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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

El juego de los abalorios (5 page)

BOOK: El juego de los abalorios
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Nos llevaría demasiado lejos tratar de describir más exactamente en qué forma el espíritu, después de su purificación, se insertó también en el Estado. Se hizo muy pronto la experiencia de que pocas generaciones de una relajada e inconsciente disciplina espiritual habían bastado para perjudicar muy sensiblemente también a la vida práctica; de que el saber y la responsabilidad eran cada vez menos frecuentes en todas las profesiones más elevadas, hasta en las técnicas; y por esto el cuidado del espíritu en el Estado y en el pueblo, sobre todo la instrucción pública, llegó a ser cada vez más monopolio de los intelectuales, como hoy en casi todos los países de Europa la escuela —en cuanto dejó de estar bajo el «control» de la Iglesia de Roma— se halló en manos de las Ordenes anónimas que alistan sus miembros entre lo más selecto de la intelectualidad. Aun cuando pueda a veces resultar molesta para la opinión pública la severidad y la llamada arrogancia de esta casta, aun cuando se hayan rebelado contra ella determinados individuos, esta dirección permanece inconmovible; la sostiene y la protege no solamente su integridad, su renuncia a otros bienes y otras ventajas que no sean las espirituales, sino que la defiende también la conciencia o la intuición desde largo tiempo atrás generalizada de la necesidad de esta severa escuela para la subsistencia de la civilización. Se sabe o se adivina: cuando el pensar no es puro y vigilante y no tiene el valor el respeto del espíritu, tampoco marchan ya correctamente buques y automóviles, todo valor y toda autoridad se tambalea tanto para la regla de cálculos del ingeniero como para la contabilidad de los Bancos y las Bolsas, y sobreviene el caos. Tardó por cierto mucho tiempo en abrirse camino el reconocimiento de que también lo externo de la civilización, también la técnica, la industria, el comercio, etc., necesitan los cimientos comunes de una moral y de una honestidad del espíritu.

Ahora bien, lo que en aquella época faltaba todavía al juego de abalorios, era el poder de universalidad, el vuelo por encima de las profesiones. Jugaban su juego inteligentemente regulado los astrónomos, los griegos, los latinos, los escolásticos, los estudiantes de música, pero el juego tenía para cada subordinación, para cada disciplina y sus ramificaciones un idioma propio, un propio mundo de reglas. Pasó medio siglo antes de que se diera el primer paso para superar estos límites. La causa de esta lentitud fue, sin duda, más moral que formal y técnica; los medios para esa superación se hubieran podido hallar, pero a la severa moral del espiritualismo renacido, estaba ligado un miedo puritano por la
allotria
, por la mezcla de las disciplinas y las categorías, un miedo profundo y muy justificado por la reincidencia en el pecado de la puerilidad y el folletín.

La obra de un solo hombre llevó entonces el juego de abalorios, casi de un salto, a la conciencia de sus posibilidades y por consiguiente hasta el umbral de la capacidad universal de perfección; una vez más el vínculo con la música logró este progreso. Un sabio músico suizo, al mismo tiempo fanático aficionado a las matemáticas, dio al juego una nueva dirección y la posibilidad de su máximo desarrollo. El nombre civil de este grande hombre no puede ser averiguado ya, su época ignoraba el culto personal en el terreno espiritual; vive en la historia como
Lusor Basiliensis
(o también
loculator
)
[3]
. Su invento, como todo invento, fue ciertamente por entero obra y gracia personal suya, pero no procedía en absoluto solamente de una necesidad y de una aspiración personales, sino que estaba impulsado por un motor más fuerte. Entre los intelectuales de su tiempo, existía por doquiera un apasionado anhelo incitador hacia la posibilidad de expresión de una nueva esencia del pensamiento; se aspiraba a una filosofía, a una síntesis; se sentía la insuficiencia de la felicidad momentánea por el puro retraimiento en la propia disciplina; aquí y allá, algún sabio rompía los compartimientos de la ciencia especializada y trataba de avanzar en lo general; se soñaba con un nuevo alfabeto, con una nueva lengua de signos con la que fuera posible establecer y además intercambiar las nuevas vivencias espirituales. Notable testimonio de ello nos ofrece la obra de un sabio parisiense de estos, años:
Admonición china
. El autor de este libro, en su época ridiculizado como una especie de Don Quijote, por lo demás sabio respetado en su terreno de la filosofía china, explica a cuáles peligros se exponen la ciencia y la cultura espiritual a pesar de su valiente postura, si renuncian a elaborar una lengua gráfica internacional, que como la antigua escritura china permita expresar lo más complicado (sin eliminaciones) de la fantasía y la invención personales de una manera gráfica inteligible para todos los sabios del universo. Y bien, el paso más importante hacia el cumplimiento de tal demanda lo dio el
Joculator Basiliensis
. Para el juego de abalorios inventó los fundamentos de una nueva lengua, es decir, de una lengua de signos y fórmulas, en la que participaban por igual las matemáticas y la música, y hacía posible así unir fórmulas astronómicas y musicales, llevar a un común denominador matemáticas y música, simultáneamente. Aun cuando con eso no se completaba en absoluto la evolución, el desconocido sabio de Basilea colocó entonces los cimientos de lo ulterior en la historia de nuestro juego querido.

El juego de abalorios, un día entretenimiento especial, ora de matemáticos, ora de filósofos o músicos, atrajo entonces cada vez más a todos los verdaderos intelectuales. Se dedicaron a él muchas antiguas academias y logias y, sobre todo, la antiquísima Liga de los peregrinos de Oriente. También algunas de las Órdenes católicas presintieron allí una nueva atmósfera espiritual y se dejaron seducir; en algunos monasterios benedictinos, especialmente, fue tal la dedicación al juego, que surgió en forma aguda el problema reaparecido muchas veces después, de si este juego debía ser realmente tolerado y apoyado o prohibido por la Iglesia y la Curia.

Desde la hazaña del sabio de Basilea, el juego evolucionó hasta ser lo que es hoy: universal contenido de lo espiritual y musical, culto sublime,
unio mystica
[4]
de todos los miembros aislados de la
Universitas Litterarum
[5]
. En nuestra existencia posee por un lado el papel del arte, por el otro el de la filosofía especulativa; y, por ejemplo, en la época de Plinius Ziegenhals fue denominado muchas veces con una expresión, resabio todavía de la literatura de la época folletinesca y que por entonces indicaba la meta nostálgica de muchas almas llenas de intuición: «teatro mágico».

Pero si el juego de abalorios, desde sus comienzos, creció hasta lo infinito en técnica y volumen de las materias y se convirtió en ciencia noble y arte elevado, por lo que se refiere a las aspiraciones espirituales de los jugadores, le faltó sin embargo, en los tiempos del sabio de Basilea algo esencial aún. Hasta ese momento, cabe decir, todo juego había sido un enfilar, ordenar, agrupar y oponer ideas concentradas de muchos campos del pensar y la belleza, un rápido recordar valores y formas ultratemporales, un breve vuelo virtuosista por los reinos del espíritu. Sólo más tarde penetró también poco a poco sustancialmente en el juego el concepto de la contemplación y, sobre todo, de los usos y las costumbres de los peregrinos de Oriente. Se había hecho visible el inconveniente de que artistas de la memoria, sin otras virtudes, efectuaran juegos virtuosistas y deslumbrantes y pudieran sorprender y confundir a los participantes con la rápida sucesión de innúmeras ideas. Este virtuosismo sufrió paulatinamente severas prohibiciones sucesivas y la contemplación se convirtió en componente muy valioso del juego, más aún, se tornó cosa capital para espectadores y oyentes de cada juego. Fue el viraje hacia lo religioso. Ya no importaba sólo seguir con la mente las series de ideas y todo el mosaico espiritual de un juego con rápida atención y avezada memoria, sino que surgió la demanda de una entrega más profunda y anímica. Es decir, después de cada signo conjurado por el ocasional jugador o director del juego, se verificaba una silenciosa y severa consideración de su contenido, su origen, su sentido; consideración que obligaba a cada participante a representarse intensa y orgánicamente los significados del signo. Todos los miembros de la Orden y de las Ligas del juego habían aprendido la técnica y el ejercicio de la contemplación en las escuelas de selección, donde se dedicaba la máxima atención al arte de la contemplación y la meditación. Con ello se preservaban los jeroglíficos del juego de la degeneración en meras letras de un alfabeto.

Hasta entonces, sin embargo, el juego de abalorios permaneció mero ejercicio privado, a pesar de su difusión entre los sabios. Se podía jugar por uno solo, de a dos, entre muchos, y por cierto a veces se anotaron también juegos muy inteligentes, bien compuestos y logrados, que pasaban de ciudad en ciudad, de país en país, y eran admirados y criticados. Mas sólo entonces comenzó lentamente el juego a enriquecerse con una nueva función, al convertirse en fiesta pública. Hoy todavía, el juego privado es libre para cualquiera y los más jóvenes son especialmente aficionados a esta forma. Pero al oír las palabras «juego de abalorios», todo el mundo piensa hoy particularmente en los juegos solemnes y públicos. Se verifican con la dirección de pocos maestros distinguidos, a quienes preside en cada país el
Ludi Magister
o maestro del juego, con la devota asistencia de los invitados y la tensa atención de los oyentes en todas partes del mundo; algunos de estos juegos duran días y semanas, y mientras se celebran, todos los participantes y oyentes viven según exactas normas, que se extienden hasta la duración del sueño, llevando una vida de renuncia y altruismo en absoluta meditación, comparable a la vida de penitencia severamente regulada, que llevaban los participantes en los ejercicios de san Ignacio.

Poco más cabe agregar. El juego de los juegos, merced a la alternada hegemonía de ésta o aquélla ciencia o arte, se convirtió en una especie de idioma universal, con el cual los jugadores estaban capacitados para expresar valores con ingeniosos signos y para ponerse en relación mutua. En todos los tiempos, estuvo estrechamente emparentado con la música y generalmente se desarrolló de acuerdo con reglas musicales o matemáticas. Se fijaba un tema, dos, tres; luego los temas eran expuestos o variados, y corrían la misma suerte que los de una fuga o de un movimiento de sinfonía. Una jugada podía partir de una configuración astronómica fijada o del tema de una fuga de Bach o de un pasaje de Leibniz o de los Upanishads, y desde el tema, según la intención y la capacidad del jugador, se podía proseguir y elaborar la idea madre evocada o enriquecer su expresión con ecos de ideas vinculadas con él. Si el principiante sabía establecer, con los signos del juego, paralelos entre una música clásica y la fórmula de una ley física, para un conocedor y maestro el juego conducía libremente desde el tema inicial a ilimitadas combinaciones. Ciertas escuelas preferían, y lo prefirieron por mucho tiempo, aparecer, enfrentar y reunir armoniosamente al final dos temas o ideas contrastantes, como ley y libertad, individuo y comunidad, y se atribuía mucho valor al hecho de tratar en ese juego ambos temas de manera perfectamente uniforme e imparcial, elaborando con la tesis y la antítesis, la síntesis más pura posible. Sobre todo, aparte de algunas excepciones geniales, no agradaban, y en ciertos períodos fueron prohibidos, juegos con un final negativo, escéptico e inarmónico, y esto respondía profundamente al sentido que el juego había alcanzado para todos en su apogeo. Significaba una forma selecta y simbólica de la búsqueda de lo perfecto, una alquimia sublime, un acercamiento al espíritu único por sobre todas las imágenes y multitudes, es decir, a Dios. Como los piadosos pensadores de épocas antiguas imaginaban, por ejemplo, la vida de las criaturas como un camino hacia Dios y consideraban concluida y acabada la multiplicidad del mundo fenoménico sólo en la unidad divina, del mismo modo las figuras y fórmulas del juego de abalorios construían, musicaban y filosofaban en una lengua universal que era alimentada por todas las ciencias y las artes, jugándose en anhelos por lo perfecto, por el ser puro, colmado de realidad total. «Realizar» era la expresión preferida de los jugadores y ellos consideraban su labor como camino del devenir al ser, de lo posible a lo real. Séanos permitido aquí recordar una ver más el pasaje antes citado de Nicolás de Cusa.

Por lo demás, las expresiones de la teología cristiana, en cuanto se formularan clásicamente y con esto parecieran constituir patrimonio común, eran lógicamente incluidas en la lengua gráfica del juego, y un concepto capital de la fe, por ejemplo, o el texto de un pasaje bíblico, un pensamiento de un Padre de la Iglesia o del Misal romano, podían ser expresados con la misma facilidad y exactitud, y ser, además, incluidos en el juego, como un axioma de la geometría o una melodía de Mozart. Cometemos apenas una ligera exageración si nos atrevemos a decir lo siguiente: para el estrecho círculo de los más genuinos jugadores de abalorios, el juego tenia casi el mismo significado de un servicio divino, aunque cada uno se abstenía de una teología propia.

En la lucha por su subsistencia entre las fuerzas antiespirituales del mundo, tanto los jugadores de abalorios como la Iglesia romana estuvieron demasiado alerta mutuamente, para que se pudiera llegar entre ambos a una decisión, aunque hubo muchas ocasiones para ello, porque en ambas potencias la honestidad intelectual y la legítima tendencia hacia una formulación más neta y unívoca impulsaban a una separación. Pero ésta nunca llegó a realizarse. Roma se conformó con afrontar el juego ora con tolerancia, ora con hostilidad; muchos de los mejores jugadores pertenecían por cierto a las congregaciones eclesiásticas y al clero de mayor jerarquía. Y el juego mismo, desde que existieron tenidas públicas y un
Ludi Magister
, estuvo bajo la protección de la Orden y de las autoridades educativas: ambas fueron frente a Roma la cortesía y la caballerosidad personificadas. El papa Pío XV, que como cardenal había sido un inteligente y ardoroso jugador, como papa no sólo se despidió de él, como sus predecesores, para siempre, sino que hasta intentó procesarlo; poco faltó entonces para que se prohibiera el juego de abalorios a los católicos. Pero el papa murió antes de que eso aconteciera, y una difundida biografía de este hombre nada insignificante describió su relación con el sabio juego como una profunda pasión que en su condición de papa quiso dominar por el ataque hostil.

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