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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

El juego de los abalorios (12 page)

BOOK: El juego de los abalorios
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Por un momento pareció que Knecht había decidido convertirse en músico, únicamente: descuidó en favor de la música todas las materias optativas, entre ellas la introducción al juego de abalorios, en forma tal que hacia el final del primer semestre el rector lo llamó a rendir razones. El alumno Knecht, sin dejarse dominar, se colocó tercamente en el punto de vista de los derechos del estudiante. Parece que contestó:

—Si fracaso en una de las ramas oficiales de la enseñanza está usted en su derecho de censurarme; pero no le he dado motivo para ello. Estoy en cambio en mi derecho, cuando dedico a la música tres cuartas partes o aun las cuatro del tiempo de que dispongo libremente. Me remito a los estatutos.

El rector Zbinden era lo bastante inteligente como para no insistir, pero naturalmente, tomó nota de este alumno y por mucho tiempo parece que lo trató con fría severidad.

Más de un año, probablemente alrededor de un año y medio, duró este período particular en la vida estudiantil de Knecht: clasificaciones normales, pero no brillantes, y —como se deduce del incidente con el rector— juiciosa reserva, un poco obstinada, ninguna amistad llamativa, pero en cambio un celo extraordinariamente apasionado por hacer música y abstención de casi todas las especialidades optativas, hasta el juego de abalorios. Algunos rasgos de esta imagen juvenil son, sin duda, característicos de la pubertad; probablemente, en este período se encontró sólo por casualidad y con desconfianza con el otro sexo; probablemente, se mantuvo —como muchos alumnos de Eschholz, que carecieran de hermanas en su hogar— completamente casto. Leyó mucho y, sobre todo, filosofía alemana: Leibnix, Kant y los románticos, entre los cuales Hegel era el que más le atraía.

Y ahora debemos hablar más ampliamente de aquel otro condiscípulo, que tuvo en la vida de Knecht en Waldzell un papel decisivo, el «transeúnte» Plinio Designori. Era un transeúnte, es decir, frecuentaba las escuelas de selección como invitado o huésped, sin intención, pues, de permanecer en forma permanente en «la provincia pedagógica» ni de entrar en la Orden. Los transeúntes eran raros porque las autoridades educativas, como es natural, nunca prestaron valor a la formación de estudiantes que pensaran volver al hogar paterno, al mundo, después de un lapso de instrucción selecta. En cambio, entre algunas viejas familias patricias de las cercanías de Castalia, con merecimientos especiales en la época de su fundación, subsistía la costumbre, no extinguida hoy todavía, de hacer educar en las escuelas de selección, de vez en cuando, al hijo que demostrara para ello suficiente disposición; el derecho respectivo se había convertido en tradición para esas pocas familias. Estos transeúntes, aunque debían someterse en todos los aspectos a las mismas reglas que los alumnos elegidos, constituían ya entre los alumnos una excepción, por cuanto no se alejaban cada vez más de año en año de su patria y de su familia, sino que pasaban con ellas las vacaciones; entre los camaradas seguían siendo siempre huéspedes y extraños, porque conservaban los hábitos y el modo de pensar de su lugar natal Los esperaba el hogar, la carrera en el mundo, la profesión y el matrimonio; en muy contadas ocasiones ocurrió que uno de estos transeúntes, impregnados por el espíritu de la «provincia», permaneciera al final en Castalia y entrara en la Orden, con el consentimiento familiar. En cambio, muchos estadistas conocidos en la historia de nuestro país fueron en su juventud alumnos transeúntes y defendieron vigorosamente la escuela en momentos en que la opinión pública, por una razón o por otra, se opuso con su censura a la selección y a la Orden.

Plinio Designori era, pues, uno de estos transeúntes; Josef Knecht, algo menor, hizo amistad con él al llegar a Waldzell Era un ser altamente dotado, brillante en la oratoria y en los debates, fogoso y un poco inquieto, que causó muchas cuitas al rector Zbinden, porque si como alumno se comportaba perfectamente y nada podía reprochársele, en ningún momento en cambio se esforzaba por olvidar su situación excepcional como transeúnte y por encuadrarse sin llamar la atención en lo posible, profesando muy libremente y con ánimo combativo un conjunto de opiniones mundanas, nada castalias. Fatalmente, entre los dos cantaradas nació una relación especial: ambos eran muy inteligentes y distinguidos, lo cual los hermanaba, mientras que en todo lo demás eran antitéticos. Hubiera sido necesario un maestro de gran visión y de experiencia extraordinariamente perspicaz, para extraer las quintaesencias de la tarea que se presentaba y facilitar de acuerdo con las reglas dialécticas, cada vez, una síntesis entre los contrastes y por encima de ellos. No le faltaban al rector Zbinden capacidad y voluntad para ello; no era de aquellos maestros para quienes el genio es molesto, pero carecía en este caso de la condición previa más necesaria: la confianza de ambos alumnos. Plinio, a quien le gustaba el papel de extraño y revolucionario, estaba siempre en guardia contra el rector, y con Josef Knecht, desgraciadamente, había surgido un desacuerdo por sus estudios privados; tampoco Josef se hubiera dirigido a Zbinden en procura de consejo. Por suerte existía en cambio el
Magister Musicae
. Knecht se dirigió a él pidiéndole ayuda y consejo, y este sabio y anciano músico tomó el caso en serio y guió magistralmente la jugada, como veremos más adelante. En manos de este maestro, el grandísimo peligro y la máxima tentación en la vida de Knecht se convirtieron en misión señalada, y el joven se mostró capaz de ésta. La historia íntima de la amistad-enemistad entre Josef y Plinio, esta música sobre dos temas, este juego dialéctico entre dos espíritus, fue más o menos la siguiente:

Naturalmente, fue Designori, al comienzo, quien llamó la atención de su contraparte y la atrajo hacia si. No sólo era mayor en edad, sino también hermoso, ardiente y fecundo; y sobre todo era uno «de fuera», no castalio, uno del mundo, un ser con padre y madre, tíos y tías, hermanos, para quien Castalia con todas sus reglas, sus tradiciones y sus ideales era solamente un etapa, un trecho de camino, una estada a plazo fijo. Para este cuervo blanco, Castalia no era el mundo, para él Waldzell era, una escuela como otra cualquiera y su regreso al «mundo» no representaba una vergüenza o un castigo; no lo esperaba la Orden, pero sí la carrera, el casamiento, la política, en fin, aquella «vida real» acerca de la cual cada uno de los castalios sentía ocultos deseos de saber más, porque el «mundo» era para ellos lo mismo que había sido para un penitente y un monje: lo de menos valor, lo prohibido, ciertamente, pero también lo misterioso, lo seducios, lo fascinante. Y Plinio no ocultaba realmente su pertenencia al mundo, no se avergonzaba de él, más aún, se sentía orgulloso. Con un ardor entre infantil y teatral, con algo de consciente y deliberado, hacía notar su diferencia de clase y aprovechaba cualquier ocasión para enfrentar sus conceptos y normas mundanos con los castalios y declararlos mejores, más justos, más naturales y humanos. Hablaba mucho al hacerlo de «naturaleza» y de «sana razón humana», oponiéndolas al espíritu escolástico deformado, fuera de la vida, y no ahorraba las réplicas y las grandes frases, pero era inteligente y tenía el buen gusto de no conformarse con groseras provocaciones, sino que sabía utilizar suficientemente las formas habituales de discusión de Waldzell. Quería defender el «mundo» y la vida ingenua y legítima contra la «espiritualidad orgullosamente escolástica» de Castalia, pero quería demostrar también que era capaz de hacerlo con las armas del adversario; no aspiraba a ser absolutamente el ser sin cultura que va trastabillando a ciegas en el jardín florecido de la formación espiritual. De vez en cuando, Josef Knecht se había detenido, oyente callado, detrás de algún pequeño grupo de alumnos, cuyo centro y orador era Designori. Con curiosidad, sorpresa y temor le había oído pronunciar frases en las que criticaba destructivamente todo lo que en Castalia se consideraba autoridad, cosa sagrada, y ponía en duda, demolía y ridiculizaba aquello en que él creía. Observó atentamente que ni con mucho los oyentes tomaban esos discursos en serio, algunos escuchaban visiblemente dispuestos a divertirse, como se escucha a un charlatán de feria; a menudo oía también refutaciones que cubrían de ironías y rebatían en serio los ataques de Plinio. Pero siempre se reunían algunos camaradas alrededor del joven, siempre era él el centro y, ya se tratara de un opositor o no, constantemente mostraba su fuerza de atracción y su hechizo tentador. También ocurría con Josef lo que sucedía con los otros que formaban alrededor del ardoroso orador grupos compactos y escuchaban sus tiradas con asombro o con risas; a pesar de aquella sensación de temor, hasta de angustia, que sentía por esos discursos, experimentaba una atracción desazonada y no porque las expresiones fueran divertidas, sino porque parecían importarle en serio. Íntimamente no aprobaba al audaz orador, pero había dudas de cuya existencia o posibilidades bastaba tener mera noción para sufrir por ellas. Al comienzo no fue un amargo sufrimiento, sino simplemente emoción e inquietud, una sensación mezcla de violento impulso y de remordimiento.

Debía llegar la hora, y llegó, en que Designori observó que entre sus oyentes había uno para quien sus palabras representaban algo más que entretenimientos excitantes o repulsivos y satisfacciones del gusto por las disputas; un niño rubio y silencioso, de hermoso y fino aspecto, aunque ligeramente ingenuo, y que se sonrojaba y contestaba parcamente, confundido, cuando le hablaba con amabilidad. Pensó Plinio que era evidente que ese jovencito lo seguía desde mucho antes, y resolvió premiarlo con un gesto de amigo conquistándolo del todo: lo invitó por la tarde a visitarlo en su cuarto. Pero no era fácil atraer a aquel niño puro y esquivo. Plinio comprobó con sorpresa que Josef le rehuía, no quería conversar y que tampoco aceptó la invitación; esto enardeció al «transeúnte» y comenzó a cortejar al silencioso Josef desde entonces, por amor propio al comienzo, luego en serio, porque sentía en el opositor, quizá un futuro amigo, quizá un adversario. Josef lo vio acercarse cada vez más, advirtió su proximidad y su atención intensa. Y tímido, se retrajo cada vez que el otro trataba de acercársele.

Este modo de proceder tenía sus razones. Josef había sentido hacía mucho ya que algo le aguardaba al lado de este camarada, quizá algo hermoso, una ampliación de su horizonte, una experiencia, una revelación; tal vez también una tentación y un peligro; de todas maneras algo que debía superarse. Había comunicado a su amigo Ferromonte las primeras reacciones de duda y crítica que despertara en él la oratoria de Plinio, pero este otro le había hecho poco caso, declarando al «transeúnte» un tipo engreído y jactancioso, a quien no cabe prestar oídos, y se había abismado en seguida en sus ejercicios musicales. Una clara sensación interior le decía a Josef que el rector sería la instancia ante la cual debía exponer sus dudas y sus inquietudes, pero desde aquella pequeña controversia por la música, no mantenía con el superior una relación cordial y franca ya: temía no ser comprendido por él, y aun más temía que una explicación acerca del rebelde Plinio podría ser considerada por el rector como una especie de delación. En esta perplejidad que los intentos de Plinio hacia un acercamiento amistoso tornaba cada vez más penosa, se dirigió a su protector, a su espíritu bueno, el
Magister Musicae
, en una larguísima carta que nos ha sido conservada, entre otras cosas, decía en ella:

«No veo claro todavía si Plinio espera conquistar en mí a un adepto o solamente a un interlocutor. Espero que se trate de lo segundo, porque adherir a sus conceptos sería llevarme a la infidelidad y arruinar mi vida, que está arraigada desde ya en Castalia; fuera de aquí no tengo ni padres ni amigos a quienes poder volver, si realmente alguna vez tuviese este deseo. Mas aunque los irrespetuosos discursos de Plinio no tuviesen la finalidad de convertirme y ejercer en mí alguna influencia, me dejan perplejo. Con usted, venerado maestro, debo ser completamente sincero: en la forma de pensar de Plinio algo aparece a lo cual no puedo contestar simplemente con un no; este algo apela a una voz en mí que a veces se inclina a darle la razón. Probablemente, es la voz de la naturaleza y se encuentra en cruda oposición con mi educación y con nuestros conceptos corrientes. Cuando Plinio señala a nuestros profesores y maestros como casta sacerdotal y a los alumnos como grey ciega y castrada, estas palabras son lógicamente crudas y exageradas, pero contienen sin embargo, alguna verdad, de otra manera no podrían inquietarme tanto. Plinio puede decir cosas muy sorprendentes y desmoralizantes. Por ejemplo: el juego de abalorios es un retroceso a la época folletinesca, un mero juego irresponsable con letras en las que hemos disuelto las lenguas de las distintas ciencias y artes; consta de puras asociaciones y juega con meras analogías. O bien: nuestra resignada esterilidad demuestra la falta de valor de toda nuestra formación espiritual, de toda nuestra conducta. Analizamos, por ejemplo, las leyes y las técnicas de todos los estilos y épocas de la música, pero no creamos nueva música. Leemos y explicamos, dice él, a Píndaro o a Goethe y nos avergonzamos de hacer versos. Son reproches ante los cuales no puedo reírme. Y no son los peores, no son los que más hondo me hieren. Es horrible cuando afirma, pongamos por caso, que los castalios llevamos una existencia de pájaros cantores artificialmente criados, sin que ganemos nuestro pan, sin conocer la necesidad y la lucha por la vida, sin saber ni querer saber nada de la parte de la humanidad que con su trabajo y su pobreza es la base de nuestra existencia de lujo».

Y la carta terminaba con estas frases:

«Tal vez, reverendísimo señor, abusé de su amistad y de su bondad y estoy preparado para que usted me eche de su lado. Écheme usted, impóngame penitencia: le estaré agradecido. Pero necesito absolutamente un consejo. Puedo resistir la presente situación por un lapso más; no me es posible convertirla en evolución real y fructífera; para esto soy demasiado débil e inexperto y, lo que es tal vez lo peor, no puedo confiarme a nuestro señor rector, a no ser que usted me lo ordene expresamente. Por esto le molesto con una cuestión que comienza a tornarse para mí en grave aprieto».

Tendría suma importancia poseer por escrito también la respuesta del
Magister
a este grito de socorro. Mas la contestación se verificó oralmente. Pocos días después de enviada la carta, el
Magister Musicae
llegó a Waldzell para dirigir un examen de música y, durante los días de su estada allí, el anciano se ocupó mucho de su pequeño amigo. Lo sabemos por lo que narró más tarde el mismo Knecht. Las cosas no fueron allanadas. El gran maestro comenzó por someter a un exacto estudio las clasificaciones escolares de Knecht y también sus estudios privados, y encontró estos últimos demasiado unilaterales; en esto dio la razón al rector de Waldzell y también insistió en que Josef lo admitiera delante de aquél. Impartió asimismo normas exactas para la relación de Knecht con Designori y no partió antes de haber discutido el asunto con el señor Zbinden. La consecuencia de todo esto no fue solamente la notable controversia, inolvidable para ser nunca cordial y misteriosa, como la mantenida con el
Magister Musicae
, pero sí clara y sin tirantez.

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