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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

El juego de los abalorios (3 page)

BOOK: El juego de los abalorios
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Debemos confesar que no estamos en condiciones de dar una clara definición de los productos por los cuales denominamos «folletinesca» a esa época. Al parecer, fueron elaborados por millones como una parte especialmente preferida en el material de la prensa diaria, formaron el alimento principal de lectores necesitados de cultura, informaron o, mejor dicho, «charlaron» de mil objetos de la ciencia y, verosímilmente, los más inteligentes de estos folletinistas se solazaron a menudo con su propia labor; por lo menos, Ziegenhals admite haber topado con muchos de estos trabajos que se inclina a interpretar como automofa de sus autores por ser absolutamente incomprensibles. Es muy posible que en estos artículos producidos «industrialmente» se derrochara una cantidad de ironía y autoironía, para cuya comprensión fuera necesario hallar antes la clave. Los fabricantes de estas jugarretas pertenecían en parte a las redacciones de los diarios, en parte eran «escritores libres», y a menudo hasta se los llamaba poetas pero parece también que muchos de ellos pertenecían a la categoría de los sabios y aun algunos fueron universitarios de renombre. Temas preferidos de tales ensayos fueron anécdotas de la vida de hombres y mujeres célebres y su correspondencia; titulados, por ejemplo:
Federico Nietzsche y la moda femenina alrededor de 1870 o Los platos preferidos del compositor Rossini, o El papel del perrito faldero en la vida de las grandes cortesanas
, etc. Además, gustaban las consideraciones que historian los temas actuales de conversación de los ricos, como
El sueño de la fabricación artificial del oro en el curso de los siglos, o Las tentativas para influir quimiofísicamente sobre el clima
y cien argumentos parecidos. Cuando leemos los títulos de tales retahílas citados por Ziegenhals, nuestra extrañeza no es tanto por el hecho de que hubiera gente que las ingería como lectura cotidiana, cuanto porque autores de fama y categoría y buena preparación cultural contribuían a
servir
este gigantesco consumo de interesantes naderías, como rezaba en forma elocuente la expresión empleada: ella indica por lo demás también la relación de entonces del hombre con la máquina. De vez en cuando, tenía especial preferencia la interpelación de personalidades conocidas sobre problemas del momento, a la que Ziegenhals dedica un capítulo especial; en ellas, por ejemplo, se hacía hablar a químicos o a virtuosos pianistas de renombre sobre política, a actores en boga, bailarines, gimnastas, aviadores o también poetas sobre ventajas y desventajas de la soltería, sobre las presumibles causas de la crisis financieras, y otros temas de esta naturaleza. Se trataba únicamente de poner en relación un nombre conocido, con un tema justamente actual: hay que leer los ejemplos, algunos desconcertantes, que Ziegenhals enumera por centenares. Como dijo antes, es posible suponer que en toda esta actividad se mezclaba buena parte de ironía, quizá está ironía fuera diabólica o desesperada, hoy no es fácil imaginarlo; pero por la enorme multitud que a la sazón parece haber sido tan sorprendentemente aficionada a la lectura, todas esas cosas grotescas fueron aceptadas indudablemente con seria buena fe. Si un cuadro famoso cambiaba de dueño, si se subastaba un valioso manuscrito, sí se quemaba un antiguo castillo, si el portador de un apellido de la vieja nobleza se veía envuelto en un escándalo, los lectores conocían en mil folletines no solamente estos hechos, sino que recibían también el mismo día o, a lo sumo, al día siguiente, una cantidad de material anecdótico, histórico, psicológico, erótico, etc., relativo al tema del caso; sobre cada acontecimiento del día se volcaba un río de acuciosas apuntaciones, y la obtención, la clasificación y la formulación de todas estas comunicaciones lució absolutamente el sello de la mercancía de gran consumo, producida rápidamente y sin responsabilidad. Asimismo, según parece, pertenecían al folletín también ciertos juegos, a los que se incitaba a los lectores, mientras con ellos se aumentaba su hartazgo de materia científica; de esto informa una larga nota de Ziegenhals acerca del maravilloso tema de las «palabras cruzadas». En esa época, millares y millares de hombres, que generalmente cumplían trabajos pesados y vivían una vida difícil, permanecían inclinados en sus horas libres sobre cuadrados y cruces de letras, cuyas casillas llenaban de acuerdo con ciertas reglas de juego. Debemos cuidarnos de ver en esto solamente el aspecto ridículo o tonto y tenemos que evitar mofarnos al respecto. Aquellos hombres, con sus adivinanzas infantiles y sus intentos culturales, no eran ciertamente niños ingenuos y reacios juguetones; estaban envueltos angustiosamente en fermentos y sismos políticos, económicos y morales, y sostuvieron muchas guerras terribles y luchas civiles; sus pequeños juegos educativos no fueron simplemente niñerías tontas y generosas, sino que correspondieron a una profunda necesidad de cerrar los ojos y de refugiarse en un mundo ilusorio e inofensivo en lo posible, huyendo de problemas insolubles y de acongojados temores de ruina. Aprendían con perseverancia a guiar automóviles, a jugar difíciles juegos de naipes, y se dedicaban distraídos a resolver enigmas de palabras cruzadas, porque se enfrentaban casi sin defensa a la muerte, la angustia, el dolor, el hambre, sin que ya pudieran confortarlos las Iglesias o aconsejarlos el espíritu. Esta gente que leía tantos ensayos y oía tantas conferencias, no se daba tiempo ni ánimo para fortalecerse contra el miedo, para combatir dentro de sí misma la angustia de la muerte: se dejaba vivir temblando y no creía en ningún mañana.

También había conferencias, y nos corresponde hablar brevemente aun de esta categoría de folletín un poco más noble. Especialistas y también bandoleros espirituales ofrecían, aparte de los ensayos, gran número de disertaciones a los ciudadanos de aquella época, que se aferraban todavía firmemente al concepto de cultura despojado de su anterior sentido; no se trataba solamente de oraciones solemnes en ocasiones especiales, sino de discursos pronunciados en salvaje competencia y cantidad apenas imaginable. En esos días, el habitante de una ciudad de mediana importancia, o su mujer, podía escuchar conferencias una vez por semana, en las grandes ciudades casi todas las noches, y en ellas se le instruía teóricamente sobre algún tema, obras de arte, poetas, sabios, investigadores, viajes alrededor del mundo; el oyente permanecía completamente pasivo y la conferencia suponía tácitamente una relación del público con el tema, una preparación previa, una cultura y una facultad de recepción, sin que esto existiera en la mayoría de los casos. Había conferencias divertidas, temperamentales o chistosas, sobre Goethe, por ejemplo, que subía a la diligencia con su frac azul y seducía muchachas de Estrasburgo o de Wetsal, o sobre la cultura árabe, en las que se mezclaban muchas palabras intelectuales en boga como en un cubilete de dados, y cada uno se alegraba cuando podía reconocer aproximadamente alguna de ellas. Se escuchaban conferencias sobre poetas cuyas obras nunca se habían leído ni se había soñado leer; se proyectaban también por medio de aparatos adecuados figuras e ilustraciones y se luchaba, exactamente como en los folletines de los diarios, con una inundación de valores culturales y fragmentos de saber aislados y vacíos de sentido. En resumen, se enfrentaba justamente muy de cerca aquella horrorosa desvalorización del verbo que, ante todo, provocó en secreto, en círculos muy reducidos, el contramovimiento heroico ascético que muy pronto se hizo visible y poderoso y fue el nacimiento de una nueva autodisciplina y una nueva dignidad del espíritu.

La inseguridad y la falsedad de la vida espiritual de aquella época, que, sin embargo, en muchos aspectos ostentó energía constructiva y grandeza, nos las explicamos los modernos como un síntoma del horror que invadió al espíritu, cuando al final de una era de victoria y prosperidad aparentes se encontró de pronto ante la nada: una gran necesidad material, un período de tormentas políticas y bélicas y una desconfianza surgida del día a la noche de sí mismo, de la propia fuerza y dignidad, y aun de la propia existencia. Pero en ese periodo de sensación del derrumbe surgieron, por cierto, muchas contribuciones espirituales muy elevadas, entre otras los comienzos de una ciencia musical de la que somos herederos agradecidos. Pero mientras es tan fácil encuadrar bella e inteligentemente determinadas secciones del pasado en la historia universal, todo presente se torna difícil para su autoinserción ordenada; por eso una tremenda inseguridad, una tremenda desesperación, cayó sobre lo espiritual, precisamente, al descender con enorme rapidez las exigencias y las contribuciones espirituales hasta un nivel muy modesto. Se acababa en realidad de descubrir aquí y allá intuición viva en la obra de Nietzche que había pasado el período creador de su cultura y de su misma juventud, que había comenzado la vejez y el crepúsculo, y por esta comprensión experimentada de pronto por todos y groseramente formulada por muchos, se explican tantos angustiosos signos de la época: la árida mecanización de la vida, la profunda decadencia de la moral, el descreimiento de los pueblos, la falsedad del arte. Como en Id maravillosa fábula china, había resonado la «música de la decadencia», que osciló por décadas enteras como una nota baja de órgano amenazante, corrió como corrupción por las escuelas, los diarios y las academias, fluyó como lipemanía y psicosis entre los artistas y los críticos de la época que hoy pueden ser tomados en serio, hizo estragos en todas las artes como exceso de producción salvaje y de simples aficionados. Hubo distintas formas de reacción frente a este enemigo que ya había penetrado y no podía ser conjurado. Sólo se podía reconocer en silencio la amarga verdad y soportarla estoicamente; esto hicieron los mejores. Era posible tratar de desmentirlos, y para ello los apóstoles literarios de la doctrina de la decadencia cultural ofrecían muchos puntos de fácil ataque; además, el que aceptaba la lucha contra esos amenazantes profetas, tenía influencia sobre los ciudadanos y era escuchado, porque el hecho de que la cultura que el día antes todavía se creía poseer y de la que todos se habían mostrado tan orgullosos, ya no existía, y que la civilización y el arte tan amados no eran más civilización ni arte genuinos, parecía menos audaz e insoportable que las inflaciones financieras imprevistas y la amenaza de los capitales por la revolución. Además, contra la sensación de decadencia había también la postura cínica: seguir bailando y declarar anticuada tontería cualquier preocupación por el porvenir, cantar impresionantes folletines acerca del fin cercano del arte, de la ciencia, del idioma, establecer una total desmoralización del espíritu, una inflación de los conceptos en el mundo folletinesco edificado con papel, por una especie de placer suicida, y proceder como si se asistiera con indiferencia cínica o desbordamiento de bacanal al hundimiento no sólo del arte, el espíritu, la moral y la honestidad, sino también de Europa y del «mundo». Reinaba en los buenos un pesimismo quedamente sombrío; en los malos, malicioso en cambio, y era menester antes una reconstrucción de lo sobreviviente y cierta transformación del mundo y de la moral por la política y la guerra, para que también la cultura admitiera una real consideración de sí y un nuevo ordenamiento.

Entre tanto, esta cultura no se quedó dormida durante las décadas de la transición; precisamente durante su decadencia y a pesar de la aparente defección por parte de artistas, profesores y folletinistas alcanzó en la conciencia de algunos el más agudo despertar y el más hondo examen de conciencia. Ya en pleno florecimiento del folletín hubo en todas partes individuos y pequeños grupos resueltos a permanecer fieles al espíritu y a poner a salvo, con todas sus fuerzas, más allá de la época un germen de buena tradición, disciplina, método y conciencia intelectual. Por cuanto podemos conocer hoy, de estos hechos, parece que el proceso del auto examen, de la reflexión y la oposición consciente contra la decadencia se cumplió principalmente en dos grupos. La conciencia cultural de los sabios se refugió en las investigaciones y en los sistemas educativos de la historia de la música, porque esta ciencia llegó justamente en esos días a su elevación, y en el mundo del folletín dos seminarios que se volvieron famosos cultivaron un método de labor ejemplarmente limpio y escrupuloso. Y como si el destino hubiera querido consentir consoladoramente estos esfuerzos de una valiente cohorte sumamente reducida, ocurrió en lo más sombrío de esos años el afortunado milagro que en sí fue casualidad, pero influyó como una divina confirmación: ¡el hallazgo de los once manuscritos de Juan Sebastián Bach entre el material que poseía entonces su hijo Friedemann! Una segunda atalaya de la resistencia contra la degeneración fue la «Liga de los peregrinos de Oriente», hermandad más dedicada a una disciplina anímica, al cuidado de la piedad y el respeto que a la labor intelectual; por este lado, nuestra forma actual de espiritualismo y del juego de abalorios obtuvo importantes impulsos, especialmente en su dirección contemplativa. También en las nuevas tendencias de lo esencial de nuestra cultura participaron los peregrinos de Oriente, no tanto mediante contribuciones científico-analíticas, cuanto por su capacidad basada en añejos ejercicios secretos para penetrar mágicamente en épocas muy antiguas y en viejísimos estados culturales. Había entre ellos, por ejemplo, músicos y cantores de quienes se asegura que poseían la facultad de ejecutar piezas musicales de épocas anteriores en su perfecta pureza antigua, de cantar y tocar, supongamos, una música de 1600 o de 1650 con tanta exactitud como si todas las modas surgidas más tarde, todos los refinamientos y virtuosismos posteriores, hubiesen sido desconocidos. Esto ocurrió en la época en que la búsqueda de dinamismo y exageración dominaba todo el arte musical y en que por la ejecución y la «concepción» de los directores casi se olvidaba a la música misma; hecho inaudito: se narra que los oyentes, en parte no comprendían en absoluto; en parte, en cambio, prestaban atención y creían oír música por primera vez en su vida, cuando una orquesta de los peregrinos de Oriente ejecutaba públicamente, estrenándola, una «suite» de la época de Haendel, en forma perfecta, sin inflaciones hiperbólicas y desahogos agotadores, con la ingenuidad y el pudor de otros tiempos y otro mundo. Una de las Ligas había construido en el edificio social entre Bremgarten y Morbio un órgano de Bach, tan perfecto como el mismo Juan Sebastián se lo hubiera hecho fabricar, si hubiera tenido los recursos y la posibilidad. El constructor, de acuerdo con una norma ya entonces en vigencia en su Liga, ocultó su nombre y se llamó Silberman, por uno de sus antepasados del siglo XVIII.

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