Su hijo Plinio lo desilusionó, lo excitó y amargó cuando siendo estudiante todavía se acercó y unió a un partido modernista, netamente opositor. Se había formado en esos días un ala juvenil y hábil del viejo partido liberal burgués, dirigida por Veraguth, periodista, diputado y orador popular de gran acción, alucinante, temperamental, un amigo del pueblo y campeón de la libertad, en ocasiones levemente satisfecho y orgulloso de sí mismo, cuya campaña para conquistar la juventud académica mediante conferencias en las ciudades universitarias no quedó sin resultado y le conquistó entre otros entusiastas oyentes y partidarios también al joven Designori. Éste, desengañado de la Universidad y en busca de un asidero, de un sustituto de la moral castalia para él inoperante ya, ávido de un nuevo idealismo o programa, había sido arrastrado por los discursos de Veraguth; admiraba su patetismo y su combatividad, su agudeza, su manera acusadora de actuar, su bella presencia y su hermoso lenguaje, y se unió a un grupo de estudiantes que se había formado entre los oyentes de Veraguth y hacía propaganda por su partido y sus proyectos. Cuando el padre de Plinio lo supo, visitó a su hijo en seguida, lo interpeló airadísimo por primera vez en su vida, le echó en cara que fuera un conjurado, un traidor del padre, de la familia y de la tradición de la casa y le dio precisamente la orden de reparar en seguida sus errores y romper su relación con Veraguth y su partido. No era ésta la forma más conveniente para influir en el joven, que parecía haber madurado ahora para su conducta y aun para una especie de martirio. Plinio aguantó tranquilo la reprimenda y declaró al padre que no había frecuentado diez años las escuelas de selección y algunos años la Universidad, para renunciar a su propia inteligencia y a su propio criterio y para dejarse prescribir su concepción del Estado, la economía y la justicia por un hatajo de barones feudales egoístas. Le resultó útil la escuela de Veraguth que a la manera de los grandes tribunos nunca hablaba de sus intereses o de los de su clase y a nada aspiraba en el mundo como no fuera a la pura y absoluta justicia y humanidad. El viejo Designori estalló en una amarga risa e invitó a su hijo a terminar primero sus estudios por lo menos, antes de inmiscuirse en cosas de hombres y creer comprender más de la vida humana y de la justicia que respetables series de generaciones de noble estirpe, de las que él era un vástago degenerado y a las que atacaba por la espalda con su traición. Los dos disputaron, se encarnizaron y se ofendieron cada vez más con las palabras, hasta que el anciano de pronto se calló fríamente, avergonzado, y callado se fue, como si hubiera visto en un espejo su cara alterada por la ira. Desde entonces no se restableció más la vieja inocente y confiada relación de Plinio con la casa paterna, porque no sólo permaneció fiel a su grupo y a su neo-liberalismo, sino que, aun no terminados sus estudios, se convirtió en alumno, ayudante y colaborador y, pocos años después, en yerno de Veraguth. Si por la educación recibida en las escuelas de selección o por las dificultades de la nueva adaptación al mundo y a la patria, el equilibrio estaba destruido en el alma de Designori y su vida se veía agitada por una roedora problemática, estas nuevas relaciones lo llevaron finalmente a una situación expuesta, difícil y delicada. Ganó algo valioso sin duda, una suerte de fe, una convicción política y una solidaridad partidista, que respondan a su necesidad juvenil de justicia y progreso, y en la persona de Veraguth un maestro, un guía y un amigo mayor, a quien primeramente admiró y amó sin espíritu crítico y que a su vez pareció necesitarle y apreciarle; ganó un rumbo y una meta, una labor y una tarea vital. Esto no era poco, pero debió ser pagado muy caro. Aunque el joven supo conformarse con la pérdida de su posición natural y heredada en la casa paterna y entre sus compañeros de clase, aunque supo soportar con cierta fanática alegría de mártir su expulsión de una casta privilegiada y su enemistad, quedaban muchas cosas que nunca pudo vencer por entero, sobre todo la punzante sensación de haber causado un dolor a su querida madre, de haberle creado una situación sumamente incómoda y delicada entre él y su padre, y, probablemente, de haberle acortado la vida. Ella murió poco tiempo después del casamiento del hijo: después de esta desaparición, Plinio casi no fue visto en casa del padre, y luego de la muerte de éste, se deshizo de esa mansión, a pesar de sus tradiciones, vendiéndola.
Hay temperamentos que logran amar y asimilarse una posición pagada en la vida con sacrificios, un cargo, un matrimonio, una profesión conquistados duramente, por lo que han costado, y los consideran su felicidad y se sienten satisfechos. Para Designori era distinto. Permaneció ciertamente fiel a su partido y a su jefe, a su tendencia política y a su actividad, a su casamiento y a su ideal, pero con el tiempo todo eso se tornó para él tan problemático como lo demás. El entusiasmo político y mundano de la juventud fue aquietándose, la lucha por los derechos fue a la larga tan poco agradable y satisfactoria como el dolor y el sacrificio por la porfía; se agregaron la experiencia y la desilusión en la vida profesional; al final le resultó dudoso de si realmente había sido sólo el sentimiento de la verdad y del derecho lo que le convirtiera en adepto de Veraguth, o si no contribuyó por lo menos en un cincuenta por ciento su actuación tribunicia de orador popular, su atracción y su habilidad en comparecer ante el público, el timbre sonoro de su voz, su magnífica risa varonil, la inteligencia y belleza de su hija. Cada vez le resultó más dudoso de que el viejo Designori estuviera en el punto de vista menos noble con su fidelidad clasista y su dureza contra los arrendatarios; dudoso de que hubiera un bien o un mal, un derecho o no siquiera, de que la voz de la propia conciencia fuera al fin el único juez valedero, y si fuera así, entonces Plinio no tenía razón, porque no vivía feliz, en paz y tranquilidad, en confianza y seguridad, sino en lo inseguro, en lo dudoso, en los remordimientos… Su matrimonio no era infeliz o fracasado en el sentido vulgar de la palabra, pero sí lleno de tensiones, complicaciones y obstáculos; era tal vez lo mejor que poseía, pero no le daba la quietud, la dicha, la inocencia, la satisfacción de la conciencia de que carecía, exigía mucha prudencia y cuidado, costaba mucho esfuerzo y aun su hermoso y bien dotado hijo Tito se convirtió muy pronto en motivo de conflictos y tratos diplomáticos, en celos y amor, hasta que el niño demasiado amado y mimado por sus progenitores, se inclinó cada vez más hacia la madre y fue adepto de ella. Éste fue el último dolor y, como parece, el más amargamente sentido, la pérdida más grave, en la vida de Designori. El tormento no lo quebró; él lo dominó y encontró una suerte de porte nuevo, de conducta digna, pero seria, grave, melancólica.
Mientras Knecht supo todo esto de su amigo, poco a poco, en varias visitas y otros encuentros, le comunicó en cambio también mucho de sus propias experiencias, de sus problemas; no dejó al otro en la situación de aquel que ha confesado y al cambiar la hora y el estado de ánimo se arrepiente y desearía retirar lo dicho, sino que mereció y reforzó la confianza de Plinio con su propia franqueza y dedicación. Poco a poco se abrió su vida ante el amigo, una vida aparentemente simple, derecha como una línea, ejemplar, ordenada dentro de un orden jerárquico claramente construido y marcado, una carrera llena de triunfos y distinciones, y, sin embargo, una dura y sacrificada vida, muy solitaria, y aunque mucho de ello no fuera del todo comprensible para un foráneo, tales eran sin embargo, las corrientes principales y las situaciones fundamentales, y nadie podía comprender y sentir mejor el anhelo de Knecht por la juventud, por alumnos jóvenes aun no formados, por una modesta actividad sin brillo y sin la eterna coerción de lo representativo, por una actividad de maestro de latín o de música, por ejemplo, es una escuela inferior. Y correspondía al estilo del método artístico y educador curativo de Knecht el que no sólo ganara a este paciente por su gran franqueza, sino que también le diera la sugestión de poder ayudarle y servirle, y a sí mismo con ello el impulso a hacerlo realmente. Designori también de hecho podía ser útil al
Magister
, menos en el problema principal, pero por eso mismo mucho más en la satisfacción de su curiosidad y su sed de conocer mil detalles de la vida del mundo.
No sabemos la razón por la cual Knecht se tomó la difícil tarea de enseñar a su melancólico amigo de juventud a reír y sonreír de nuevo, o si en eso tuvo algún papel tal vez la idea de que aquél podía serle útil con otros servicios. Designori, que mejor hubiera debido saberlo, no creyó en eso. Más tarde refirió: «Si trato de saber claramente cómo comenzó Knecht a influir en un hombre tan resignado y reservado como yo, veo cada vez con mayor evidencia que todo se debió a la magia, y aun diría a picardía. Era mucho más astuto de lo que la gente creía, lleno de malicia, de agudeza, de sagacidad, de gusto por el hechizo, la transformación, feliz de poder desaparecer y reaparecer por encanto. Creo que ya en el momento de mi primera aparición ante las autoridades superiores de Castalia decidió apresarme y además influir en mí a su modo, es decir, despertarme y llevarme a estar en mejor forma. Por lo menos, desde la primera hora se dedicó a lograrlo con toda su energía. No puedo decir la razón por la cual lo hizo y cargó conmigo. Creo que hombres de su clase hacen todo inconscientemente, como por reflejo; se sienten colocados ante una tarea, se sienten llamados por una necesidad y se entregan a la llamada sin más ni más. Me encontró desconfiado y temeroso, nada dispuesto a caer en sus brazos o a pedirle ayuda; me encontró a mí, un día amigo tan franco y comunicativo, desilusionado y encerrado en mí mismo, y este obstáculo, esta no pequeña dificultad, pareció ser justamente lo que lo excitaba. No cejó, por reacio que yo fuera, y logró todo lo que quiso. En ello se sirvió entre otras cosas del artificio de hacer aparecer nuestra mutua relación como tal, como recíproca justamente, como si su fuerza correspondiera a la mía, su valor al mío, como si mi necesidad de ayuda correspondiera a una igual en él. Ya en la primera larga conversación me dejó entender que estuvo esperando algo así como mi aparición, la había deseado y, poco a poco, me inició en su plan de renunciar a su cargo y abandonar la provincia, y siempre me hizo notar cuánto contaba para eso con mi consejo, mi asistencia y mi silencio, porque con excepción de mí no tenía afuera en el mundo ni amigos ni experiencia. Confieso que lo oí todo con placer y que eso contribuyó no poco a conquistar toda mi confianza: me entregué a él por entero; le creía en absoluto. Pero más tarde, con el correr del tiempo, volví a dudar profundamente y a hallar todo ilógico, y nunca hubiera podido decir si él esperaba realmente algo de mi o no, ni si su forma de envolverme y ganarme fue inocente o diplomática, ingenua o calculada, sincera o artificial y simulada. Era demasiado superior a mí y me hizo tantos beneficios morales que ni me hubiese atrevido a averiguarlo. De todas maneras, creo hoy, debo seguir conservando la ficción, de que su situación era igual a la mía y que él contaba sobre mi simpatía y disposición tanto como yo sobre la suya; eso no fue más que una gentileza, una sugestión conquistadora y agradable en la que me acomodé y excité; sólo que no sabría decir, hasta dónde su juego conmigo fue consciente, meditado y deliberado, y cuánto a pesar de todo sincero y natural. Porque el
Magister
Josef fue un gran artista; por una parte podía resistir tan difícilmente al impulso de educar, influir, curar, ayudar y desarrollar que los medios le parecían indiferentes, por otra era imposible para él hacer la menor cosa sin completa entrega. Pero lo cierto, lo incontrovertible es que entonces se ocupó de mí como un amigo, como un gran médico y guía, que nunca me abandonó y finalmente me despertó y sanó en la máxima medida que le fue posible. Y fue algo notable y muy propio de él: mientras hacía como si aceptara mi ayuda para alejarse de su cargo, mientras escuchaba tolerante, y aun a veces con aplauso, mis agrias e ingenuas críticas y dudas y ofensas contra Castalia, mientras él mismo luchaba para liberarse de la provincia, en realidad me atrajo y me llevó de regreso a ella, ésta es la verdad; me indujo de nuevo a la meditación, me educó y trastornó gracias a la música y a la meditación castalias, a la alegría castalia, al valor castalio; a pesar de que mi nostalgia por vosotros era tan incastalia y aun anticastalia, me hizo otra vez igual a vosotros; de mi desdichado amor por vosotros logró uno afortunado.
Así se expresó Designori y tenía muchas razones para su admirada gratitud. Puede resultar bastante fácil educar a niños y jovencitos al estilo de la vida de la Orden con la ayuda de nuestros muy experimentados sistemas; en un hombre que ya llegaba casi a los cincuenta años fue seguramente tarea pesada, aunque este hombre colaborara con mucha buena voluntad. No es que Designori llegara a ser todo un castalio o un castalio ejemplar. Pero lo que Knecht se propuso, lo logró ampliamente: diluir la terquedad y el amargo peso de tu tristeza, devolver al alma hipersensible y tímida la armonía y la alegría, reemplazar muchas de sus malas costumbres por otras buenas. Naturalmente, el
Magister Ludi
no pudo realizar por sí solo la cantidad de pequeños trabajos necesarios; empleó para ello el aparato y las fuerzas de Castalia y de la Orden, en favor del huésped de honor; por una temporada hasta le asignó un maestro de meditación de Hirsland, la sede de la Dirección de la Orden para que vigilara en su casa sus ejercicios de meditación.
Fue durante su octavo año de magisterio cuando por primera vez aceptó una de las tan repetidas invitaciones del amigo y lo visitó en su casa de la capital. Con autorización de la Dirección general, cuyo presidente Alexander le quería cordialmente, aprovechó para tal visita una fiesta: mucho esperaba de ella y durante todo ese tiempo la había rechazado constantemente, en parte porque quería estar bien seguro de su amigo, en parte también por un temor natural: se trataba en efecto de su primer paso por aquel mundo del cual su cantarada Plinio había fatalmente obtenido esa rígida tristeza, un mundo que guardaba para él tantos y tan importantes secretos. Encontró la casa moderna por la cual su amigo cambiara la vieja mansión de los Designori en la ciudad, regida por una magnífica dama, muy inteligente, reservada, y la dama dominada a su vez por su hijito, hermoso, impertinente y más bien mal educado, alrededor de cuya personita todo parecía girar allí y que seguramente había aprendido de la madre el modo de proceder contra el padre, tercamente prepotente y un poco humillante. Por lo demás, en esa casa había frialdad y desconfianza contra todo lo castalio; pero ni la madre ni el hijo resistieron mucho tiempo a la personalidad del
Magister
, cuyo cargo para ellos poseía además algo de misterio, de consagración, de leyenda. De todos modos, durante la primera visita las cosas se desarrollaron muy rígida y reservadamente; Knecht se mantuvo atento, vigilante y callado, la dama lo recibió con fría y formal cortesía y resistencia interior, como si fuera un alto oficial enemigo en zonas de ocupación; el hijo Tito fue el menos cohibido, debió haber sido más de una vez testigo y aprovechador atento y aun divertido de situaciones parecidas. El padre pareció representar más de lo que era realmente su papel de dueño de casa. Entre él y la mujer reinaba un tono suave, circunspecto, un poco angustioso, como de gentileza que marcha de puntillas, mantenido más fácil y naturalmente por la esposa que por el marido. Para el hijo, éste demostraba una atención y una camaradería que el niño parecía explotar por momentos, y por momentos rechazar, por hábito, arrogantemente. En resumen, se trataba de una unión penosa, poco sincera, agitada violentamente por instintos reprimidos, llena de miedo por trastornos y estallidos, colmada de tensión, y el estilo del modo de conducirse y de hablar, como el estilo de toda la casa, era casi demasiado cuidado y deliberado, como si no se pudiera erigir una valla protectora lo bastante gruesa y segura contra eventuales penetraciones o ataques. Y una observación más que Knecht anotó: una gran parte de la reconquistada alegría había desaparecido nuevamente del rostro de Plinio; mientras en Waldzell o en la residencia de la dirección de la Orden en Hirsland, su carga y su tristeza parecían casi desaparecidas, aquí en su casa él parecía encontrarse otra vez en la sombra y provocaba crítica al mismo tiempo que compasión. La casa era hermosa y revelaba riqueza y hábitos delicados; cada habitación estaba amueblada de acuerdo con sus dimensiones, cada una embellecida por una combinación armónica de dos o tres colores; aquí y allá una valiosa obra de arte. Knecht observaba complacido cada cosa; pero todo este espectáculo le pareció al final demasiado hermoso en cierta medida, demasiado perfecto y calculado, sin devenir, sin realidad, sin renovación posible, y sintió en el alma que también esta belleza de aposentos y objetos tenía el marchamo de una conjuración, de un ademán que busca protección, y que todo eso: cuartos, cuadros, floreros y flores, encerraba y acompañaba una existencia que anhelaba armonía y belleza, sin poder alcanzarlas en otra forma que justamente en el cuidado de este ambiente sofisticado.