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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (2 page)

BOOK: El jinete del silencio
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Tras dos meses de aprendizaje, Isabel se sintió cómoda con sus obligaciones y afortunada de tener un lugar que le proporcionaba comida y lecho. Era verdad que en aquellos primeros tiempos todo le gustaba, se sentía útil y bien tratada, en paz con ella misma y con su entorno.

Su señora era poco agraciada, algo áspera en el trato y hasta en ocasiones demasiado estricta, pero a pesar de todo, Isabel no había tenido demasiadas dificultades para adaptarse a ella. Entre la servidumbre, corría el rumor de que su mal carácter se debía a la frustración por no haberle dado un hijo todavía a su marido. La descendencia no llegaba y nadie sabía si se debía a la diferencia de edad, doña Laura era cinco años mayor que su esposo, o a las escasas oportunidades que el matrimonio tenía para encontrarse, dadas las largas ausencias de don Luis.

La realidad era que doña Laura amaba a su marido hasta dolerle el corazón, y tan fuerte era ese sentimiento que cuando él estaba, ella era otra persona. Aparecía entonces una mujer bondadosa, determinada, y siempre comprensiva con la servidumbre. Quien la conocía sabía además que era despierta para los negocios, inteligente, amante de la lectura y, por encima de cualquier otra cosa, muy piadosa. Acudía todas las mañanas a escuchar misa en el vecino monasterio de la cartuja, donde era conocida su generosidad hacia la institución y entre los menesterosos que la esperaban a sus puertas.

Sin embargo, la desgracia apareció demasiado pronto en la vida de Isabel, y lo hizo coincidiendo con la vuelta del señor a la hacienda tras ocho largos meses de viaje como miembro de la corte del emperador Carlos.

Hasta ese momento todo había sido perfecto.

Isabel hacía balance de lo sucedido el último año mientras Yago ronroneaba entre sus brazos, en aquel establo oscuro y frío. Todavía se preguntaba por qué se había dejado arrastrar por sus instintos de la manera que lo hizo. Lo había pensado infinidad de veces. Unas veces le echaba la culpa a su propia juventud y a la inconsciencia de sus pocos años, y otras a un deseo que era bastante habitual en ella, el de querer ser lo que no era, el de parecer una señora cuando tan solo era una plebeya. Pero quizá también tuvo bastante que ver lo apuesto que era aquel hombre.

Don Luis Espinosa era muy alto, más de lo común, y solo por eso llamaba la atención, pero lo que a Isabel le sedujo sin medida fueron sus ojos azules, tan nítidos y limpios que desde el primer momento en el que se posaron sobre ella, le resultó imposible sustraerse a su poder de atracción. Y a pesar de saber que era un hombre prohibido sucumbió a él.

Cuando le escuchaba hablar, su voz era tan grave y su tono tan profundo que podía sentir sus palabras penetrando en su cuerpo, hasta hacerla vibrar. Nunca había visto a un varón así. Poseía un recio carácter, propio de un guerrero, pero a la vez la pasión desenfrenada de un amante. Y se enamoró perdidamente de él.

A partir de entonces su deseo de conquista se forjó como si se tratase de una auténtica obsesión, una necesidad vital, casi como respirar o comer, y pronto nacieron en ella los primeros intentos de seducción. Cada vez que se cruzaban sus miradas, Isabel le mandaba sutiles guiños, que poco a poco fueron reflejando una mayor sensualidad. Después buscó fugaces roces a su paso, suspiros que arrancaban esperanzas en él, encuentros en pasillos que se ralentizaban deliberadamente, mientras se observaban, hasta que consiguió al fin captar su deseo por completo.

Y una noche, pocas semanas después de haber regresado don Luis Espinosa de su viaje, la buscó y ella le entregó su cuerpo, su juventud, su lozanía, y en realidad hasta su alma.

En aquel lecho, a la vez que perdía la inocencia, Isabel llegó a sentirse poderosa. Le pareció que entre ellos se abría como un nuevo mundo, un tiempo fuera del tiempo, un lugar donde él se entregaba por completo a ella hasta sentirle solo suyo, pero Isabel nunca pudo imaginar lo breve que iba a resultar esa aventura. Su brusco final llegó de forma tan sorprendente como dolorosa, después de haber sido amada en media docena de ocasiones, porque un buen día don Luis ensilló su caballo y se dirigió hacia el norte sin ni siquiera despedirse de ella.

Al ver ahora el fruto de aquel pecado entre sus brazos no se arrepentía de nada. Lo besó con infinita ternura transmitiéndole su incondicional amor, casi eterno, y decidió que a pesar de las dificultades pasadas, del embarazo en secreto y del desprecio de don Luis, se sentía bien pagada.

La inesperada aparición de una sobrina de Marta en el establo cortó el hilo de sus pensamientos.

—La señora Laura anda preguntando por ti y al parecer está muy enfadada…

La noticia sobresaltó a Isabel al ser consciente de lo tarde que era. Cualquier otro día habría terminado ya de arreglar a su señora antes de dejarla en su dormitorio. Destapó la cabecita del niño, lo miró con pena por tener que abandonarlo durante un rato, y al tratar de levantarse evidenció tantas dificultades que la recién llegada se prestó a ayudarla. Entonces fue cuando la chica, extrañada, descubrió que entre los brazos llevaba un niño cubierto con un paño. A causa de la sorpresa se quedó paralizada, sin poder creer lo que estaba viendo. Pero la dulzura del pequeño consiguió que sus manos terminaran buscándolo y que sus ojos se humedecieran de emoción.

—Pero ¿de dónde ha salido esta preciosidad?

La perplejidad de la muchacha no dejaba de ser una reacción natural, dado que Isabel había ocultado a todos su embarazo, a todos menos a Marta. Se trataba de un asunto grave que de ser descubierto le haría perder el trabajo y provocaría un escándalo formidable.

El hecho de actuar de esa manera había arrastrado consigo muchas complicaciones, sobre todo durante los últimos meses, cuando esconder su abultado vientre resultaba casi imposible. Para simularlo, cada mañana se enfundaba con una ancha faja de tela forrada de esparto. Se la ceñía con tanta fuerza que apenas se apreciaba una ligera hinchazón. Entre eso y la ayuda de una falda de volante ancho pudo mantener su trabajo, no inquietar a su señora más de la cuenta, ni sembrar dudas sobre las posibles paternidades del niño, pero sobre todo consiguió evitar que sintieran compasión por ella.

Quizá eso era lo que más le importaba.

Desde pequeña había escuchado a su madre decir que a los ojos de Dios su alma valía lo mismo que la de un rey, o que la del noble más poderoso. Con esa filosofía Isabel creció sintiéndose siempre orgullosa de lo que era, fuera mucho o poco, pobre o afortunada. Aquella enseñanza, grabada a fuego en su alma, hizo que se considerase tan digna de respeto como cualquier otra, a pesar de las miserias que hubiese padecido su familia, o las que conociera en el futuro.

—Te ruego que no se lo cuentes a nadie, repito, a nadie. —Isabel buscó en la mirada de la joven el necesario compromiso. Ella le respondió con la mano en el corazón.

—Lo juro, seré una tumba.

Isabel, aliviada por su respuesta, acarició el mentón de Yago y lo besó en la frente. El cálido abrigo de su madre era el perfecto refugio para un niño que en su corta existencia había estado más cerca de la muerte que de la vida. La expresión de paz que ahora reflejaba su rostro invitaba a quedarse a su lado para siempre, a disfrutar de él, pero el aviso de la sobrina seguía sobrevolando en la mente de Isabel. Marta, que la conocía muy bien, imaginó qué iba a hacer.

—Ahora he de ir a ver a mi señora.

—Por más que te insista, sé que vas a hacerlo igual, pero no estás en condiciones de trabajar. Invéntate cualquier excusa y vuelve cuanto antes al lado de tu hijo.

—Haré lo que pueda, no lo dudes. Como entenderás, no me apetece nada separarme de él, y además todavía he de llevarlo hasta la casa de mi hermana Aurelia, en Sanlúcar. A pesar de que, como sabes, me ha costado mucho persuadirla, al final se hará cargo del niño mientras yo no pueda cuidarlo.

Isabel lo dejó en brazos de Marta y caminó hacia la salida del establo. Consciente de su deplorable aspecto, se ajustó la camisola, ciñó su cintura con un ancho fajón y escogió dos paños limpios, que metió bajo la enagua para evitar complicaciones. Tiró de la falda con energía para disimular las arrugas, le devolvió un poco de color a sus mejillas con unos cuantos pellizcos y se recogió el pelo con una cinta.

—Doña Laura no va a notar nada…

A punto de abandonar el establo, buscó la cabecita del niño, y se despidió de ellas con la mano. Atravesó un desvencijado portón y forzó el paso tratando de disimular el agudo dolor que le atacaba en las entrañas, rota de pena al tener que dejar a su hijo sin haberlo casi visto.

Una vez en el exterior, sintió los efectos de una fresca brisa como un inmediato alivio a su acaloramiento, miró al estrellado cielo en aquella noche abierta y elevó su pensamiento hacia él, agradecida por el regalo de haber tenido a Yago. Se prometió que podría con todo, tuviera los problemas que tuviera o las dificultades que se le presentasen. Ella conseguiría sacar adelante a su hijo, aunque no tuviera padre. Atravesó el patio en el que confluían los almacenes y la bodega de la familia Espinosa aspirando el aroma a mosto y hollejo fermentado de la reciente vendimia.

Los Espinosa poseían una enorme extensión de tierras al norte de la ciudad de Jerez, casi todas sembradas de vid. Cuando llegaba el tiempo de la cosecha contrataban a muchos hombres y mujeres de la comarca, pero era tanto el trabajo que terminaban ayudando todos, incluida la servidumbre. Y ella, aquel año, había sido una más a pesar de su avanzado estado de gestación. Todavía recordaba los pinchazos que le atravesaban la espalda mientras pisaba la arenisca rojiza del suelo y recogía los centenares de racimos, o durante el prensado al añadir a pulso sobre los mimbres la uva ya pisada.

Con esos pensamientos, la muchacha entró en la gran casa por la puerta de las buganvillas y subió las escaleras con dificultad, apoyándose en las paredes. Se detuvo unos segundos a las puertas del dormitorio, tomó fuerzas de no sabía dónde, y mientras tocaba con los nudillos pidió permiso con voz dulce.

—¡Adelante, pasa!

La voz de doña Laura demostraba un fuerte estado de irritación.

—Me he despistado en la cocina, os pido disculpas.

—¿Disculpas? —Sus ojos se inflamaron de rabia—. Lo único que tienes que hacer a estas horas es ayudarme. No sé qué puedes haber estado haciendo para olvidar tus obligaciones —las palabras brotaban de su boca repicando, como si fuese el sonido de una campana.

Empezó a cepillarse la melena con energía.

Un prolongado silencio contuvo la respiración de ambas mujeres. Isabel conocía a su señora y supo que estaba midiendo sus siguientes palabras.

—Lo que me pasa es que soy demasiado condescendiente contigo. —Lanzó enfadada el cepillo sobre la consola—. Debería castigarte cuando incumples tus obligaciones, pero nunca lo hago.

Isabel lo recogió del suelo y empezó a peinarla con más delicadeza de la habitual. Una aguda punzada le retorció las tripas. Tuvo que cerrar los ojos y apretar la mandíbula para no gemir de dolor.

—De nuevo le ruego que me perdone... No será necesario ningún castigo, no volverá a suceder.

—Me gustaría saber a qué inútil tarea has estado dedicada todo este tiempo. —Doña Laura resopló enfadada—. Seguro que en alguna bobada...

Isabel se vio en el establo, tirada en el suelo, invadida de dolores en un parto que había sido interminable, y recordó con pavor el momento en que había creído a Yago muerto.

—Una bobada, sí…

El tono irónico de su respuesta despertó la ira en la mujer, que se levantó fuera de sí. Le recordó a voces la cita que tenía aquella noche en casa de los Martín Dávalos, y el poco tiempo de que disponía para organizarlo todo.

—Necesito depilarme, un baño, empolvar mi cuerpo, arreglar mi peinado, elegir vestido y un montón de cosas más que tendré que hacer a toda prisa porque mi irresponsable dama de compañía ha decidido hoy perderse en tonterías. —Tomó aire y siguió—. De momento recoge la ropa y trae agua caliente; necesito relajarme. ¡Ah!, y que no se te olvide el aceite de rosas.

Isabel comprobó con horror la cantidad de vestidos esparcidos por el suelo del dormitorio y calculó los efectos que provocaría sobre su deteriorado estado de salud tener que agacharse tantas veces.

—Y además te recuerdo… —la mujer prorrumpió de nuevo en su amonestación— que para trabajar como dama de compañía has de cuidar algo más tu aspecto. Hoy vas muy descuidada, no se me ha escapado... —Se dejó caer sobre la silla de forma pesada y estiró los pies. Había abandonado la idea de esperar nada mejor de esa chica.

Cuando Isabel empezó a agacharse para recoger la ropa, un sudor frío le recorrió la nuca. Cada vez que flexionaba las rodillas, su vientre se veía sacudido por un terrible latigazo que casi le cortaba la respiración. Para empeorar aún más las cosas, en una de aquellas flexiones que repetía una y otra vez, empezó a notar que algo húmedo y caliente le corría por las piernas. Desde ese momento no paraba de mirar su falda cada poco tiempo, por si la sangre traspasaba la ropa.

Cada uno de los encargos que doña Laura le fue ordenando se convirtió en una terrible prueba de resistencia. Tuvo que llenar la pila para su baño con más de veinte pesados cántaros de agua, pero lo cumplió, despacio, con extremo cuidado, como todo lo que le pidió, aunque en más de una ocasión se sintiese a punto de desfallecer. Le dolían todos los huesos y se encontraba en un estado de agotamiento extremo.

Pero por fin, pasadas dos horas, acompañó a la señora hasta el carruaje para despedirla, y fue entonces, a la entrada de la casona, cuando todo el cansancio acumulado se instaló en sus piernas y tuvo que apoyarse en la puerta para no caer. Allí, quieta, se relajó durante unos minutos, aspiró una larga bocanada de aire y disfrutó del descanso, en un intento de recuperarse de la descomunal paliza.

Una sonrisa despejó su pesar cuando sintió una presión desconocida en sus pechos. Al imaginar el motivo, se le iluminó el rostro y deseó volver a ver a Yago.

III

Marta observaba a Yago con infinita ternura.

El niño abrió la boca, cerró los ojos y apretó sus puñitos como si fuera a llorar, pero no lo hizo. Le había visto repetir ese mismo gesto varias veces hasta llegar a preocuparla. Para su alivio, por fin explotó en llanto, seguramente muerto de hambre. Y del silencio pasó a no dejar de berrear hasta que cayó rendido de cansancio y se durmió en sus brazos.

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