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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (5 page)

BOOK: El jinete del silencio
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Laura la miraba con desconfianza.

—Me han llegado rumores, serios rumores. ¿Pasó algo importante ayer, algo que tal vez debería saber?

A su dama de compañía se le cortó la respiración.

—No sé qué le han podido contar, mi señora, pero... —la voz le temblaba.

—¿Seguro que no lo sabes?

Isabel sintió pánico. Se preguntó cómo podía haberle llegado la noticia. Conocía bien a Marta y estaba segura de su lealtad, aunque no de la de su sobrina. Miró a doña Laura por si encontraba en su rostro alguna pista más, pero no percibió nada especial, algo que le ayudase a tomar una decisión. ¿Debía revelárselo todo, o esperar a que ella se lo pidiera? Entre una y otra duda, doña Laura terminó de explicarse:

—¿Y si te pregunto por una mula?

Isabel suspiró aliviada. Le comentó lo sucedido con el animal a su llegada a Sanlúcar, excluyendo los motivos que la habían llevado hasta la casa de su hermana. Imploró su perdón al menos en cinco ocasiones, y en desagravio del perjuicio económico que su descuido pudiera producirles, prometió compensarla en la forma que ellos quisieran. Sin embargo, nada de lo que ofreció pareció suficiente para variar los planes que aquella mujer ya tenía decididos.

Doña Laura se sentó en la cama y con un gesto mandó que le pusiera las medias. Cuando Isabel terminó hizo lo mismo con un corpiño de seda. La mujer guardaba un inexplicable pero inquietante silencio, mientras Isabel obedecía una y otra orden con el único eco de su propio corazón. Ante tan larga espera, le pareció que hasta el aire se había espesado, y cuando advirtió que la respiración de doña Laura empezaba a acelerarse, supo que llegaba la tormenta.

Con una voz estridente y sin matices le recordó las obligaciones que como dama de compañía había incumplido, la mentira empleada para excusar su ausencia la noche pasada, su imprudencia al no respetar ni la intimidad con su marido y el perjuicio económico por la pérdida de la mula.

—Podría denunciarte por robo...

—Señora, por favor... —Isabel se arrodilló a sus pies.

—Tomar un bien ajeno y sin permiso es robar, y yo no quiero ladronas a mi servicio, ¿lo entiendes?

Isabel juró que nunca más sucedería.

—Pagaré hasta el último maravedí que valiese la mula, y nunca más daré motivo alguno para que os enojéis conmigo, mi señora. Imploro vuestra piedad y perdón. Dadme, por favor, una nueva oportunidad. No la defraudaré...

Doña Laura la miró dubitativa. Contuvo el habla en dos ocasiones, sin la seguridad necesaria para tomar una decisión final. Aquella chica no era la peor que había tenido a su cargo, incluso se hacía querer, trabajaba más o menos bien y aprendía rápido, pero en un solo día había echado todo a perder. Si quería mantener su trabajo, no le tocaba otra cosa que recuperar su confianza.

—Está bien, tendrás tu oportunidad, pero, eso sí, será la última, y en todo caso has de saldar tu deuda. Te impondré un castigo consecuente con la gravedad de tus faltas.

—Lo que la señora diga —respondió sumisa.

—Como todo empezó con la decisión de abandonar esta casa a altas horas de la noche montada en aquella desgraciada bestia, por todavía no sé qué motivos, desde hoy no podrás salir de esta hacienda en un mes. Además te descontaremos de la paga el valor del animal, aunque dejo en manos de mi marido cómo hacerlo y en cuánto tiempo; él sabrá explicártelo mejor.

Isabel pensó de inmediato en Yago y se atragantó de espanto. ¿Cómo no iba a poder ir a estar con su hijo, a verlo, a darle su alimento? Eso nadie se lo podía impedir. Empezó a considerar la idea de huir de esa casa, de su trabajo y de su señora, para siempre. Podía aceptar castigos, penas o lo que fuera, pero jamás consentiría que la separaran de su hijo, no de esa manera.

—¿Te ha quedado claro?

La chica tragó saliva y afirmó con la cabeza.

—Pues entonces vete ya y pide perdón a Dios.

Intentó huir aquella misma noche, pero dos mozos de cuadra, encargados de vigilarla y temerosos del castigo que les impondrían los Espinosa si escapaba, se hicieron con ella a tiempo. Cumpliendo órdenes de doña Laura, la muchacha fue llevada a los sótanos de la casa, a las interminables cuevas donde se criaba el vino entre cubas de vieja madera. La encerraron en el recodo de una galería que nacía del pasillo principal, una apenas usada pero que disponía de puerta enrejada y cerradura. El objetivo de doña Laura era asustarla un poco, conseguir que fuera consciente de sus errores y que pagara por ellos, pero con idea de devolverle la libertad al día siguiente.

Ajena a sus planes y viéndose encerrada como si se tratase de un animal, Isabel lloró como nunca. El dolor de no poder ver a Yago, la amargura de saberle hambriento y lo injusto del castigo atormentaban su corazón martirizándola.

Durante varias horas esperó a que sucediera algo, pero la desesperante quietud no se vio quebrada por nada. El tiempo pasaba demasiado lento, y su amargura llegó a ser tan honda que terminó manifestándose en su estómago en una sucesiva oleada de ardores. Además, desde el parto sentía una intensa molestia en el vientre.

Muy de madrugada, en la cerrada oscuridad de aquel lugar, vio acercarse una antorcha. Un instante después reconoció a don Luis, quien al momento apareció frente a ella, al otro lado del enrejado.

—Isabel, hemos de hablar... —El hombre dirigió la llama hacia ella para verla mejor. La chica, esperanzada, se acercó llena de ansiedad.

—Lamento mucho todo esto, créeme. No termino de entender para qué te ha encerrado mi mujer.

Al mirarla a los ojos su expresión se entristeció, no encontraba las palabras más oportunas y calló. Su silencio era casi plomizo. Ella aprovechó aquel ahogo para obtener respuestas. Se hundió en sus ojos, creyendo que podría revivir en ellos un tiempo pasado, fugazmente feliz, y sin embargo no encontró nada; solo la sombra de su propia angustia y la cruda conciencia de verse tan lejos de su hijo.

—¿Acaso supuse algo para vos? —le preguntó sin pensar.

Mientras él meditaba su respuesta, ella se sintió arrepentida de inmediato por su estupidez. En realidad, aquello no era lo que de verdad le importaba en esos momentos.

Como primera reacción Luis Espinosa bajó la cabeza, pero al momento cambió de opinión y la miró sin remordimientos.

—Entonces y ahora fui solo tu señor. Nada más que tu señor.

Isabel se mordió los labios y las ganas de hablar.

—¿Para qué habéis venido entonces?

—Tenía intención de dejar el asunto de la mula zanjado, eso es todo —contestó de forma seca.

Una rabia largamente contenida sacudió la conciencia de Isabel desde lo más profundo de su alma. Se sintió humillada.

—Por un momento creí que os importaba el futuro de la madre de vuestro único hijo...

Al escuchar la noticia el rostro de don Luis se contrajo con una mueca de sorpresa. Hizo memoria con rapidez y calculó el tiempo que había estado fuera. Se quedó sin habla. Dio dos pasos hacia atrás separándose de la cancela y empezó a dar vueltas sobre sí mismo, meditando a toda velocidad cuáles podían ser las consecuencias de lo que acababa de oír. No sabía qué decir, ni qué determinación tomar. Sus pensamientos empezaron a cabalgar completamente desbocados, imaginándose qué sentimientos podría desencadenar en su mujer una noticia como aquella, cuando todavía no había conseguido descendencia, ni sus últimos objetivos de ascensión social estaban alcanzados. Disfrutaba de excelentes influencias gracias a Laura, había logrado un incipiente reconocimiento en la sociedad de Jerez y todavía le quedaba casi todo por hacer. Con aquellas premisas su razonamiento era sencillo, si su esposa se enteraba del desliz cometido podría repudiarlo, y todo lo conseguido se derrumbaría sin remedio.

Miró a la chica y le dio asco. No entendía cómo había podido caer en sus redes.

—¿Qué tontería es esa que dices?

—No miento, y no tengo ninguna duda sobre quién es el padre. —Lo miró con expresión decidida—. Lo he ocultado hasta ahora para no afectar a quien vos imagináis, pero después de lo que me ha hecho...

—¡Calla, loca! —Don Luis se tapó los oídos—. No te creo... —Se secó el sudor de las manos sobre la casaca—. Mientes como lo haría cualquier fulana.

—Lo tuve ayer..., y es precioso. ¿Necesito recordaros cuánto tiempo ha pasado desde que me amasteis?

Isabel percibió el poder que le estaba dando su posición, y quiso ponerlo a prueba.

—¿No os gustaría verlo, tener su cuerpo entre vuestras manos, conocer a quien lleva ya vuestra sangre? Es un hermoso niño, y os guste o no, siempre será un Espinosa, aunque no lo reconozcáis nunca.

Don Luis tomó conciencia de la gravedad de su situación y vio inútil seguir hablando con ella. Necesitaba tomar decisiones.

—¿Alguien más lo sabe?

—En vuestra hacienda no —mintió instintivamente.

—¿Y dónde lo tienes?

Isabel dudó si responder o no.

Él volvió a preguntar.

—¡Dime dónde está! —alzó la voz.

—No os lo diré, y además no me gusta cómo me miráis —contestó preocupada por lo adusto de su gesto.

Don Luis bufó alterado, dio una fuerte patada a las rejas y dirigió la antorcha por los alrededores de la puerta para encontrar las llaves. Isabel, al percatarse de sus intenciones, rezó para que no las encontrara.

El miedo se adueñó de ella.

Luis Espinosa, desesperado por no tener forma de entrar, volvió a patear la reja haciéndola resonar a lo largo de la oquedad.

—Nadie debe saber lo del niño... —parecía estar pensando en alto.

Isabel se acurrucó en la esquina más alejada de la puerta y tembló de pánico.

—Dejadme en paz.

Un reflejo del fuego sobre el rostro de don Luis hizo que pudiera ver su mirada, fría, azulada, cargada de oscuras intenciones.

—Te dejaré, sí, pero vas a pasar mucho tiempo sola...

VII

Yago no paraba de llorar de hambre.

Su tía miraba desde una ventana a la espera de Isabel, pero se estaba haciendo demasiado de noche.

Desesperada, se volvió a la cocina sin saber cómo hacerlo callar. Llevaba así toda la tarde. Aurelia estaba a punto del colapso, le dolía la cabeza y le castañeaban los dientes; no podía más.

La mujer que había contratado para criarlo al parecer alimentaba a otros dos, y vista la ansiedad que Yago demostraba, tal vez no tuviese suficiente leche para tantos.

Paseó por la casa para matar la espera y una vez más volvió a la ventana. Aparte de un gato que atravesó la calle maullando, no vio nada más.

Cuando sonaron las once campanadas, Aurelia contó las horas que habían transcurrido desde la última toma del niño y llegó a la conclusión de que no podía esperar más. Tampoco ella había comido y le rugían las tripas. Se dirigió a la cocina y le puso remedio con un poco de queso. Su sabor le llenó la boca y relajó en parte su malestar, mientras recordaba el nefasto día que había padecido por culpa del niño; bastante peor de lo imaginable, un auténtico desbarajuste.

La presencia de Yago había trastocado su rutina. No había tiempo de rellenar las ánforas con el vino que debía entregar al día siguiente al corregidor, y tenía pendiente limpiar las tres grandes cubetas donde almacenaba el producto más barato, tarea que ya no podía retrasarse más si no quería ver estropeado el siguiente contenido y que los clientes se le quejaran.

Un nuevo alarido alejó de su cabeza aquellos pensamientos y le puso el vello de punta. Decidió actuar.

Armada de valor, se tapó los hombros con una pañoleta y se dirigió corriendo a casa del alfarero, que tenía una docena de cabras en el patio trasero de su taller, vecino a su vinatería.

Llamó a la puerta varias veces.

—¿Quién va? —se escuchó desde el interior.

—Soy Aurelia, su vecina, la vinatera.

—¿Y qué se le ofrece a estas horas tan intempestivas? —Una mujer bastante mayor y medio adormilada abrió la puerta.

—¡Necesito leche! —No dio ninguna otra explicación.

La sorprendida mujer advirtió en Aurelia una urgente necesidad.

—Pase —la invitó a entrar—, pero lo siento; ahora no tengo leche. Imagine las horas que son...

—¡Entonces sáquesela a una cabra! —Aurelia levantó la voz en un tono bastante agrio.

La mujer, que conocía desde hacía tiempo a su vecina, no terminaba de entender qué le podía estar pasando, pero tenía que ser algo muy grave como para verla tan alterada. Decidió no hacer más preguntas y darle lo que quería quizá para volver a la comodidad de su cama, de donde acababan de sacarla.

—Espere, Aurelia, tal vez no haga falta. Me parece que me quedó un resto del ordeño de esta mañana en una cántara. ¿Necesita mucha cantidad?

—Con medio cuartillo me arreglaría.

Poco después, ya en su casa, Aurelia calentó al fuego aquella leche y la filtró para eliminar un resto de paja y alguna que otra mosca que flotaba ahogada en su superficie. No sabía si aquello le sentaría bien al niño, pero bastante hacía con buscarle algo de comer, pensó. La echó en un vaso muy fino con el que cataba vinos y se la acercó a su pequeña boca.

Yago chupó con ansiedad al principio y aunque hizo un mohín debido a su fuerte sabor, se la tomó toda, y al poco tiempo cayó en un profundo sueño. Aurelia suspiró más tranquila. Por fin pudo irse a la cama y dar por terminado aquel espantoso y eterno día.

Poco antes de dormir decidió que hablaría con Isabel para decirle que fuera buscando otro lugar y otra persona para hacerse cargo de aquel estruendoso niño. No había querido casarse ni tener descendencia para, entre otras cosas, disfrutar de su soledad, y ahora no estaba dispuesta a sufrir las consecuencias de un pecado que no había cometido.

—Eso haré —pensó en voz alta—. Le diré que haga desaparecer de mi vida este infierno.

A pocas millas de Sanlúcar, en la profundidad de la tierra, entre frías paredes de roca Isabel pensaba cómo escapar de una cueva olvidada en el fondo de la enorme bodega de los Espinosa.

Ya no le quedaban más lágrimas ni casi fuerzas para sentir dolor. Solo quería salir de allí y ver a su hijo, pero no sabía cómo. La reacción de don Luis Espinosa la había dejado muy preocupada, sin embargo, quiso imaginar que a la mañana siguiente todo cambiaría, que la sacarían de aquel tenebroso rincón. La oscuridad era tal que en realidad no sabía si era de día o de noche.

Un pegajoso sopor se adueñó de ella como consecuencia de las dos noches que llevaba sin dormir. Cuando parecía haberle ganado el sueño, escuchó un ruido cercano. Se asomó entre las rejas para identificar de qué se trataba, pero no logró ver nada, solo el reflejo de un fuego sobre la piedra, en un ángulo que formaba la galería, y a media distancia de ella. Escuchó ruidos y luego una tos.

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