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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (3 page)

BOOK: El jinete del silencio
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Marta disfrutó a partir de ese momento de su candidez, de cada suspiro del bebé, de su paz, de su angelical expresión.

Desde detrás de la valla, el caballo no se perdía un detalle.

Cuando por fin entró Isabel, Marta se quedó impresionada. A pesar de lucir una gran sonrisa y de su aparente determinación, el estado de extenuación que presentaba era preocupante. Corrió en busca de Yago y a la luz de dos velas lo recogió en su regazo, besándolo por todo el cuerpo, disfrutando de sentirse madre de nuevo. Como si quisiera dejar constancia de sus más hondos sentimientos, le susurró palabras de amor, confesó lo mucho que lo había echado de menos y le juró su compromiso de por vida con la promesa de velar siempre por él.

El niño abrió los ojos, ella se sentó en una paca de paja, se desató el corpiño y acercó la boca del pequeño a uno de sus pechos. Los labios de Yago sintieron el suave tacto. El olor de la piel de su madre obró el efecto deseado y ronroneó de placer al recibir el primer alimento, mientras ella suspiraba emocionada, bañada en lágrimas, agotada pero inmensamente feliz.

Marta se sentó a su lado.

La escena desprendía tanta hermosura que hacía olvidar el dramatismo de los momentos pasados.

—Cuéntamelo todo. ¿Cómo te ha ido con la señora?, ¿se ha dado cuenta?

—Doña Laura es una mujer impaciente, a veces demasiado, pero hoy estaba tan enfadada conmigo que no ha sido capaz de pensar en otra cosa que en ella. No se ha enterado de nada, pero por poco me mata. Ha sido horrible, créeme.

—Vas a ser una buena madre. —Le retiró una pajita del pelo y le acarició la frente, orgullosa de su valor.

—Y tú una buena amiga que me ayudará, ¿a que sí?

Marta le contestó con un cariñoso beso en la mejilla. Cuando se escucharon las nueve campanadas de la capilla familiar que poseía la hacienda de los Espinosa, recordó que también ella tenía responsabilidades y trabajo retrasado.

—¿Cómo vas a hacer para ir a casa de tu hermana?

—He de salir pronto, antes de que la noche se cierre demasiado. En cuanto acabe de darle de comer y recupere un poco las fuerzas, me iré. Prepárame una de esas mulas viejas que apenas se usan, será el último favor que te pida hoy.

Marta quedó encargada de hacerlo, se despidió de ambos, y antes de salir le recordó que las puertas de Sanlúcar cerraban a medianoche.

—No pierdas tiempo o te quedarás afuera. ¿De verdad no quieres que te acompañe?

—Anda, ¡vete ya! Me sentiré fatal si por mi culpa te regañan. Ya has hecho bastante por mí.

Cuando al cabo de un rato Yago dejó de mamar, cayó en un profundo sopor.

Su madre se quedó descansando, casi dormida, hasta escuchar de nuevo las campanas. Se envolvió entonces en un paño largo y lo anudó en su pecho recogiendo al niño en él, pero cuando estaba a punto de salir del establo un agudo relincho hizo que se volviera. Aquel viejo caballo, con el cuello arqueado, los párpados fruncidos y las patas delanteras en alto, relinchó con fuerza tres veces seguidas y agitó las crines, como si fuera su manera de despedirse del niño.

—Que Dios te proteja tanto como tú lo has hecho con mi hijo. ¡Bendito seas! —Isabel se acercó hasta él viéndolo corcovear feliz. Tomó entre sus manos un puñado de crines y se las pasó a Yago por la cabeza, por la cara, y luego acercó su naricilla a la frente del animal para que memorizara para siempre su olor.

—Te prometo que cuando sea mayor le hablaré de ti y haré que nunca olvide lo que hiciste por él.

Al final de un largo pasillo que a la vez servía de almacén de aperos y enganches para los carros de trabajo, Isabel encontró la mula castaña que Marta le había dejado preparada. Tiró de su cabezada y la llevó hasta el portón exterior de la hacienda. Una vez allí, buscó de qué manera podía montar sin que el niño ni ella se hicieran daño. Se decidió por una gran piedra a la que se subió para ganar la montura sin dificultad. Al abrir las piernas sobre el jamelgo sintió un inquietante dolor acompañado de una oleada de sudor frío. Quiso convencerse de que aquella sería la última prueba en su eterno día, y de que con toda seguridad se le pasaría pronto.

Sin haber recorrido la mitad del camino, desde lo alto de una loma, se animó al ver las luces de la ciudad y también las de su puerto, reflejadas sobre las aguas del río Guadalquivir. El cuerpo seguía doliéndole tanto como cuando abandonó la hacienda, pero la esperanza de verse más cerca le animó a seguir. La luna se encontraba muy alta, lo que significaba que debía de ser bastante tarde. Apretó el paso a pesar de que el camino era malo y la noche cerrada, consciente de que si no llegaba a tiempo a casa de su hermana, la alternativa de regresar a la hacienda con el niño era mucho peor.

Pasada la primera milla, el sendero tomaba una pronunciada pendiente que las últimas lluvias se habían encargado de empeorar al sembrarla de guijarros. Las pezuñas del animal empezaron a resbalar con evidente peligro. Isabel se lamentó de que Marta hubiera escogido aquella mula por su docilidad, en vez de usar una más joven, pero confió en el instinto del animal y dejó que eligiera el mejor camino. Bastante tenía ella con soportar la tortura interior que por momentos llegaba a ser de tal intensidad que le cortaba la respiración.

Entre las brusquedades del trote y el estado de agotamiento que arrastraba, perdió la sensibilidad en las piernas y, en más de una ocasión, el conocimiento durante unos instantes. Cuando despertaba, a veces por obra de un tropiezo, recordaba dónde estaba y, peor aún, lo que todavía le faltaba.

Yago, por suerte, dormía ajeno a los sacrificios de su madre.

Alcanzaron por fin una vereda más ancha, y poco después tomaron el camino definitivo que les llevaría hasta la puerta norte.

A medida que iban aproximándose a sus murallas, Isabel apenas podía mantener los ojos abiertos e iba cada vez más encorvada al temer las consecuencias si enderezaba la espalda. Pero se irguió en cuanto atravesaron la puerta de la ciudad y se adentraron en las primeras callejuelas.

La tienda que tenía su hermana, una vinatería, quedaba muy cerca de esa entrada, gracias a Dios. Animada por saberse tan próxima, azuzó a la mula, pero no vio la enorme zanja que se abría a la vuelta de la primera esquina, y cuando lo hizo fue demasiado tarde.

El animal trató de salvar la grieta para no caer, pero no lo consiguió y arrastró hasta el suelo a Isabel, quien apenas pudo proteger al niño.

Un grito ahogado sacudió la paz de la noche.

IV

Aurelia desprendía un permanente olor a vino.

Por eso Isabel, antes de abrir los ojos, supo que estaba en su casa.

Al extender las manos sintió el suave tacto de unas sábanas de fino algodón, y desde un costado percibió aquella intensa luz matinal que convertía Sanlúcar de Barrameda en una de las ciudades más cálidas del poniente andaluz.

A su derecha, sentada sobre la cama, vio a su hermana y, en sus brazos, al hijo que tantos pesares le estaba acarreando.

Le dolía todo el cuerpo, pero en especial notó un molesto cosquilleo en la cadera izquierda. De la noche anterior no recordaba nada, salvo aquella enorme zanja y el momento de la caída.

Al querer incorporarse para ver si al niño le había pasado algo, un dolor en la espalda la frenó en seco.

—¿Está bien? ¿Qué nos ocurrió? —preguntó con ansiedad—, ¿y cómo me encontraste?

Aurelia dejó al pequeño a su lado, sobre la cama.

—Unos vecinos me avisaron a medianoche. Acababan de encontrarte tirada en el suelo y al ver que no respondías te dieron por muerta. La mula te aprisionaba una de las piernas y habías perdido el conocimiento, pero aun así tenías estirados los brazos para proteger a tu hijo. Por eso, al niño no le pasó nada.

El pequeño se revolvió inquieto y empezó a llorar.

—Pobre, acaba de venir al mundo y de momento solo ha traído complicaciones y problemas. —Lo miró con dulzura—. Debe de tener hambre.

Isabel le contó los avatares de la pasada noche mientras se disponía a dar de comer al bebé.

Aurelia le acercó a Yago sin querer hablar. Desde que había recibido la noticia del embarazo, en su interior se libraba una feroz batalla. Sus estrictas convicciones morales le hacían rechazar el fruto de aquel pecado, pero como su hermana había implorado tantas veces su ayuda y comprensión, pesaba más el cariño fraterno que hacer oído a los dictámenes de su conciencia. Esa había sido su conclusión a lo largo de los últimos meses, pero ahora que el niño estaba con ella, no entendía por qué sus dilemas volvían a hacerse presentes.

—Cometiste un grave error —soltó con inesperada rotundidad.

—Pero ¿a qué viene eso de nuevo? —Isabel comprobó con alivio que tenía los pechos llenos de leche, mucha más que el día anterior—. Ya lo hablamos en su momento, ¿no?

El niño empezó a mamar con ansiedad mientras su tía adoptaba un gesto ambiguo. Aurelia quería poner todo de su parte para ayudar a su hermana, pero no podía dejar de ver en Yago el fruto del pecado, y más durante toda aquella noche en la que el pequeño no había dejado de llorar ahogándose a veces hasta en sus propias lágrimas. Ese llanto desatado, incontrolable, era un tormento difícil de soportar aun viniendo de su propio sobrino. Llevada por su educación y su profunda fe cristiana, Aurelia concluyó que aquel insistente berrido no era sino un pequeño anticipo del castigo divino que su hermana tendría que padecer por haber violado las leyes de Dios. Se frotó las manos sobre el vestido, nerviosa, y terminó hablando.

—Nunca debiste hacerlo. Va a traer el mal a nuestras vidas, lo presiento.

Isabel la miró preocupada.

—Sé que nunca aprobaste mi embarazo, pero lo que estás diciendo es absurdo y doloroso. ¿Acaso no te das cuenta? —Unas lágrimas asomaron por sus ojos.

La hermana se levantó y sin dar explicación alguna salió de la habitación a toda prisa. Poco después apareció con un cuenco lleno de agua. Se mojó un dedo y lo pasó por la frente de Yago dibujándole una cruz.

—Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu...

Isabel la interrumpió de un manotazo.

—¿Pero se puede saber qué haces? Ya le bautizaremos como Dios manda en una iglesia. ¿Te has vuelto loca?

Aurelia se dejó caer sobre la cama y suspiró con pesadez. Sentía una honda necesidad de hablar, de decirle lo que pensaba. Para ella, aquel hijo no era sino carne de pecado, de un horrible error que su hermana un día había cometido con un desconocido. Entornó sus ojos hasta dejarlos casi cerrados y respiró con lentitud.

—Si, como me has contado, ayer estuvo a punto de morir, ¿no te parece extraño que fuera devuelto a la vida gracias a una bestia? —Su mirada se tornó fría. Aurelia no creía en las casualidades—. Y en solo una noche, la muerte volvió a visitarlo sin que le sucediera nada en aquella zanja. Yo creo que se debe a algo.

—Me preocupan tus palabras… —Isabel miró a su hermana a los ojos tratando de entender—. Me asustas.

—Nos traerá la desdicha —insistió.

Isabel no pudo resistirlo más y rompió a llorar sintiéndose muy desgraciada. A sus dolores, cansancios y heridas, ahora se le sumaba el extremo celo religioso de su hermana, que nunca le había preocupado tanto como ahora que iba a dejar a Yago a su cuidado. Aurelia estuvo tentada de consolarla, pero decidió que tampoco le venía mal un poco de arrepentimiento.

—Por cierto, no te he dicho que tuvimos que matar a la mula. Se había roto una pata, y claro…

A Isabel solo le faltaba escuchar aquello. Se había llevado al animal sin permiso de los Espinosa, con idea de devolverlo a las cuadras esa misma noche sin que nadie lo advirtiera. No quería ni imaginarse cómo se pondrían cuando supieran que no tenía dinero para pagársela, además de que había faltado a sus obligaciones aquella misma mañana. La angustia creció en su interior. Miró al niño, al menos él parecía feliz mientras mamaba, o así lo demostraba con su gesto de placidez. Por un momento pensó en la cantidad de problemas que estaba teniendo desde que él había llegado al mundo.

—He de volver a la hacienda de los Espinosa ahora mismo.

—¿Me vas a dejar otra vez sola con este niño?

—¿Pero qué quieres que haga? —gritó desesperada—. Se supone que eres mi hermana, deberías estar casi tan feliz como yo. No entiendo nada.

Aurelia bajó la cabeza para evitar que sus miradas se cruzaran mientras hablaba.

—Vas a hacer lo que quieras, como siempre. Pero has de saber que esta mañana, a primera hora, mandé aviso a tus señores excusándote por haber tenido un accidente cuando venías a verme. Fue a decírselo un hijo de mi vecina María.

Isabel, lejos de tranquilizarse, pensó que no lo creerían.

—Necesito ese trabajo, y ahora más que nunca...

Se anudó el corpiño al ver que Yago estaba saciado. Lo colocó boca abajo, a su lado.

—Y hasta que vuelvas, ¿qué hago con él? —Aurelia señaló al niño y en ese momento, Isabel no pudo más y estalló. La actitud de su hermana le parecía absurda y despiadada. Se había enamorado de un hombre y ese hombre no la había correspondido, nada más, no era culpable de nada, tan solo de adorar al hijo que hacía apenas unas horas acababa de parir.

—¡Sabes que no puedo criarlo sola, tal y como me gustaría. Te necesito, y él también! —Tomó sus manos entre las suyas y trató de relajarse—. Perdóname si te he hecho sufrir estos últimos meses… Trataré de compensarte, de verdad, pero ahora tienes que ayudarme. Las dos sabemos que tu fe es mucho más profunda que la mía. Ahora se te abre la oportunidad de acercar a Dios una nueva alma. Si de verdad crees que este niño ha nacido como fruto de un error, ofréceselo al Señor, cuídalo, mímalo, por favor… Le harás un bien.

A Aurelia le afectó su humildad y suspiró vencida. Su hermana le acarició una mejilla al percatarse del cambio de actitud.

—Recordarás que hace unos días hablamos sobre una clienta tuya, la que acababa de tener un hijo. ¿Crees que podría ayudarnos a criar al nuestro?

—Supongo que no se negará. Siempre anda falta de dinero.

—Dile que venga por la mañana y a mediodía. Yo trataré de veros cada noche para completar su alimento. Y págale lo que pida; te lo devolveré. Siento tener que pedírtelo, pero necesito que cuides a Yago como si fuera tu propio hijo, por lo menos hasta que pueda conseguir otro trabajo en la ciudad y vivir con él.

—¿Cómo lo has llamado?

—Yago, se llamará Yago —contestó más esperanzada, al apreciar como sí parecía aceptar al niño.

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