El juego de los abalorios (10 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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La despedida de Eschholz fue en la vida de Knecht un hecho netamente decisivo. Mientras hasta ese momento había vivido en una especie de infancia feliz, en una subordinación y armonía voluntarias y casi carentes de problemas, comenzaba ahora un período de lucha, de evolución y problemas. Tenía casi diecisiete años, cuando se le comunicó su inminente traslado a un grado escolar superior, juntamente con un grupo de condiscípulos, y por un breve lapso no hubo para los elegidos ninguna cuestión más importante ni discutida que la del lugar al que cada uno seria trasplantado. De acuerdo con la tradición, el nombre de este lugar era comunicado solamente en los últimos días, antes de la partida, y entre la fiesta de despedida y el día del alejamiento corría un período de vacaciones. Durante ellas, un hecho placentero e importante ocurrió para Knecht: el
Magister Musicae
lo invitó a visitarlo al final de una excursión y ser su huésped por algunos días. Honor muy grande y raro. Acompañado por un camarada de su promoción —Knecht pertenecía aún a Eschholz, a cuyos estudiantes no estaba permitido viajar solos—, se fue una mañana temprano al bosque para subir a las montañas y, cuando ambos llegaron a una cumbre despejada, después de ascender durante tres horas por la sombra del bosque, vieron abajo tenderse empequeñecido y reducido a menos de lo que pudiera abarcar la vista, a su Eschholz, fácilmente identificado por la masa oscura de los cinco gigantes arbóreos, por el rectángulo de césped y los estanques resplandecientes, por el alto edificio escolar, el economato, la aldehuela, el famoso soto de fresnos. Los dos jovencitos se detuvieron mirando hacia el fondo del valle; muchos de nosotros recuerdan el grato panorama, porque los edificios fueron reconstruidos casi idénticos después del gran incendio y tres de los enormes árboles sobrevivieron al fuego. Allá abajo vieron su escuela, su hogar de muchos años, del que tendrían que marcharse pronto, y ambos se emocionaron frente al cuadro.

—Creo que nunca advertí exactamente qué hermoso es —dijo el acompañante de Josef—. Puede que sea porque veo por primera vez un lugar que debo dejar y del cual tengo que despedirme.

—Eso es —confirmó Knecht—, tienes razón. A mí me pasa lo mismo. Mas aunque debamos partir de aquí, no dejamos a Eschholz por cierto. Lo han dejado realmente sólo aquellos que se han ido para siempre, aquel Otto, por ejemplo, que sabía componer tan maravillosas parodias en latín, o nuestro Carlomagno, que podía nadar tanto tiempo bajo el agua, y los otros… Ellos se han despedido de veras, porque se han eliminado. Nunca más pensé en ellos, sólo ahora se me ocurre recordarlos. No te rías, pero todos estos apóstatas tienen, sin embargo, para mí algo que me impresiona, del mismo modo que posee cierta grandeza el ángel renegado, Lucifer. Tal vez cometieron un error; mejor dicho: sin duda cometieron un error, pero de todas maneras hicieron algo, concluyeron algo, se atrevieron a dar un salto, hacía falta valor para ello. Nosotros hemos tenido paciencia y aplicación, hemos tenido criterio, pero no hemos hecho nada, no hemos dado ningún salto…

—No sé —opinó el otro—, muchos entre ellos no hicieron nada, no se atrevieron a nada, sino que sólo holgazanearon simplemente, hasta que se los echó. Mas tal vez no te comprendo del todo. ¿Qué quieres decir con eso de «dar el salto»?

—Entiendo el poder liberarse, el hacer algo en serio…, el saltar, pues sí yo no quiero volver de un salto a mi hogar anterior, a mi vida precedente; ella no me atrae, casi la he olvidado. Pero deseo que un día, cuando llegue la hora y sea necesario, pueda yo también liberarme y saltar, mas no por cierto hacia atrás en lo inferior, sino hacia adelante, en lo más alto.

—Justamente, hacia adelante vamos. Eschholz fue un escalón, el próximo será más alto y, al final, nos espera la Orden.

—Si, ciertamente, pero no aludía a eso. Sigamos,
amice
[13]
, vagabundear es muy hermoso y me alegrará, me devolverá la alegría. Nos hemos vuelto melancólicos.

Con este estado de ánimo y estas palabras, que conservó aquel camarada para nosotros, se anuncia ya la tormentosa época de la juventud de Knecht.

Dos días más tarde, los dos compañeros se pusieron en camino y llegaron al lugar donde residía entonces el
Magister Musicae
, la localidad de Monteport en alta montaña, donde el maestro desarrollaba justamente un curso para jefes en el antiguo monasterio. El camarada fue alojado en el pabellón de huéspedes, mientras Knecht pasó a una reducida celda en la residencia del anciano maestro. No había aún acabado de desempacar su mochila, después de haberse lavado, cuando se le presentó su anfitrión. El venerable señor tendió la mano al jovencito y se sentó en una silla; con un leve suspiro, cerró por unos instantes los ojos, como solía hacer cuando se sentía cansado, luego dijo amablemente, levantando la mirada:

—Discúlpame, no soy un buen anfitrión. Llegas precisamente de un viaje a pie y estarás cansado; si he de ser sincero, yo también lo estoy, mi jornada es un poco agobiadora, pero si no tienes sueño, quisiera que me acompañaras ahora mismo a mi habitación por una hora. Puedes quedarte dos días y mañana, si quieres, invitarás también a tu compañero a mi mesa, pero desgraciadamente no tengo mucho tiempo para dedicarte; hemos de ver cómo encontramos el par de horas que necesito para tí. Comencemos, pues, enseguida, ¿no te parece?

Llevó a Knecht a una celda grande, abovedada, donde no había otros muebles que un piano y dos sillas. Y ambos tomaron asiento en ellas.

—Pronto estarás en otro grado —dijo el
Magister
—. Allí aprenderás toda clase de cosas nuevas, muchas muy bellas; pronto también comenzarás a embeberte en el juego de abalorios. Todo esto es agradable e importante; pero hay algo más importante que todo el resto: aprenderás a meditar. En apariencia, todos los aprenden, pero no siempre se suele comprobarlo. Desearía de ti y para ti que lo aprendieras en la mejor forma, la más correcta; lo demás viene solo. Por eso quisiera darte yo mismo las dos o tres primeras lecciones y éste era el motivo de mi invitación. Vamos a intentar hoy, mañana y pasado mañana, meditar una hora cada día y precisamente sobre música. Ahora tendrás un vaso de leche para que ni la sed ni el hambre te molesten; la comida será servida algo más tarde.

Llamó a la puerta y le trajeron un vaso de leche.

—Bebe despacio, muy despacio —le advirtió—, no te apresures y no digas nada.

Knecht tomó muy lentamente su leche fresca; el maestro estaba sentado frente a él y mantenía los ojos cerrados otra vez; su rostro tenía un aspecto de vejez verdadera, pero era amable, lleno de paz; sonreía hacia dentro, como si hubiera descendido en sus propios pensamientos a semejanza de un hombre cansado que toma un baño de pies. Irradiaba paz. Knecht lo comprendió y a su vez se sintió en paz.

El
Magister
se volvió y colocó las manos en el teclado. Tocó un tema y lo prosiguió en variaciones, parecía un trozo de algún maestro italiano. Indicó a su invitado que imaginara el curso de esta música como una serie ininterrumpida de ejercicios de equilibrio, como una secuela de pasos más breves o más largos desde la mitad de un eje simétrico, y que no prestara atención más que a la figura que dibujaran esos pasos. Repitió los compases, reflexionó sobre ellos en silencio, los repitió una vez más y se quedó sentado así, con las manos apoyadas en las rodillas, los ojos cerrados a medias, sin movimiento alguno, repitiendo y considerando la música dentro de sí mismo. También el alumno prestó íntima atención, vio fragmentos de pentagramas ante sus ojos, observó que algo se movía, pasaba, danzaba y flotaba volando, y trató de reconocer el movimiento y de leerlo como las curvas que describe el vuelo de un ave. Las líneas se confundían y volvían a perderse; tuvo que recomenzar desde el principio, por un segundo le falló la concentración, se halló en el vacío, miró perplejo a su alrededor y vio flotar en la penumbra la cara tranquila, pálida, ensimismada del
Magister
; volvió a ese espacio espiritual del que había salido casi deslizándose, oyó resonar en él otra vez la música, la vio pasar por ese espacio, vio que dibujaba la línea de su movimiento, siguió con, la vista y la mente los pies danzantes de lo invisible…

Le pareció que había pasado mucho tiempo, cuando se escurrió afuera de aquel espacio, cuando sintió de nuevo físicamente la silla en que estaba sentado, el piso de ladrillos cubierto por una estera, la luz crepuscular ya más débil fuera de las ventanas. Sintió que alguien lo miraba, levantó los ojos y encontró la mirada del
Magister Musicae
que lo contemplaba atentamente. El maestro le hizo una señal casi imperceptible con la cabeza, tocó con un dedo,
pianissimo
, la última variación de esa música italiana.

—Quédate sentado aquí —dijo al jovencito—, volveré. ¡Busca otra vez la música en ti mismo, presta atención a la figura! Pero no te violentes, no es más que un juego. Y no te hará daño tampoco si al hacerlo te duermes.

Se fue. Le esperaba una tarea más, en la jornada rebosante de trabajo, una tarea nada fácil ni agradable, que nunca hubiera deseado. Debía hablar con un alumno del curso de jefes, muy talentoso, pero vanidoso y arrogante, a quien tenía que reprochar groserías, demostrar lo injusto de su conducta, revelar preocupación y sorpresa, amor y autoridad. Suspiró. ¡Nunca se lograba el orden definitivo, nunca se podían extirpar errores reconocidos! ¡Siempre los mismos errores que corregir, siempre la misma maleza que arrancar! El talento sin carácter, el virtuosismo sin jerarquía, que dominara un tiempo la vida musical de la época folletinesca, derrotado y destruido durante el Renacimiento musical, reverdecía otra vez y echaba brotes.

Cuando volvió de su tarea, para comer con Josef su cena, lo halló tranquilo, complacido además, y nada cansado ya.

—Fue algo muy hermoso— dijo el niño como en una ensoñación—. La música se me perdió, se trasformó.

—Déjala fluctuar en ti como en un reflejo —dijo el
Magister
y lo llevó a un cuartito donde estaba tendida la mesa con pan y frutas.

Comieron, y el maestro lo invitó a asistir un rato al día siguiente al curso de jefes. Antes de retirarse y después de acompañarle a su celda, dijo al huésped:

—Durante tu meditación, has visto algo, la música ha surgido en ti como una figura. Trata de dibujarla, si te agrada.

En la hospitalaria celda, Knecht encontró sobre la mesa una hoja de papel y lápices, y antes de acostarse intentó dibujar la figura, en que se había trasformado la música. Trazó una línea y cortas rayas laterales que salían de aquélla a intervalos rítmicos; eso le hizo recordar la ordenada inserción de las hojas en las ramas de una planta. No le satisfizo lo logrado, sintió deseo de intentarlo una y otra vez y, al final, curvó la línea, casi jugando, hasta formar un círculo del cual irradiaban las rayas laterales, como las flores en el círculo de una corona. Se acostó luego y se durmió en seguida. En sueños llegó a la cumbre de la colina sobre el bosque donde había descansado el día anterior con su camarada, y vio a sus pies en el valle a su querido Eschholz, mientras el rectángulo del instituto escolar se convertía en un óvalo y luego en un círculo, en una corona; ésta comenzó a girar con rapidez alocada; entonces reventó y voló en brillantes estrellas lentamente, después con velocidad cada vez más creciente y, al final, restallantes.

Al despertar, no recordó nada de todo eso, pero cuando más tarde el maestro le preguntó durante un paseo mañanero si había tenido algún sueño, le pareció como si en ese sueño le hubiera ocurrido algo malo o excitante; hizo memoria, encontró lo soñado, lo contó y se quedó asombrado por su candidez. El maestro escuchaba con atención.

—¿Hay que hacer caso de los sueños? —preguntó Josef—. ¿Es posible interpretarlos?

El maestro lo miró en los ojos y contestó brevemente:

—De todo hay que hacer caso, porque todo puede interpretarse.

Algunos pasos más adelante, preguntó paternalmente:

—¿En qué escuela preferirías entrar?

Josef se sonrojó. Replicó en voz baja, de prisa:

—Creo que en Waldzell.

El
Magister
asintió con la cabeza:

—Me lo imaginé. Pero tú conoces la vieja máxima:
Gignit autem artificiosam…

Con las mejillas rojas aún, Knecht completó la sentencia que todos los alumnos conocían:


Gignit autem artificiosam lusorum gentem Cella Silvestri
(en romance común: Waldzell
[14]
, sin embargo, suscita la reducida población de artistas en el juego de abalorios).

El anciano lo miró cordialmente:

—Verosímilmente, ése es tu camino, Josef. Tú sabes que no todos están de acuerdo acerca del juego de abalorios. Dicen que es un sustituto de las artes y que los jugadores son literatos, que no deben ser considerados en realidad intelectuales, sino artistas que fantasean libremente y se divierten. Ya verás lo que hay de verdad en ello. Tal vez tienes ideas acerca del juego de abalorios, que le asignan más valor que el que realmente tiene, tal vez sea todo lo contrario. Es muy cierto que el tal juego ofrece sus peligros. Por eso mismo lo amamos; por los caminos seguros, sin peligros, enviamos solamente a los débiles. Pero nunca debes olvidar lo que te dije tantas veces: nuestra finalidad, nuestra determinación, es reconocer exactamente los contrarios, en primer lugar y sobre todo como contrarios, luego como los polos de una unidad. Lo mismo ocurre con el juego de abalorios. Las naturalezas artísticas están enamoradas de él porque permite el fantasear: los científicos severos, especializados, lo desdeñan —también algunos músicos lo hacen—, porque carece de aquel grado de severidad en la disciplina que pueden alcanzar las distintas ciencias. Bien, tú aprenderás esos contrarios y con el tiempo descubrirás que no se trata de contrarios de los objetos, sino de los sujetos, que, por ejemplo, un artista de la imaginación no evita las matemáticas puras o la lógica, porque sabe algo de ellas y podría explicarlas, sino porque tiende instintivamente a otra cosa. Por esas tendencias y antipatías instintivas y violentas, podrás reconocer con seguridad a las almas pequeñas o inferiores.

En realidad, es decir, en las almas grandes y en los espíritus superiores, no existen estas pasiones. Cada uno de nosotros no es más que un hombre, un intento, alguien a medio camino. Pero debe estar a medio camino en la dirección de lo perfecto, debe tender al centro, no a la periferia. Recuérdalo: se puede ser un lógico estricto o un gramático y, al mismo tiempo, estar colmado de fantasía y de música. Se puede ser músico o jugador de abalorios y, contemporáneamente, estar entregado por entero a la ley y a la regla. El hombre que imaginamos y queremos, que es nuestra meta llegar a ser, debería poder cambiar todos los días su ciencia o su arte por otro cualquiera dejaría resplandecer en el juego de abalorios la lógica más cristalina y en la gramática la fantasía más ricamente creadora. Así tendríamos que ser, tendríamos que poder ser colocados a cada hora en distinto lugar, sin que nos opusiéramos o nos confundiéramos.

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