó caer en un sillón y aceptó esperar alimentando a Brutus y al cachorrito de Sebastiana, que buscaba refugio sobre su pecho, con golosinas que guardaba en una caja.

El padre Cándido esperó que su amigo bebiera la tisana para retirarse. La joven lo acompañó hasta el zaguán, donde aquél se detuvo para decirle:

—Puédesme creer que nuestro obispo habla con el corazón cuando te aconseja casarte, querida niña, lo mismo que yo; sólo deseamos lo mejor para ti.

—Muchas cosas debo a entrambos; Dios es testigo —contestó ella con una inclinación, y se quedó en la vereda, viéndolo alejarse hacia el convento.

La semana comenzó con otra carta del maestre de campo, respetuosa, rendida y elocuente —indudablemente escrita por Maderos—, donde rogaba a Sebastiana que diera contestación a la demanda que por el respetable conducto del sacerdote había formulado. «Sufro de amores por vos, y temo no responder por mis actos. Soy un hombre de pasiones…».

La misiva no pudo ser entregada por el padre Cándido, que desde hacía días sufría de unos cólicos terribles, así que fue Maderos quien se la llevó, aprovechando el mandado para amenazarla sin usar de eufemismos.

—Urge resolver esto de una vez, pues mi amo está irritado —le espetó—. Y mejor que vuesa merced me tenga aplacado, porque podría pasar por alto mis intereses para contentar mi conciencia, que bastante me molesta.

Con la última palabra, su mano, trémula, se dirigió al pecho de ella y lo abarcó con torpeza.

Temblando de repugnancia, Sebastiana vio cómo se le extraviaba la mirada por el deseo, vio cómo una pompa de saliva le reventaba en la unión de los labios, cómo se llevaba la otra mano debajo del cinturón.

Apoyando la espalda en la pared, sosteniéndose con las palmas para mantenerse erguida, pues el miedo y la humillación le volvían de algodón las rodillas, cerró los ojos y pensó: «Debo soportar. Esto no durará más que un momento. Él se irá y quedaré nuevamente en paz, libre, sola, a salvo de todos ellos». Que eran, en definitiva, las palabras que solía decirse cuando don Julián se aparecía borracho en su dormitorio.

Oyó que la respiración de Maderos se tranquilizaba, que se apartaba de ella para de inmediato exigir con la voz temblorosa de excitación, pero con el tono del jactancioso:

—¿No lleva dinero sobre su persona? ¿Quizás en el escote? Tal vez bajo las faldas… —la palpó.

—Más a la tarde le mandaré lo que pueda —se apartó ella.

—Estaré en la taberna del obispo.

Abrió la puerta y antes de pisar la calle, le advirtió:

—Y no sea mezquina. Hoy quiero ir de putas para celebrar nuestro acuerdo.

Salió de la casa esquivándole la mirada; se sentía demasiado eufórico para empañar esa sensación con aquel indefinible temor que le provocaban, en ocasiones, sus ojos. Sentía por la joven lo que nunca llegaría a sentir por Graciana. Era una perversa atracción, que fluctuaba entre el resentimiento y el deseo, más enceguecedora que cualquier otra pasión.

Sebastiana se sentó en el poyo, la mano sobre el pecho mancillado, y se atoró en sollozos.

Cuando Porita fue a encender los faroles, se pegó un susto al encontrársela en la oscuridad. La joven se incorporó mientras le ordenaba:

—Dile a Rafaela que vaya a mi dormitorio.

Se encerró en su pieza como si pasadores, llaves y goznes pudieran protegerla de sus verdugos.

Esa noche se desveló pensando a qué nueva coacción apelarían para someterla.

Gracias a que el maestre de campo salió a reprimir un brote de malones en la frontera sur, Sebastiana pudo conseguir una quincena de gracia, pues incluso Maderos tuvo que dejar la ciudad para acompañar a su amo.

Becerra observó la salida, por la calle Ancha de Santo Domingo —la de la acequia madre—, de la tropa del maestre de campo. Aún no le había devuelto la capa, indeciso entre dejarse llevar por lo que sospechaba o esperar a tener más pruebas, como aconsejaba el padre Thomas.

Lope de Soto lo miró desde arriba del caballo, una figura poderosa e imponente. Sus ojos traslucían una mezcla de odio e impaciencia, pero al saludarlo con un gesto, se mostró confiado, como si los días de don Esteban estuvieran contados y él fuese quien administraba la cuenta.

Becerra prefirió darle la espalda; su mal carácter, que rara vez mostraba, le descompaginó el ánimo. El deseo de vengarse de aquel hombre que había querido matarlo por la espalda era tan fuerte que dio gracias a Dios de que dejara la ciudad. «Si voy a parar a la cárcel, no podré protegerla». Cuidar de Sebastiana, no dejarla librada al capricho de otros, se había convertido en el fundamento de su vida.

26. De la materia del hechizo y del hechizo

«Amparados en las sombras, reverenciando animales nocturnos, solitarios, silenciosos, esquivos, carentes de familia y de residencia fija, mixturando elementos heréticos y religiosos, urdidores y componedores de voluntades, huyendo de los ingenios y apurando a los crédulos, introduciéndose subrepticiamente en el arte de curar, rindiendo culto a las formas de la muerte, actuaron hechiceros, torteros, brujos, adivinos, agoreros…».

Marcela Aspell

De ángeles, sapos y totoras quemadas. Magia y derecho en la Córdoba del Tucumán

Córdoba del Tucumán

Vísperas del Domingo de Pasión

Otoño de 1703

Aquino llegó de Santa Olalla; había dejado a Rosendo al mando del campo y a Dolores de la casa. Quería internarse unos días en la Merced, prepararse para la Semana Santa y decidir qué hacer con su vida.

No pasó por lo de Zúñiga, aunque mandó una carta a Sebastiana anunciándole las disposiciones que había tomado.

No siempre los asuntos espirituales ocupaban sus meditaciones: la dueña de Santa Olalla, que le provocaba sentimientos inconciliables entre lo que quería su alma y lo que le pedía el cuerpo, era causa y consecuencia de esto.

Por el padre Cándido se enteró de las pretensiones —que ya intuía— del maestre de campo, por quien sentía rencor y desprecio. Odiaba la idea de que pudiera casarse con Sebastiana; sabía que Soto era tan intemperante como don Julián, aunque con más poder social, por el cargo que ostentaba y porque controlaba sus vicios. También tenía el maestre de campo más fuerza física que su hermano y una cabeza lúcida cuando se trataba de sus intereses.

Le asqueaba el pensar que aquel hombre licencioso pudiera casarse con la joven. Sabía por Rafaela que fue amante de doña Alda y que no tuvo empacho en planear la muerte de don Gualterio para casarse con ella. Un hombre así, apasionado por aquella loba en celo, sólo podía convertirse en otro verdugo para Sebastiana.

Y mientras en su celda, el libro abierto sobre la mesa, él acodado sobre el tablero, fingía leer a San Pablo, el padre Cándido, sentado a su frente, parloteaba amablemente sobre el trabajo que, por el bien de Sebastiana, se tomaba en convencerla de que aceptara a aquel hombre «de carácter, que podrá defenderla de las asechanzas del mundo».

«¿Y quién la protegerá de él?», se preguntaba Aquino con desesperación, deseando que el cura, el obispo, el maestre y todo el mundo la dejaran en paz para que pudiese llevar la vida que a ella se le antojara.

Lope de Soto regresó del Chaco dos días antes del Domingo de Pasión; asentados los partes y habiendo descansado, la víspera de aquel día decidió dar una vuelta por los templos, pensando en encontrar a Sebastiana.

La tarde estaba fresca y maldijo haber perdido la mejor de sus capas en el encuentro con Becerra. Al parecer, su rival no se había enterado de que le pertenecía a él; en otro caso, era un cobarde que no había sido capaz de provocarlo para dirimir de una vez la cuestión.

No halló a Sebastiana por ningún lado, aunque dio con doña Saturnina, que soberanamente lo ignoró cuando le dirigió una marcada reverencia; estaba en el monasterio de Santa Teresa con sus sobrinas y criadas, reunidas con otras señoras, de las llamadas «donadas», que se acogían al convento para amparo de sus personas y seguro de sus bienes, sin llegar a los votos.

El motivo de aquel cónclave era el cubrimiento de las imágenes con velos oscuros para simbolizar el dolor y la humillación de Jesús, obligado a esconderse de sus enemigos.

De malhumor porque no había conseguido encontrar a la joven, esa noche fue a cenar, con sus compañeros y otros españoles designados en los cuerpos de guerra, a los portales de Valladares.

Más tarde, con la discreción que imponían las prohibiciones de las reales pragmáticas, se trasladaron a una pieza apartada, no abierta a cualquiera, a jugar naipes y a conversar más abiertamente de política.

Allí se enteraron de que el gobernador Barahona, a imitación de Zamudio, escribía, ya al rey, ya a los de Charcas, para quejarse de los desafueros del obispo Mercadillo.

Sin que se supiera cuánto de verdad había en esas denuncias, se lo acusaba de que siempre compraba esclavas mujeres, de sus relaciones con una viuda de caudales, de que se tomaba libertades con las señoras y por eso no quería que se confesaran con los jesuitas. Se decía también que apoyaba a los esclavos y a los indios que huían de sus amos, protegiéndolos dentro del palacio, y que tenía de tal modo asustados a los corchetes con sus excomuniones, que aun andando los fugados alegremente por la calle, éstos no se atrevían a prenderlos.

—La dama de vuestros desvelos se ha internado en Santa Catalina, y el padre en la Compañía, para mejor llorar a Nuestro Señor. Así que, amigo mío, dudo de que la joven sea vista en los templos, encendiendo cirios o haciendo el Vía Crucis —dijo el capitán Francisco de Luján Medina, procurador de la ciudad.

Ya nadie ignoraba que Soto estaba encaprichado con Sebastiana de Zúñiga, y la noticia había trascendido los círculos de la milicia.

La gente lo miraba con dubitativo respeto. Su empeño en desposar, sin linaje ni fortuna que lo avalara, a una de las herederas más ricas y nobles de la ciudad —sólo doña Catalina, hija de Enrique de Ceballos Neto y Estrada, la superaba, aunque todavía no era púber—, unido a su carácter osado y agresivo, al respaldo que le daba el obispo y a su amistad con el gobernador, creaba alrededor de Lope de Soto una atmósfera enrarecida que los demás respiraban cautelosamente. No eran de desdeñar, en este embrollo, la malquistancia que llevaba con Becerra y el desprecio que el alférez real propietario, el mismísimo don Enrique de Ceballos Neto y Estrada —el más rico terrateniente—, le mostraba en las instancias públicas. Neto y Estrada había hecho saber que la hija de Zúñiga mejor estaría casada con su intachable amigo, don Esteban, que con un escudero salido «vaya a saberse de qué riñón espurio».

La Cuaresma había vuelto a enfrentar al procurador Francisco de Luján Medina con el obispo, que quería excomulgar a los que no guardaran abstinencia.

—¿Querrá que suceda lo que el año pasado? —se preguntó aquél, impaciente, deshaciéndose de unas cartas.

—No recuerdo el suceso —dijo Iriarte—; nosotros andábamos pacificando los esteros del norte.

—Fue tal la conmoción del pueblo ante el bando, que nos obligó a los cabildantes a llamar a una reunión para tratar el tema. En estas comarcas, las gentes de servicio apenas si comen otra cosa que carne, amén que no hay pez si no es dibujado, y las legumbres las vemos allá por las calendas. Así que sostengo, como hace un año, que Su Ilustrísima debe aclarar que quedan exceptuados de la prohibición enfermos, viejos, párvulos, preñadas, paridas que crían al pecho y varios casos más. —Y extendiendo la copa para que el muchachito que servía el vino se la llenara, aseguró—: Los obispos anteriores lo comprendieron, pero decirle eso a fray Manuel es como revolverle el puñal en la llaga: según él, todos ellos eran débiles o indiferentes al negocio de Dios.

—Es que don Manuel es tridentino a macha martillo —intervino Luis Izquierdo de Guadalupe, que ostentaba el cargo de escribano público.

—Habrá que leerle la cartilla todos los años, para estas fechas —suspiró Guerrero desajustándose el cinturón.

Lope de Soto guardó silencio. Había recordado que fue al volver de aquella correría por el Chaco que se encontró con que doña Alda había muerto. Maldijo interiormente los trabajos en que ahora se veía para seducir a una niña fría como agua de escarcha. Con Alda era otra cosa: ella le producía placer, le sorbía el seso, le permitía ufanarse de sí mismo, pues siendo una mujer de clase, se regocijaba en él. ¡Cuánto más fácil hubiese sido obtener lo que quería con la complicidad de la madre que con el consentimiento de la hija!

Todo estuvo brevemente a su alcance, y uno de esos imprevistos ataques de los nativos lo había obligado a salir de la ciudad. En su mente —obtusa para otra cosa que no fuera el arte de la guerra y el ejercicio de la ambición—, se decía: «Alda sería mejor amante, pero si pensamos con interés de marido, Sebastiana será mejor esposa». Luego, volvía a impacientarse: «No es posible que una chiquilla inexperta y hasta enclenque me ponga trabas. ¿Cómo hacerle entender que puedo cuidar de ella, satisfacer sus pasiones, despertar eso que llevan las mujeres adentro y que las hace balar como cabras en cuanto las toco? Maderos tiene razón: tendré que robarla. A grandes males, grandes remedios, decía mi capellán, así que esta vez no se salva de acostarse conmigo. Con su modosura, capaz convenza al obispo o a su padre de que no la he tocado, y quedo yo burlado y a lo mejor con algunas ordenanzas encima».

Abstraído en estas especulaciones, tuvo que ser apremiado para que mostrara su juego. Y molesto al ver que perdía la baza, cayó en la cuenta de que Sebastiana podía convencer a Su Ilustrísima de que la defendiera en su negativa a desposarlo: sólo hacía falta que se decidiera a darle las tierras prometidas por doña Alda.

El otro problema era Becerra. Lo había supuesto un hacendado tranquilo y poco ducho en la pelea, pero aun bebido, supo defenderse bien de su ataque. Quizá no fuera hueso tan desdeñable como había imaginado…

Sebastiana, en la misma pieza que le habían dado en su primera internación, no conseguía llamar al sueño. Boca arriba, la ventana abierta por donde el resplandor de las estrellas caía sobre su cofre y sobre el gato que en el pasado la había acompañado, respiraba lentamente, las manos cruzadas sobre la cintura, tratando de recordar los ejercicios para controlar el aliento que le había recomendado el padre Thomas; ejercicios, se suponía, que devolverían descanso al cuerpo y serenidad al espíritu.

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