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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (36 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Nerviosa, se volvió bruscamente sobre el costado izquierdo y enterró la cara en la almohada. ¿Qué sucedería cuando dejara el monasterio para volver a su casa? ¿Hasta dónde serían capaces de llegar Soto y Maderos por conseguir lo que deseaban? ¿Y por qué otra vez debía ella sufrir un matrimonio no deseado, el contacto degradante con un bachiller de mala muerte? ¿Por qué humillarse a la codicia, a pasiones que no podía entender ni consentir?

Se levantó a buscar un vaso de agua y pensó en la niña que fue como en una hermana menor, hacía tiempo enterrada. Bebió a grandes sorbos, ahogándose en cada trago. Esta vez no permitiría que la convirtieran en víctima.

Se mojó la cara y, alzando el aguamanil, salió al pequeño patio y primero una, luego la otra, lavó sus manos bajo el chorro, reservando algo del líquido por si le volvía la sed.

Inconsciente de aquel acto simbólico, dejó el aguamanil y se sentó sobre el poyo exterior, ordenando a su mente olvidar toda inquietud. La noche era un río que traspasaba su bata, su carne y su cerebro, y el suelo helado una creciente que le subía desde la planta de los pies hasta las costillas.

Recordó una respuesta que había dado su madre a doña Saturnina; habiéndole pedido su tía que albergara gente después que una lluvia torrencial inundó sus casas, doña Alda se negó. Y al preguntársele si creía ser una buena cristiana, respondió riéndose: «Lo soy… siempre que no se le exija demasiado a mi cristianismo». Quizá las circunstancias y estos hombres estaban exigiendo demasiado a su cristianismo…

«De todos modos —se dijo al entrar en el dormitorio—, no es el suplicio de Nuestro Señor tiempo adecuado para decidir cómo librarme de ellos».

Aquel pensamiento la calmó como si, durante un combate, le hubieran mostrado una bandera de tregua. Se cubrió con la manta y sintiendo el ronroneo del gato acomodado a sus pies, se durmió casi de inmediato.

Rafaela, «la vascona» para algunos, tenía ojos claros, brillantes, y una figura rotunda, donde le pesaban los pechos. Solía andar vestida con ropa sencilla pero de cierta calidad desde que había muerto doña Alda. Tenía en sí un algo que sugestionaba y aterraba a las pobres gentes, y un otro sensual y perturbador que sólo los más perspicaces advertían.

Pocas veces se la veía de día en la calle, aunque muchos aseguraban que solía vagar de noche por los terrenos de la fosa común, de la horca, o visitando viejas de la ranchería, todas sospechadas de brujas. Ella misma era tenida por una, y aunque se asentaron denuncias, nunca se le pudo probar nada. Jamás alardeaba de sus dotes ni amenazaba con sus poderes, pero su mirada era igualmente temida.

Aquella noche, mientras Soto y sus amigos se entretenían en el juego, ella salió de la casa de los Zúñiga y sin apresurarse recorrió el camino hacia el rancho de Isaías.

En el frío de la noche se cubría con una capa oscura que disimulaba su paso en la tiniebla; la capucha le ocultaba el rostro y salvo por la ausencia de criada, podía ser confundida con una viuda de calidad que iba a solicitar un hechizo de amor.

Cerca de la vivienda de Isaías se ocultó tras un algarrobo y observó. Ningún movimiento, ningún sonido llegó a preocuparla; la única señal de que allí vivía alguien era el parpadeo de luz que parecía agonizar y revivir entre las aberturas del adobe amarillento.

Aquel lugar estaba a medio camino entre el barrio de La Toma y el centro, dividido por el profundo e iracundo cañadón que desagotaba el agua de las sierras en el valle donde se asentaba la ciudad.

Allí vivía Isaías, mal llamado negro, en una tierra intermedia entre los indígenas que cuidaban de las acequias, los blancos que habitaban el centro y las rancherías de negros; era sitio adecuado para quien tenía sangre de las tres razas. Desdeñado por todas, ocupaba un lugar despreciable aun entre las llamadas «castas», viviendo en la contradicción de ser al mismo tiempo tan respetado y temido como Rafaela por su trato con las fuerzas ocultas.

El lugar parecía bullir de una vida secreta, donde animales nocturnos gañían, confidentes; donde apenas se percibía su paso sigiloso, y sus cacerías nocturnas eran un aleteo, un revuelo, un correr apresurado y un grito breve.

Isaías tenía patente de cerero. Fabricaba planchas de escribir usadas aún por ciertos religiosos y la tinta roja con que firmaban algunos funcionarios. Apartado de todo vecindario, sus candelas y cirios, sin embargo, eran los más vendidos de la ciudad, siendo famosa la fórmula —que reservaba para sí— de un encáustico con que protegía de la humedad la piedra, la madera y las paredes.

«Bien sea que aquí cultive su ciencia el Demonio —pensó Rafaela—, porque la cera es la materia de casi todos los hechizos».

Escondiéndose entre espinillos y matorrales, se acercó a la choza y espió por una grieta: del techo de totoras pendían velas de todos los tamaños y, sobre unas angostas tablas, se acomodaban barras de lacre y panes de cera roja, blanca o verde usada para sellar. Una bocanada de aire que olía fuertemente a betún le dio en la nariz y ella lo aspiró con gusto.

Isaías atizaba el fuego de un brasero, donde quemaba algo. Estaba acuclillado y su cuerpo nervudo daba la espalda a la entrada. Sobre los hombros, la melena se le encrespaba en caracoles negro-azulados como las uvas. No era áspera y prieta; a pesar de la negrura, tenía la docilidad del pelo de los blancos.

Al oír el roce del vestido en la jamba, se volvió con rapidez y vio a Rafaela. Una especie de ráfaga le tocó los ojos y se irguió lentamente.

Ella se adelantó y depositó una bolsita de buche de avestruz en la mesa. Las monedas sonaron.

Él gruñó bajando la cabeza taurina. Tendría unos cuarenta años; era nudoso como árbol retorcido y casi tan oscuro como la madera del algarrobo. Los huesos del rostro contribuían a darle un aspecto feroz, lo mismo que los párpados abultados y los dientes grandes, blanquísimos y fuertes. Rafaela se estremecía cada vez que los mostraba en una mueca inconsciente pero amedrentadora. No obstante, ella dominaba en aquel vínculo, pues Isaías sentía una pasión vesánica que lo esclavizaba a su voluntad.

A pesar de su fiereza, aquel hombre poseía una desconcertante seducción. Sus ayudantes aseguraban que oían gemir largo a las mujeres que se aventuraban en su guarida pensando obtener una pócima para hechizar a algún pretendiente atractivo en cuerpo o en fortuna. Decían que las embrujaba de tal forma que muchas volvían simplemente cuando él las llamaba con el pensamiento, porque estaba antojado de gozarlas.

Aun erguido, era más bajo que la mujer. Su mano, desproporcionadamente grande, tomó la de la mujer —blanca y carnosa— y corrió el camastro con el pie, dejando a la vista un foso con una escalera de troncos.

Más que sótano, era una especie de cueva, del largo de un hombre pero más baja que él. Con infinitas precauciones, ahí almacenaba misteriosos medicamentos: ceniza de serpiente o de cola de iguana, cabezas de sapo machacados, sesos de murciélagos, pelos de ahorcados, vello de rameras y toda clase de plantas para fabricar jarabes de amor o «quiebra voluntades». También ocultaba las armas que la legislación española no le permitía poseer.

Ni los esporádicos auxiliares —a quienes nunca dejaba solos en su vivienda— ni los asiduos visitantes habían dado con la entrada.

En la base de la escalera, único lugar donde podían estar de pie, atrajo a la mujer contra él, el cuerpo sacudido por un fuerte estremecimiento.

Rafaela, en tanto permitía que sus dedos afiebrados la recorrieran, le dijo:

—Debes hacer algo por mí.

Él había conseguido recostarla en el suelo. Había apartado las enaguas y luchaba por abrirle la parte superior del vestido. Ella lo dejaba hacer, sin colaborar pero sin resistirse. En el cubículo, estrecho como una tumba fresca que olía a tierra recién removida, el rostro hacia la bóveda y los ojos entornados, sentía los dedos de él, marcados por espinas, recorrer el interior de sus muslos.

Con el paso del tiempo, cada vez le resultaba más difícil mantenerse indiferente al empuje de aquel hombre; tenía la oscura conciencia de que no podía dejar que prevaleciera la voluntad de él sobre la suya, pues el poder se ejerce mediante la indiferencia por el placer, el destino y la suerte del otro.

—Lo haré, lo haré —asintió él lamiéndole el cuello desnudo y arremetiendo contra su vientre.

Rafaela se sostuvo de la maraña de músculos que eran sus hombros, cerró los párpados y se dejó llevar por el goce perverso de imaginar que era el Demonio quien la poseía, y que era ella quien doblegaba al Demonio.

Por aquel tiempo, el obispo Mercadillo había conseguido enemistarse con el gobernador, con el Cabildo, con las Teresas, con las Catalinas, con el maestrescuela don Diego Salguero de Cabrera; tenía sus disgustos con el arcediano Gabriel Ponce de León —otro religioso de legendario carácter— y continuaba querellando a jesuitas y franciscanos. Una nueva letrilla comenzó a rondar la ciudad:

"¿Quién con tesón de borrico

causa pesares y cuitas a clérigos y jesuitas

y ampara a los dominicos?

¿Quién tiene modos de mico

y procede como un pillo?

Mercadillo».

Don Dalmacio de Baracaldo mandó incautar las hojas desparramadas por la ciudad y fray Manuel amenazó desde el púlpito con tan arrebatada iracundia que tuvo un efecto contrario: los que hubieran decidido entregarlos por respeto, se contuvieron por temor a las «descomuniones».

Disgustados y agredidos, escribían al rey sobre el «incendio que había desatado» el primer obispo de Córdoba: en una sociedad tan devota, los feligreses veían sus devociones interferidas; en un territorio tan catequizado, mucha gente del campo vivía privada de los sacramentos, puesto que no había otras órdenes que las de la Compañía y San Francisco para asistirlas, y a éstas les estaba prohibido. Muchas familias sufrían, además, la aflicción de vivir en concubinato, pues Su Eminencia sostenía que los casamientos efectuados por ignacianos y seráficos, desde el momento en que estaban en conflicto con él, no eran válidos.

Y en una ciudad que se fundamentaba en la enseñanza, donde se habían levantado los primeros colegios y la única Universidad de un territorio tan extenso que en él cabían varios reinos de Europa, la casi totalidad de los estudiantes no podían recibir ni sus certificados ni sus títulos.

En tal desconcierto se contaban los días para la Semana Santa y las familias que aún permanecían en las sierras regresaron a la ciudad para compartir una de las prácticas más impresionantes de la cristiandad.

En voz baja, se pediría al Señor de la Paciencia que apaciguara la intolerancia del obispo.

27. De proverbios y sentencias

«El mantenimiento del status es la motivación que priva en la elección de consorte. Se traduce en dos requisitos que se complementan: una prosapia familiar lucida y un patrimonio saneado».

Antonio Serrano Redonnet y Daisy Rípodas Ardanaz

Estudio preliminar a las Obras de Cristóbal de Aguilar

Córdoba del Tucumán

Después de Resurrección

Otoño de 1703

La Pascua de Resurrección devolvió a sus hogares a mucha gente que se había retirado a los conventos para esas prácticas. Y si el recogimiento de aquellos días mantuvo a los vecinos en el silencio y la introspección, el principal comentario del día siguiente al domingo pascual fue la reyerta entre los franciscanos y el obispo.

Como los religiosos, apoyados por el Cabildo, se habían negado a presidir las procesiones del Jueves y Viernes Santo con la cruz parroquial —querían hacerlo con la de San Francisco—, el doctor Mercadillo fijó un bando en la puerta del monasterio de Santa Catalina, que oficiaba de Catedral.

La nota advertía que «ninguno de los fieles estantes y habitantes» de Córdoba «acuda a las procesiones de Semana Santa, Santa Pascua de Resurrección, ni a otra cualquiera de las que suelen salir de las religiones mendicantes por las calles»… a menos que vieran al cura párroco con la cruz de la Catedral. El que acudiera sufriría pena de excomunión mayor.

Era un pleito que venía desde antes de la llegada de Mercadillo, y el fiscal del arzobispado, en Charcas, dictaminó que esa costumbre de sacar la cruz del propio convento presidiendo sus procesiones era mala costumbre que había que «desgarretar». Advertía que, siempre que lo hicieran en el interior de sus claustros, podían guiar cuantas procesiones quisieran, «pero de ningún modo fuera». Rebeldes, muchos fieles a la orden de los mendicantes apoyaron a éstos siguiendo la cruz de San Francisco por las naves y los corredores conventuales.

Sebastiana se preparó para regresar a su casa, pero en cuanto pisó el suelo del atrio, vio que sus problemas estaban esperándola: en el pasadizo que llamaban de Santa Catalina, que corría hacia el monasterio entre el costado del Cabildo y la obra de la Catedral, Maderos esperaba, sentado bajo la enorme higuera. Sostenía un libro en la mano y sus ojos inquietos iban de la página a la puerta del templo, donde amarilleaba todavía el bando del obispo.

Quizá vigilara el convento todos los días, quizás hubiese averiguado que ella dejaría el retiro en aquella fecha, a esa hora…

Sebastiana quedó inmóvil. Pensó volver a la protección de los muros, pero hizo un esfuerzo y desde el fondo de su ánimo consiguió reconstruir la expresión del rostro.

Rafaela apareció de pronto y Maderos, que caminaba hacia ella, se detuvo. Sebastiana sonrió. ¿Otro más que temía a su nodriza? Caminó a la par de ella, aliviada ante su presencia, mientras ésta le daba noticias de su padre después de una quincena de ejercicios espirituales, de cómo estaba la casa, de los caprichos de doña Saturnina, de lo devotas que se habían mostrado las criadas, de sus animales, que la habían extrañado.

No miró hacia atrás, así que no vio lo que en realidad había detenido a Maderos: la oscura figura de Isaías que, apareciendo como de la nada por un antiguo portal, dio un paso hacia el estudiante al mismo tiempo que éste daba el suyo hacia Sebastiana.

Hacía varios días que Maderos se encontraba, a la vuelta de cada recodo, con aquel ser extraño, mezcla de muchas razas y con el aspecto de ninguna. Tenía rostro de gárgola y todo su ser exhumaba una animalidad controlada, rara cualidad en un ser de tan bajo origen. Por su cuerpo fornido y su rara cabeza, le recordaba las figuras que ilustraban el libro de Ulises Aldruandi, la Historia de los Monstruos.

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