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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

El juego de los abalorios (2 page)

BOOK: El juego de los abalorios
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Porque seguramente lo que hoy entendemos por personalidad, es algo ya muy diverso de lo que comprendieron por ello los biógrafos e historiadores de épocas precedentes. Para ellos, y justamente para los escritores de aquellas épocas que tuvieron netas tendencias biográficas, parece —podría decirse— que lo esencial de una personalidad fue lo discrepante, lo anormal y único, y aún, a menudo, lo patológico, mientras que nosotros los modernos hablamos generalmente de personalidades importantes sólo cuando encontramos seres humanos que, más allá de toda originalidad y rareza, lograron la inserción más perfecta posible en el orden general, la prestación más acabada en lo ultrapersonal. Si observamos con más atención, también la antigüedad conoció ya este ideal: la figura del «sabio» o del «ser perfecto» para los antiguos chinos, por ejemplo, o el ideal de la moral socrática, apenas pueden distinguirse de nuestro ideal moderno, y muchas grandes organizaciones espirituales, como la Iglesia romana en sus épocas más poderosas, tuvieron principios parecidos, y muchas de sus máximas figuras, como Santo Tomás de Aquino, nos parecen —como las primeras estatuas griegas— más arquetipos clásicos que individuos. De todos modos, en los días de la reforma espiritual que comenzó en el siglo XX y de la que somos herederos, aquel viejo y genuino ideal había ido perdiéndose evidentemente en medida casi total. Nos sorprendemos cuando las biografías de esas épocas cuentan con bastante amplitud cuántos hermanos y hermanas tuvo el protagonista o cuántas cicatrices y costurones dejaron en él el desenlace de la infancia, la pubertad, la lucha por el reconocimiento, el anhelo de amor. A los modernos no nos interesa la patología ni la anamnesia familiar, la vida vegetativa, la digestión y el sueño de un héroe; ni siquiera sus antecedentes espirituales, su formación a través de estudios y lecturas preferidas, etc., tienen importancia especial para nosotros. Sólo merece nuestro particular interés aquel único personaje que por naturaleza y educación estuvo colocado en condiciones para dejar diluir su persona casi perfectamente en su función jerárquica, sin que se perdiera la fuerte, viva y admirable espontaneidad que constituye el valor y la fragancia del individuo. Y sí entre persona y jerarquía surgen conflictos, los consideramos precisamente como piedra de toque de la grandeza de una personalidad. Del mismo modo que no aprobamos al rebelde a quien los deseos y las pasiones impulsan a romper con la norma, reverenciamos la memoria de las víctimas, los realmente trágicos.

En este caso, pues, de los héroes, de los verdaderos arquetipos humanos, creemos permitido y natural el interés por la persona, el nombre, el rostro, el gesto, porque ni en la jerarquía mes perfecta, ni en la organización más pareja vemos ciertamente un mecanismo compuesto de partes muertas e indiferentes en sí mismas, sino un cuerpo viviente, formado por piezas y animado por órganos que poseen —cada uno— su modo propio y su propia libertad, y comparten el milagro de la vida. Y en tal sentido, nos hemos esforzado en procura de noticias acerca de la vida del maestro del juego de abalorios Josef Knecht y, especialmente, de todo lo escrito por él; hemos hallado así varios originales que creemos dignos de ser leídos.

Lo que podemos informar acerca de la persona y la existencia de Knecht es ciertamente conocido total o parcialmente por los miembros de la Orden y, sobre todo, por los expertos en el juego de abalorios, y por esta ratón, pues, nuestra obra no se dirige solamente a ese círculo, sino que confía tener lectores comprensivos también fuera de él.

Para ese círculo más reducido, nuestro libro no necesitaría ni introducción ni comentario. Mas como deseamos también fuera de la Orden lectores interesados en la vida y las obras de nuestro héroe, nos toca la tarea nada fácil de anteponer a la obra —para esos lectores menos preparados— una pequeña introducción popular al significado y a la historia del juego de abalorios. Insistimos en que esta introducción es y quiere ser de carácter popular y no pretende en absoluto aclarar las cuestiones tan discutidas dentro de la misma Orden sobre problemas del juego y de su historia. Está muy lejana todavía la hora de una exposición objetiva de este argumento.

No cabe esperar, pues, de nosotros una historia completa y una elaborada teoría del juego de abalorios; no podrían lograrlas ni autores más dignos y hábiles que nosotros. Esta tarea queda reservada a épocas futuras, si las fuentes y las premisas espirituales no llegan a perderse antes. Tampoco nuestro ensayo pretende ser un manual de ese juego; ese manual nunca podrá escribirse. Las reglas del mismo se aprenden solamente por la vía acostumbrada y prescrita, que requiere varios años de estudio, y ninguno de los iniciados podría tener nunca interés en tornar más fáciles para el entendimiento las tales reglas.

Las normas, el alfabeto y la gramática del juego representan una especie de idioma secreto muy desarrollado, en el cual participan varias ciencias y artes, sobre todo las matemáticas y la música (la ciencia musical, respectivamente) y que expresa loa contenidos y resaltados de casi todas las ciencias y puede colocarlos en correlación mutua. El juego de abalorios es, por lo tanto, un juego con todos los contenidos y valores de nuestra cultura; juega con ellos como tal vez, en las épocas florecientes de las artes, un pintor pudo haber jugado con los colores de su paleta. Lo que la humanidad produjo en conocimientos elevados, conceptos y obras de arte en sus periodos creadores, lo que los períodos siguientes de sabia contemplación agregaron en ideas y convirtieron en patrimonio intelectual, todo este enorme material de valores espirituales es usado por el jugador de abalorios como un órgano es ejecutado por el organista; este órgano es de una perfección apenas imaginable, sus teclas y pedales tocan todo el cosmos espiritual, sus registros son casi infinitos; teóricamente, con este instrumento se podría reproducir en el juego todo el contenido espiritual del mundo. Ahora bien, estas teclas, estos pedales y estos registros subsisten firmemente; en lo relativo a su número y disposición, en realidad, sólo en teoría sería posible aportar cambios y tentativas de perfeccionamiento: el enriquecimiento del idioma del juego mediante la incorporación de nuevos contenidos se subordina al «control» más severo que pueda imaginarse, a cargo de la suprema dirección. En cambio, dentro de este firme conjunto o, para mantener nuestro lenguaje figurado, dentro del complicado mecanismo de este gigantesco órgano, cada jugador posee todo un mundo de posibilidades y combinaciones, y es casi imposible que entre mil juegos severamente realizados ni siquiera dos resulten parecidos más que superficialmente. Aun cuando sucediera que alguna vez dos jugadores por casualidad dieran a su juego la misma pequeña selección de temas, estos dos juegos tendrían aspecto y curso totalmente distintos, según el modo de pensar, el temperamento, el estado de ánimo y la virtuosidad de los ejecutantes.

En realidad, corresponde en absoluto al gusto del historiador hasta dónde hacer remontar en el pasado los comienzos y la prehistoria del juego de abalorios. Porque como todas las grandes ideas, no tiene realmente un comienzo, sino que como idea existió siempre. Lo hallamos prefigurado ya en muchas épocas precedentes como concepto, como intuición, como forma mágica, por ejemplo en Pitágoras; luego en las postrimerías de la cultura antigua, en el círculo griegognóstico, como también entre los antiguos chinos; después, una vez más en los apogeos de la vida espiritual moriscoárabe; más adelante la huella de su prehistoria pasa a través de la Escolástica y el Humanismo a las Academias de los matemáticos de los siglos XVII y XVIII,
y
aun a las filosofías románticas y las ruinas de los sueños sibilinos de Novalis. En cada movimiento del espíritu hacia la meta ideal de una
Universitas Litterarum
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, en cada academia platónica, en cada asociación de una selección espiritual, en cada tentativa de reconciliación entre las ciencias exactas y las libres o entre ciencia y religión, existió como idea básica esta misma idea eterna que para nosotros ha tomado forma y figura con el juego de abalorios. Espíritus como Abelardo, Leibniz y Hegel conocieron, sin duda, el sueño de apresar el universo espiritual en sistemas concéntricos y de fundir la belleza viviente de lo espiritual y del arte en la hechicera fuerza formuladora de las disciplinas exactas. En los tiempos en que la música y las matemáticas experimentaron casi contemporáneamente su momento clásico fueron corrientes las relaciones y las fecundaciones entre ambas. Y dos siglos antes, encontramos en Nicolás de Cusa, párrafos con la misma atmósfera, como por ejemplo éste: «El espíritu se amolda a lo potencial para medirlo todo con el módulo de lo potencial y de la necesidad absoluta, para que lo mida todo en la escala de la unidad y la simplicidad, como lo hace Dios, y en la otra de la necesidad del acoplamiento, para apreciarlo de tal manera todo con respecto a su particularidad; finalmente se amolda al potencial determinado, para valuarlo en su existencia. Pero luego el espíritu mide también simbólicamente, por comparación, como cuando se sirve del número y de las figuras geométricas y se confronta con ellas tomadas como ecuaciones». Por lo demás, al parecer, no es solamente este pensamiento del filósofo de Cusa el que alude casi a nuestro juego de abalorios, o corresponde y nace de parecida tendencia de la imaginación como su juego de conceptos; se podrían mostrar varios y aun muchos ecos parecidos en su obra. También su gozo por las matemáticas y su capacidad y su inclinación a emplear figuras y axiomas de la geometría euclidiana para conceptos teológico-filosóficos como ecuaciones aclaratorias, parece tener mucho parentesco con la mentalidad del juego y, a menudo, una especie de latín (cuyas vocales son frecuentemente libres invenciones suyas, sin que puedan ser interpretadas mal por alguien que sepa latín) recuerda la plasticidad libremente mantenida del idioma del juego.

Ni menos ajeno, como ya puede indicarlo el lema de nuestro ensayo, resulta Albertus Secundus al número de los antepasados del juego de abalorios. Y suponemos —sin poderlo apoyar por cierto con citas— que la idea del juego dominó también a los sabios músicos de los siglos XVI, XVII y XVIII, que fundaron sus composiciones musicales en especulaciones matemáticas. Aquí y allá, en las antiguas literaturas se tropieza con leyendas de sabios y mágicos juegos que fueron ideados por hombres doctos y monjes o en cortes principescas hospitalarias, y se jugaron, por ejemplo, en forma de ajedrez, cuyas figuras y cuyos campos poseían además de sus significados comunes también otros ocultos. Y son muy conocidas las narraciones, fábulas y sagas de la infancia de todas las civilizaciones, que atribuyen a la música, por sobre lo que es arte, un poder que domina a las almas y a los pueblos, y la convierten en un regidor secreto o en un repertorio de leyes para los hombres y sus Estados. El concepto de una sublime existencia celestial de los seres humanos bajo la hegemonía de la música tiene su papel en la vida pública y privada desde la China más antigua hasta las leyendas de los griegos. A este culto de la armonía («En variaciones eternas, desde arriba nos saluda el misterioso poder del canto» NOVALIS) se vincula en la medida más íntima también el juego de abalorios.

Si reconocemos, pues, la idea del juego como eterna y, por esta razón, como existente y viva mucho antes de que se verificara por entero, su realización en la forma que conocemos tiene a buen seguro su propia historia, de cuyas etapas más importantes trataremos de informar brevemente.

El movimiento espiritual, cuyos frutos —entre muchos otros— son el establecimiento de la Orden y el juego de abalorios, tiene sus comienzos en un período de la historia que desde las investigaciones fundamentales del historiador literario Plinius Ziegenhals lleva la denominación por él creada de «época folletinesca». Estas denominaciones son bonitas pero peligrosas, y con su seducción inducen a considerar injustamente cualquier estado de la vida humana en el pasado; la «época folletinesca» no careció en absoluto de espíritu, ni siquiera fue pobre en este aspecto. Pero —por lo menos así parece, según Ziegenhals— poco supo hacer con ese espíritu, más aún, no atinó a darle la situación y la función adecuadas en la economía de la vida y del Estado. Si hemos de ser sinceros, conocemos muy mal esa época, aunque ella fue el terreno donde creció casi todo lo que hoy constituye la característica de nuestra vida espiritual. Según Ziegenhals, fue una época «burguesa» en especial medida y obsecuente a un amplio individualismo, y si citamos algunos rasgos de acuerdo con la descripción de Ziegenhals, para señalar su atmósfera, sabemos por lo menos con certeza que estos rasgos no son invenciones ni han sido sustancialmente exagerados o desfigurados, porque están comprobados por el gran investigador con un sinnúmero de documentos literarios y de otro carácter. Prestamos nuestra adhesión al sabio que hasta hoy fue el único en dedicar a la «época folletinesca» una seria investigación, y no hemos de olvidar al hacerlo que es ligereza y locura torcer el gesto ante errores o malas costumbres de épocas pasadas.

El desarrollo de la vida espiritual en Europa parece haber tenido desde el final de la Edad Media dos grandes tendencias: la liberación del pensar y creer de toda influencia autoritaria, la lucha, pues, de la razón que se sentía soberana y mayor de edad, contra el dominio de la Iglesia romana, y —por otra parte— la búsqueda oculta pero apasionada de una legitimación de esta libertad, por una autoridad nueva y adecuada, que nacía de sí misma. Generalizando, puede decirse que el espíritu ganó esta lucha, a menudo asombrosamente llena de contradicciones, por dos metas recíprocamente opuestas en principio. No nos está permitido preguntar si la ganancia compensa en la balanza el peso de innúmeras víctimas, o si nuestras normas actuales para la vida del espíritu bastan perfectamente y durarán lo suficiente como para no considerar sacrificio insensato todos los sufrimientos, los espasmos y las enormidades de los procesos contra los herejes y de las hogueras, y aun los destinos de muchos «genios» que terminaron en la locura o en el suicidio. La historia es acontecimiento; carece de importancia el hecho de si estuvo bien, si mejor hubiera sido que no existiese, si podemos comprender su «significado». Así ocurrieron también aquellas luchas por la «libertad» del espíritu, y justamente en aquella tardía época folletinesca, el espíritu en efecto gozó de una libertad inaudita, insoportable para él mismo, por cuanto, deshecha totalmente la tutela eclesiástica y parcialmente la estatal, no siempre encontró una ley auténtica, por él formulada y respetada, una nueva autoridad y legitimidad genuinas. Los ejemplos de degradación, venalidad, renunciación del espíritu en aquel tiempo, como nos la narra Ziegenhals, son en parte sorprendentes.

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