El jardín de los venenos (57 page)

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Authors: Cristina Bajo

BOOK: El jardín de los venenos
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Ya terminaba, cuando vieron llegar el coche de los Becerra. En él venían doña Saturnina, don Esteban y Rosario. Se abrazaron con ella, que tuvo que levantarse el velo para que la besaran; apenas si los miró, manteniéndose a distancia de su tío, quien lucía pálido y muy delgado, casi frágil. Poco fue también lo que Sebastiana habló con las dos mujeres.

Sin detenerse demasiado con ellos, subió a la carroza y tomó el camino de la ciudad. En la mañana tibia, Becerra sintió que el sol se había enfriado.

Cuando regresaban a Anisacate, él pensando desesperadamente en volver a Córdoba, sintiéndose culpable por la alegría que había experimentado al enterarse del fin del maestre de campo —no por venganza, sino porque dejaba libre a Sebastiana—, su tía dijo, sorprendiendo a los dos hermanos:

—Creo que es hora de que sepas, Esteban, que Sebastiana se casó obligada por las circunstancias: ese loco le había jurado matarte si no lo hacía.

—¿Ella no lo amaba? —preguntó Rosario sin prestar demasiada atención. No le hubiera disgustado, en su temprana viudez, haber encontrado un marido como Lope de Soto. Sólo le había llegado a desagradar después del incidente con su hermano, aunque consideraba que esas reyertas, entre hombres, eran irremediables.

—¡Ella, amar a ese hombre! Poco la conoces. Se sacrificó por su padre y por Esteban, para evitarles peligros y disgustos. Así, Esteban, que no quiero verte de nuevo con mala cara, como cuando te enteraste de su matrimonio. ¿Me oyes, sobrino? Ella me pidió que cuidara de ti.

Pareció que Becerra iba a decir algo, pero la señora continuó sin darle ocasión.

—Ahora debes proceder con prudencia. No tienes que dar que hablar. Te vendrás con nosotras a Córdoba, pero no pisarás su casa. Si Gualterio quiere verte, que vaya a la nuestra. Tus hermanas y yo te daremos noticias.

Sacudió con fuerza la pantalla de palma.

—Mal no te vendrá el retiro, que estás muy desmedrado. Más bien te guardas hasta que estés de nuevo fuerte y galán, no sea que ella se escape al verte tan canijo…

Esteban se recostó contra el asiento. Aún le hacía sudar la herida, pero las palabras de su tía le habían devuelto con fuerza el deseo de vivir. Sebastiana no le había mentido aquella noche en que fue a escondidas a su casa, escabulléndose por callejas oscuras, embozada y sola, a darle el beso que le devolvió la vida.

De las confesiones

… Después de que el maestre de campo hirió a don Esteban, la noche en que no hubo ofensa o dolor que no me infligiera, en que pensé matarme para terminar con mis sufrimientos, entendí que era necesario vivir por mi padre.

Tuve que jurar a Lope de Soto que me casaría con él, pero al calmarse todo, en el silencio de la casa, me pregunté: «¿Por qué otra vez; por qué padecer de nuevo lo que padecí con don Julián, la injuria a la que me sometió Maderos?». ¿Por qué debía entregarme contra mi voluntad a hombres de pasiones que me degradaban?

Terminé aceptando lo irremediable cuando me dije que, si tenía que defenderme de él, iba a hacerlo. Y sabiendo que mi padre sufría al ver que, sin remedio, me entregaba al amante de mi madre, me prometí no ceder a las pretensiones del hombre que debí aceptar por violencia como marido.

Busqué y encontré en el libro de Kratevas una fórmula que, uniendo la adormidera al beleño negro, podía atontarlo, descomponerlo y evitar que me tocara, pues el vigor, los sesos y la voluntad no responderían a su mando. Y no producía dolor.

No estaba segura aún del destino que reservaba a este hombre; podría explicarlo con las palabras de San Agustín: «Ni del todo quería, ni del todo no quería. Por eso estaba en pugna conmigo mismo y me disociaba de mí mismo». Y éste sería el caso que él llamó «dos voluntades, malas una y otra».

Así debía ser, pero yo sólo sentía en mi corazón, en mis entrañas, en mi sangre, que me descomponía el pensar que me tocara. Tampoco quería que hiciera daño a mi perro, ni que se aprovechara de lo nuestro, pues bien sabía que había prometido al obispo el oro, el moro y la plata también, si de alguna manera éste conseguía presionarme para que lo desposara.

Mucho dudé en tomar determinaciones irreversibles, pero él comenzó a hablar de que me mataría. Pensé que el padre Thomas iba a llegar en cualquier momento de Jesús María, así que me pareció prudente trasladarme con Soto a Santa Olalla, lejos de los ojos de quienes podían saber o sospechar.

Y temiendo que me matara antes de que pudiera defenderme, escribí una carta donde denunciaba su relación con mi madre, que entrambos planeaban asesinar a mi padre para poder casarse, que más adelante él me amenazó con matar a don Esteban si no cedía a sus pretensiones, y que estaba dispuesto a matarme también a mí, pues codiciaba mis bienes y a más, había concebido una pasión malsana por mi persona.

Luego la guardé en mi pequeño arcón, junto con la daga de mi madre y su crucifijo de oro: muerta yo, lo primero que irían a abrir sería ese cofre.

¿Por qué llevé a Brutus? No lo sé. Creo que fue para que me defendiera de Soto si sucedía algo; o quizá para dejarlo en la quinta, protegido, hasta que se resolviese lo que hubiera de ser del maestre de campo.

Las cosas se complicaron; él sospechó, no bebió la tisana y me siguió hasta la vivienda de Aquino, donde yo tenía encerrado al mastín y donde a veces me retiraba a dormir, en la misma cama del mayordomo, que estaba ausente. Soto enloqueció de celos y su furia, sus gritos y sus golpes, y el mal recuerdo que el animal tenía de él, hicieron lo demás.

¿Lo maté yo? No. ¿Lo hubiera matado? Tal vez, pero fue Brutus quien acabó con él, librándome para siempre de ese hombre detestable.

No diré por quién conseguí el beleño, pero hay en la ciudad un tráfico secreto de hierbas peligrosas, de esas que miraría el Santo Oficio con mal ojo y la justicia con recelo. Sólo hay que saber a quién pedirlas.

42. De los bordes sutiles

«Deseando fabricar el obispo Mercadillo las casas episcopales y el seminario, dedujo esta cantidad con consentimiento de las monjas. De todo ello había pagado los réditos del cinco por ciento desde el día que percibió esta cantidad. Dos cláusulas de la Memoria que dejó el Obispo convencían de su recto obrar y limpia conciencia».

Padre Cayetano Bruno

Historia de la Iglesia en la Argentina

Córdoba del Tucumán

Tiempo de Adviento

Primavera de 1703 - Verano de 1704

Lo primero que dijo don Gualterio cuando salió a recibir a Sebastiana fue:

—Se lo merecía. ¡Ojalá hubiera yo tenido bríos suficientes para matarlo cuando lo… lo de Esteban! El Diablo mandó a ese perro para que se lo lleve con él a los Infiernos, que es donde debía estar. Dios ha dejado actuar sin que nosotros intervengamos para librarnos de él. En fin, haré decir unas misas por su alma, que seguro las necesitará —y cambiando de voz—: Me hace feliz que estés de nuevo en casa.

Brutus, que había salido al oír la carroza, volvió de la calle al trote, manso y cariñoso, buscando la mano de ella para que le acariciara las orejas, apoyando la cabezota sobre su falda. Sebastiana le hizo cosquillas, luego se inclinó y arrimó su cara al cogote del animal.

—Creo que hubiera terminado matándolo yo misma. Ya bastantes cosas he tenido que soportar —murmuró para su padre, aunque sin mirarlo.

—Bueno, que nadie te oiga decirlo. Hay gente sin entendederas que podría tomarlo literalmente.

Pidió luego que le contara la indagatoria de su amigo el juez.

El resto del día Sebastiana lo pasó en enterarse de la marcha de la casa, en cuidar a su padre y darle el gusto con algunos caprichos.

—¿Quién lo está atendiendo ahora? —preguntó ella mientras le acomodaba las mantas flojamente, como a él le gustaba.

—El hermano Montenegro me ve dos veces por semana; pero le he pedido a Isaías que venga todos los días. Me entretiene. Creo que sus tisanas son las mejores. Además tiene algo en la voz… Cuando no puedo dormir, él comienza a contarme algo y es como un arrullo.

—¿Y el padre Thomas?

—En la Candelaria; hay por allá un indio que sabe mucho de hierbas y es buen curandero, así que ha ido a examinarlo para ver si puede ayudar en las necesidades de la estancia.

—¿Quiere que le lea algo?

—Ya terminé con Santa Teresa. Mira, compré en la Compañía las Confesiones de San Agustín. ¿Sabes que en la Edad Media, antes de que apareciera el Imitatio Christi, fue el libro de meditación universal?

—No; pero compraré uno para mí. ¿No es que fue un gran pecador, y por la fuerza de su arrepentimiento, llegó a santo?

El marcador estaba en el Capítulo VI y comenzaba: «Permíteme, empero, que hable en presencia de tu misericordia, yo, tierra y ceniza. Permíteme que hable, que es a tu misericordia, y no a un hombre que se burlaría de mí… Quizá tú también te burles de mí, pero, volviendo a mirarme, me compadecerás…».

—¿Me compadecerás…? —murmuró Sebastiana, levantando la vista hasta el Cristo iluminado del retablo de su padre.

Al otro día, don Marcio y Cupertina fueron a visitarla, el primero preocupado por las cuestiones legales.

—¿Sabes si tu esposo dejó testamento?

—En los cofres que llevó a Santa Olalla no había ningún papel. Quizás en la casa que compartía con Iriarte y Guerrero…

—Ya mandaré por sus cosas. No es de urgencia; que sepamos, mucho no tenía, salvo alguna plata que había dejado en custodia al obispo.

—Lo ignoraba.

—Pues sí; don Dalmacio de Baracaldo, el correveidile de Su Ilustrísima, me lo confió. Parece que un día hacía él antesala mientras Soto hablaba con fray Manuel, y así se enteró. No recuerdo bien la cifra.

—Aunque fuera el tesoro de Constantinopla, no me interesa.

—Pero la Ley es la Ley. Tú le heredas, sean andrajos o armiños reales.

—Lo donaré al hospital de Santa Olalla para que sirva de alivio a los soldados.

—Mejor paga sus deudas de juego —intervino Cupertina palmeando la mano de la joven—. Que su nombre quede limpio —aclaró—; era tu esposo.

Don Marcio reconoció la sabiduría del consejo.

En algún momento se oyó que llamaban a la puerta, pero no le prestaron atención hasta que una de las criadas hizo pasar a doña Mariquena Núñez del Prado, que al cruzar el umbral y encontrarse con su hermano y su detestada cuñada, hizo ver que se retiraba.

Sebastiana la alcanzó en el corredor.

—¿No me dará usted el pésame? Mírese en el espejo de lo que me pasó, y dígame si la vida tiene avales: recién casada, y ya viuda. Y véase usted, disgustada con su hermano que tanto la quiere, y con Cupertina, que es una buena mujer y lo cuida con afecto. Si él muriese mañana…

—¡Dios no lo quiera! —exclamó la señora, juntando las manos sobre el pecho—. ¡Aunque distanciados, antes yo!

—O usted, si quiere. ¿Cómo se sentiría él?, ¿cómo se sentiría usted?, ¿cuántas culpas padecerían hasta que les tocara comparecer ante Dios?

Doña Mariquena comenzó a lagrimear. Sebastiana le pasó el brazo por la dilatada cintura y la llevó hacia la sala. Don Marcio las esperaba de pie. Después de ver que los hermanos se abrazaban, tratando de contener la emoción, Cupertina se les acercó.

—Buenas tardes, Mariquena. Mucho que no te veíamos.

La visita terminó en paz y con aquellos tres reconciliados. Antes de irse, don Marcio aseguró a Sebastiana que él se encargaría de llevar adelante la convocatoria de deudores y la recuperación del dinero que guardaba el obispo al maestre de campo.

Mientras las mujeres salían conversando una al lado de otra, Sebastiana se retrasó y su tío se vio obligado a acortar el paso.

—Tengo que consultarle algo muy serio, tío. ¿Podría ir mañana a su casa?

—¿Prefieres que no esté Cupertina?

—No, no es eso. Su esposa es tan práctica, que es posible que nos dé una salida a lo que me aflige.

—¿Se trata de tu marido?

—De mi primer marido, de don Julián, y de su concubina, la india Eleuteria.

—¿Te ha hecho esa mujer algún reclamo? Porque no creo que pueda…

—Oh, no. No me ha hecho reclamos. Es… prefiero hablar mañana con usted, cuando podamos discutir el asunto con más largueza.

Llegaron a la puerta, donde sus tías conversaban, Mariquena con aturdimiento, Cupertina echada para atrás, como en guardia. Sebastiana las besó y les comentó que se iba a retirar unos días en las Catalinas pues necesitaba de los ejercicios espirituales.

Don Marcio, caminando detrás de las señoras, iba preocupado. No había querido decírselo a Sebastiana, pero Novillo Mercadillo, el sobrino del obispo, le había hecho ciertos reclamos sobre unas tierras que doña Alda le había cedido y unos dineros y otras tierras que Soto le había prometido.

—Si no hay testamento… —había contestado él.

—Pero si hay documentos firmados… —respondió el otro.

Tendría que ver de qué se trataba, no preocuparía a Sebastiana antes de tiempo. Una idea perturbadora le cruzó el pensamiento: ¿habría verdad en lo que murmuraban de fray Manuel, que demasiados comunicatos secretos, a viva voz o por letra, aparecían en su poder mágicamente, en especial cuando el testador no podía dejar constancia de su caligrafía, puesto que era poco ducho con la pluma? «Un garabato lo hace cualquiera», pensó, preocupado, y le vinieron a la memoria las veces en que, llegando a visitar al obispo, su sobrino, que estaba transcribiendo algo, guardaba delicada pero prestamente los papeles bajo la tapa de su pupitre.

Era un mal pensamiento. Si sólo fuesen infundios, estaba pecando gravemente.

En el momento en que Sebastiana se disponía a salir para las Catalinas, le llegó un mensaje del obispo pidiéndole que se presentara a verlo, aduciendo ciertas deudas de su marido.

Sebastiana, que ya estaba alertada por el padre Pío, cerró el arcón del maestre de campo. Iban allí sus cosas y las copias de partes de guerra y otros escritos que estremecieron a Sebastiana cuando Iriarte se los entregó: había reconocido la letra prolija, que tantos malestares le había provocado en el pasado, de Maderos. Apiló varios enseres de plata, puso como coronamiento las joyas, de las cuales había un resumen completo también hecho por el estudiante, y cerró el cofre.

A su lado —hediendo a cuero y sudor equino, al betún con que se resguardaba el acero—, amontonó cuantos arreos de caballería y armas pertenecían al maestre de campo. Hizo decir al mensajero que obedecería aquello, pues su marido le había dado instrucciones de cumplir con ciertos legados.

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