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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (80 page)

BOOK: El jinete del silencio
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Aquella noche, entre los asistentes se podía identificar a los más notables hombres de Estado, príncipes, varios de los artistas más renombrados y viejos conocidos de Pignatelli, y por supuesto el virrey don Pedro Álvarez de Toledo, quien admiraba en particular la labor conseguida. Muchos años atrás se había propuesto dar al mundo un nuevo animal nacido para expresar arte, un ser con un alma bella, capaz de desencadenar sensaciones, y por primera vez presenciaba muy emocionado el resultado.

A su lado, el duque de Tessa, propietario de la más prestigiosa yeguada de toda Europa, la de los Guzmanes, elogiaba una y otra vez la calidad de los caballos y la ejecución de los movimientos que se estaban mostrando.

—Lo más maravilloso de esta velada es que todavía me pregunto si en realidad estamos acudiendo a un concierto, se trata de una obra de teatro, pretenden conmovernos con unas hermosas habilidades ecuestres, o es todo lo anterior junto, como una nueva demostración artística con nombre propio. —El duque se dirigió al virrey, quien le contestó convencido.

—Esto es puro arte, amigo mío, arte… Hay emoción en el ambiente, pasión, un torrente de sensaciones que lo están contagiando todo. ¿Qué mejor definición del arte se puede dar que esta que estamos viviendo?

Camilo entró en pista apoyándose en Pignatelli y en otro de sus ayudantes con extrema dificultad. La gente valoró su empeño con una larga ovación.

—Están aplaudiéndoos —Pignatelli le habló al oído. Sufría al comprobar su extremo grado de agotamiento.

—Os agradezco que me acogierais en vuestra casa —le respondió Camilo también al oído—. Habéis ayudado a que sea feliz.

—Parece como si estuvierais despidiéndoos… —Pignatelli se despistó con un mozo que venía a avisarlo de que los fuegos estaban listos, y por eso no escuchó la contestación de Camilo.

—Tomadlo como tal, pues lo es…

Yago y Francesca se abrazaron en el interior de las cuadras desbordados de felicidad por el éxito que estaban teniendo. Ella lloraba, y era incapaz de contener tanta alegría viendo a Yago tan emocionado. Parecía como si la vida fluyera por su mirada en forma de un intenso haz de luz y placer.

—Yago, te están admirando… ¿No te parece maravilloso? —Tomó sus manos, le besó en la mejilla y le dedicó una mirada llena de orgullo—. Esta es tu noche. ¡Disfrútala!

—Es lo más hermoso que he vivido, Francesca. Lo haré, claro que lo haré.

Seis grandes fuegos formaron un pasillo de luz anaranjada en un lateral de la pista. En medio, los músicos empezaron a tocar una pieza suave, muy melódica, acompañada por el clavicordio que Camilo acariciaba con sus dedos.

Yago salió a la arena sin montar esta vez, con una rienda larga y una pequeña vara. Iba por detrás de un poderoso macho de capa isabelina y crines castañas, un animal de ojos brillantes y expresión tranquila. Era el único que trabajaba sin temor al fuego, y además el que mejor constitución física poseía; la necesaria para el ejercicio que pretendían ejecutar como colofón al espectáculo.

Colocó al caballo entre los fuegos, y al son de la música, con solo dos órdenes consiguió levantarlo, manteniéndolo en equilibrio sobre las patas traseras. Dándole suaves golpes en la cruz con las riendas, el caballo empezó a saltar sobre su tercio posterior recorriendo a buena velocidad el espacio limitado por las dos líneas de fuego. El público, aún más incrédulo que antes, observaba la evolución del corcel sin entender cómo lo conseguía. Yago mantuvo al animal sobre las dos patas girando sobre sí mismo para rehacer el camino en la dirección contraria, bajo el aplauso general de todos los allí presentes.

Pero antes de terminar su recorrido Camilo se sintió mal, mucho peor de lo que pudiera recordar, le faltó el aire, notó pesadez en sus párpados y una presión en los pulmones que le impedía respirar. Miró a Yago y entendió que todavía le faltaba un último ejercicio, el más espectacular. Necesitaba un poco más de tiempo, un soplo de vida, la fuerza necesaria para terminar de tocar la última composición con la que se cerraría la sonada presentación.

Rogó a su Señor que se lo concediera.

Concentrado en su tarea, cerró los ojos, y puso su vida y su alma a disposición de Dios. Se vio transportado a una lejana época de su vida, cuando todavía su espíritu se llenaba de experiencias místicas y la música lo movía todo. Se propuso revivir el mismo tono vital que gozaba por entonces y cuando lo consiguió, sus dedos volvieron a acariciar el teclado, decididos a liberar del instrumento su esencia, intensa y conmovedora, como lo hacía Yago con los caballos, o como un pintor desentrañaba en cada lienzo una composición única y hermosa.

Se sintió dichoso al estar presente en el momento en que Yago se hizo aún más grande, cuando hizo saltar a su caballo, y una vez arriba provocó que coceara, quedando las cuatro extremidades extendidas y el animal suspendido como en un vuelo, con la única compañía de las dulces notas que desprendían las violas y laúdes, y la solemnidad de su clavicordio como fondo.

El efecto que el ejercicio produjo levantó a todos.

Vitorearon a Yago, aplaudiéndole hasta dolerles las manos, convencidos de estar viviendo algo tan especial como nunca visto. Él se sintió muy orgulloso al recorrer las gradas como espectador de tanto júbilo, sin darse cuenta de que Camilo se había levantado e iba a su encuentro, para darle su enhorabuena. Pignatelli trató de alcanzarlo, pero no llegó a tiempo porque Camilo, con la mirada puesta en Yago y una alegría indescriptible en su alma, con la sensación de haber cumplido las misiones que su Señor le había encomendado en la vida, se derrumbó sobre el suelo.

Una buena parte del público pudo verlo y gritaron alarmados, señalando donde estaba caído. Yago se volvió a mirar sin saber qué había atraído su interés, pero al ver lo sucedido corrió hacia su amigo temiéndose lo peor.

Cuando llegó, un hilo de vida mantenía a Camilo con los ojos abiertos.

—Padre, no te vayas ahora. —Yago se arrodilló a su lado y se abrazó a él.

—Es mi tiempo. Pero me voy muy feliz al ver tu triunfo…

Junto a Yago se acercó Francesca rota de dolor, y con ella Volker y Carmen, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón destrozado. Pignatelli dio orden a sus ayudantes para que hicieran salir al público y evitar su curiosidad.

Los asistentes respondieron con respeto, callados, sin dejar de observar a quien sería conocido para siempre como el jinete del silencio. Yago, concentrado en Camilo, le tomaba la mano y la besaba con todo su respeto y cariño. Algunos pudieron ver al moribundo bendiciéndolo, antes de recibir un último beso de quien decía ser hijo suyo, coincidiendo con el último aliento que abandonó su boca antes de morir.

Yago se abrazó a él sin moverse durante más de una hora en un ahogado llanto que le mantuvo quieto, y ni Pignatelli ni Francesca pudieron separarlo.

Pidió quedarse a solas con él.

Despidió a todos de la pista. Mantuvo encendidas las lámparas y se tumbó al lado de Camilo con los brazos extendidos y la mirada puesta en el techo.

—He de decirte algo…, sé que me escucharás, estés ahora donde estés. —Se secó las lágrimas de los ojos y continuó hablando en voz baja, decidido a poner cada palabra en su justo orden—. Nunca fui un niño normal. Recordarás las bromas que me hacían en la cartuja, o la crueldad con la que me trató mi tía encerrándome en un agujero, o el desprecio que algunos sintieron por mí al creerme endemoniado, o tonto. Padre mío… Camilo… Tu Señor quiso que te cruzaras en mi camino, que dieras luz a mi vida como lo has hecho. Primero en la cartuja salvándome de morir ahogado en el río, enseñándome a controlar mis ansiedades, mostrándome el valor de la música, emocionándome con ella o abriéndome al mundo de los caballos, que me han dado todo lo que ahora soy. Fuiste a por mí a Jamaica, me libraste de la esclavitud y siempre has estado a mi lado dirigiéndome por el camino adecuado; has abierto mis ojos a todo lo que no entendía y me has querido, sobre todo eso… me has querido como a un hijo. —Tomó aire, suspiró despacio y se le ocurrió una idea que sería el mejor homenaje que podía ofrecerle, una forma de despedirse de él. Pero siguió hablando; necesitaba abrir su corazón y regalarle lo que sentía como alimento para su eterno viaje.

—¿Recuerdas que un día te conté la conversación que tuve con el artista Miguel Ángel? Él me habló de un camino que al recorrerlo me permitiría expresar lo que llevaba dentro de mí, y ese camino eran los caballos. Con ellos he sabido encontrar la belleza, pero también la he descubierto escondida entre mis silencios, cuando no podía salir afuera, preso de mis rarezas y oculto a todos. He luchado por ser alguien y demostrar que también tenía talentos, y gracias a ti lo he logrado. Han sido muchos los que me han herido, perseguido y maltratado, pero a ninguno guardo rencor; nunca supieron lo que hacían. Camilo, por encima de todo, lo que quiero que sepas es que cada vez que he deseado tener a un padre, a ese que nunca estuvo, aparecías tú. Porque solo tú has sido mi padre. —Observó su perfil, le abrió los ojos y le propuso la mejor despedida posible.

Se levantó del suelo, salió corriendo de la pista y buscó a uno de los músicos. Localizó una partitura compuesta por Camilo, la que había escuchado con él por primera vez en la iglesia de la cartuja, y pidió a tres mozos que le metieran una veintena de caballos en la pista. Hizo llamar a Carmen, Francesca y Pignatelli, y sobre todo a Volker.

La pista se iluminó de nuevo ante cuatro espectadores ajenos a las pretensiones de Yago. Con ellos, un quinto, derrumbado y muerto, tal vez a la espera de irse definitivamente, iban a presenciar la particular despedida que Yago quería regalarle.

El músico empezó a tocar la melodía encargada.

Y de pronto aparecieron.

Eran veinte caballos, todos ellos nacidos en la escuela, casi hijos de Yago y miembros selectos de una raza excepcional. Entraron sin apenas hacer ruido, siguiendo a Yago, que iba montando al primero. Su paso era solemne, como si fueran conscientes del duelo que allí se vivía.

La pieza concebida por Camilo se iniciaba con un contundente canon, donde la melodía principal iba dejando su protagonismo a la secundaria, a un solo tono por detrás. Como si respondieran al mismo patrón, los caballos seguían al que montaba Yago retrasando su paso.

Yago buscaba a Camilo en su postrera dedicatoria, con la cara cubierta de lágrimas y ellos obedecían sus deseos.

Cuando los veinte animales rodearon a Camilo, bajaron la cabeza hasta casi rozar la arena. Yago descabalgó y se tumbó a su lado. Los caballos, en una simbólica recreación del canon que seguía sonando, y ante la sorpresa de los pocos espectadores, se tumbaron también formando un círculo a su alrededor. En silencio, sin apenas moverse, testimoniaron así su respeto con el eco de una melodía cuyos tonos ahora invitaban al recogimiento, al silencio.

Pero cuando la composición tomó acordes más vivos y agudos, Yago se arrodilló y empezó a rezar a ese Dios que según Camilo vivía en lo más alto, donde imaginó que ahora se cruzaría su espíritu con las notas que ascendían hacia el techo de la pista. Después hizo un chasquido con la boca y de inmediato se atrajo la mirada de los caballos. Como si fueran uno, los veinte animales se levantaron a la vez, y a continuación doblaron sus miembros anteriores frente al cadáver de Camilo, en un gesto de respeto, acompañando a Yago en sus oraciones.

Él recorrió sus perfiles emocionado, y miró a lo más alto, a esa imaginaria cúpula para pedirle a Dios un último deseo.

—Si quieres ya puedes llevarte el alma de este hijo tuyo, de Camilo. Déjalo cabalgar por las nubes de tu cielo y ponle un órgano para que pueda alegrar tus días. Pero hazme un único favor; reserva una ventana para que de vez en cuando pueda mirarme, y siga protegiéndome desde allí. Porque lo necesito, como también debes de necesitarlo tú, pero yo por un importante motivo que sé que entenderás; porque él es mi padre.

Con el cierre de los últimos acordes de la melodía, el alma de Camilo ascendió arrastrada en sus notas, hasta alcanzar un lugar en lo más alto, donde lo esperaba su Señor.

En la pista, entre sus adorados caballos, abrazado por todos los suyos, Yago cerró los ojos y lo despidió para siempre.

FIN

EPÍLOGO

Cada vez que escribo una novela de ficción, uno de mis principales empeños consiste en captar el interés del lector, pero sobre todo despertar sus emociones; el más difícil pero a la vez apasionante reto.

Me sirvo para ello de una historia humana, más o menos salpicada de aventuras, drama o humor, añado un contenido histórico que por uno u otro motivo ha conseguido seducirme, y desde ese momento intento compartir su resultado con quien se asome a estas páginas. Unas veces se convierte en fondo del relato, y otras en el eje vertebral de la narración.

Con esos mimbres inicié el maravilloso proceso de construir esta nueva novela. Pero he de reconocer que en el caso de
El jinete del silencio
sucedió algo excepcional nada más empezarla, y tuvo como culpable a su principal protagonista. Yago se convirtió en un potente personaje que tomó muy pronto vida propia y consiguió seducirme por completo. Su diferencia, el autismo, y en concreto una de sus manifestaciones más comunes, síndrome que hoy día se denomina como Asperger, me abrió la ventana a una realidad que tal vez no se conozca demasiado salvo por alguna que otra película que pudo abrirnos los ojos a todos. El autismo, con todas sus variedades, puede resultar un inquietante problema para un ajeno, pero también es una experiencia enriquecedora para quienes les ha tocado vivirlo de cerca, tal vez con un hijo o un hermano.

Durante la concepción de la trama de esta novela busqué deliberadamente la presencia de un joven al que vamos a conocer desde su nacimiento. Descubriremos cómo evoluciona con la edad, e iremos recorriendo a su lado el peculiar modo que va a tener de entender lo que le sucede, cuando intente amar, cada vez que intente relacionarse con su entorno, cuando sufra, al enfrentarse a las grandes preguntas de la vida o al intentar encontrar utilidad a sus talentos una vez sea adulto.

La elección del momento histórico no fue tampoco casual. En la Nápoles virreinal se produjo una revolución humanista y cultural como en pocos lugares de Europa. Entre tantas disciplinas artísticas nació una nueva en coincidencia con la apertura de la primera escuela de equitación del mundo; un arte diferente, el ecuestre. A partir del siglo XVI el caballo dejará de ser un instrumento de guerra, transporte, o prestigio para unos pocos, y se convertirá en el ejemplo vivo de una tendencia que definió la esencia misma del Renacimiento: la búsqueda de la belleza.

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