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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

El juego de los abalorios (43 page)

BOOK: El juego de los abalorios
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Fue en el período inmediato posterior a esta visita, con tantas impresiones casi inagotables, cuando Knecht envió a su amigo un maestro de meditación para que le acompañara. Desde el día que pasó en la atmósfera tan curiosamente comprimida y saturada de aquella casa, Josef logró saber muchas cosas que no hubiera deseado, pero también muchas que le faltaba conocer y por las cuales había buscado al amigo. Y la relación no se quedó limitada a aquella primera visita, muchas más siguieron, y llevó a conversaciones sobre educación y sobre el joven Tito, en las que tomaba parte vivazmente también la madre. El
Magister
conquistó poco a poco la confianza y la simpatía de esta mujer inteligente y desconfiada. Una vez que casi en broma él le dijo que era una lástima que su hijito no hubiese sido enviado en su hora para ser educado en Castalia, ella tomó seriamente la observación como un reproche y se defendió: le parecía dudoso de que Tito hubiera sido aceptado realmente allá, tenía bastante capacidad, pero era de trato difícil y eso de intervenir en la vida de un niño contra su voluntad, ella no se lo hubiera permitido nunca; un intento de esa naturaleza había fracasado por cierto con su mismo padre. Tampoco hubiesen pensado nunca, ni ella ni su esposo, en valerse de un privilegio de la vieja familia Designori para su hijo, porque habían roto con el padre de Plinio y con toda la tradición de la antigua casa. Y al final agregó, con dolorosa sonrisa, que además ni en otras condiciones distintas hubiera podido ella separarse de su hijo, porque fuera de él no había nada que le hiciera la vida digna de vivirse. Mucho tuvo que pensar Knecht sobre esta observación más involuntaria que deliberada. Así que su hermosa casa, en la que todo era distinguido, magnífico y calculado, y su marido y su política y su partido, herencia del padre un día tan venerado, no eran cosas suficientes para dar sentido y valor a su vida; eso podía hacerlo solamente el niño… Y prefería dejar crecer el hijo en condiciones tan malas y perjudiciales, como las de la casa y del matrimonio, antes que separarse de él por su bien. Era ésta una confesión desconcertante para una mujer tan inteligente, en apariencia tan fría y tan intelectual. Knecht no pudo ayudarla directamente como ayudaba al marido, ni pensó en intentarlo siquiera. Pero con sus espaciadas visitas y la influencia sobre Plinio, brindó una medida y una advertencia que penetró en la secreta y agriada situación de la familia. Para el
Magister
en cambio, mientras sucesivamente iba ganando influencia y autoridad en la casa Designori, la vida de esta gente del mundo le resultó cada vez más rica en enigmas, cuanto mejor la conocía. Pero de sus visitas a la capital y de lo que vio y experimentó, sabemos muy poco y nos contentaremos con lo expuesto.

Hasta este momento, Knecht no había intimado mucho con el presidente de la Dirección general de Hirsland, fuera de lo que exigían las funciones oficiales. Lo veía sólo en las reuniones generales de la autoridad de educación que se realizaban en Hirsland y aun allí el presidente ejercía casi siempre únicamente las funciones más formales y decorativas del cargo, el recibimiento y la despedida de los colegas, mientras que la labor principal de la dirección de los debates recaía en el locutor. El presidente, en la época del nombramiento de Knecht hombre de edad muy avanzada ya, fue muy venerado por el
Magister
Ludi, pero nunca le dio ocasión para acortar distancias; ya no era para él un ser humano, una persona, sino que flotaba como un gran sacerdote, símbolo de la dignidad y el recogimiento, come silenciosa cumbre, por encima del conjunto de las autoridades y de toda la jerarquía. Este venerable señor había fallecido, y en su lugar la Orden había elegido nuevo presidente a Alexander. Alexander era justamente aquel maestro de meditación que la Dirección general había asignado mucho antes a nuestro Knecht como inspector en el primer período de sus funciones oficiales, y desde entonces el
Magister
había admirado y amado con agradecimiento al ejemplar campeón de la Orden, pero también éste había podido observar y conocer en todo su valor al
Magister Ludi
, cuando fue objeto cotidiano de su cuidado y en cierto modo su penitente, y tuvo que quererlo bien. La amistad que quedara latente, formó conciencia en ambos y tomó cuerpo desde el momento en que Alexander llegó a ser colega de Knecht y presidente del Directorio, porque ahora se veían más a menudo y tenían tareas que realizar en común. Ciertamente, esta amistad carecía de trato constante y de comunes experiencias juveniles, era una simpatía de colegas en altos cargos, y sus expresiones se limitaban a un poco más de calor en el saludo y en el adiós, a un entendimiento mutuo más completo y rápido, a veces también a una charla de pocos minutos en las pausas de las sesiones.

Aunque de acuerdo con la Constitución el presidente de la Dirección general, llamado también Maestro de la Orden, no era superior a sus colegas de magisterio, le tocaba sin embargo, presidir por tradición las sesiones y virtualmente le alcanzaba esa situación de superioridad, y cuanto más la Orden durante las últimas décadas se fue convirtiendo en meditativa y monjil, más aumentó su autoridad, por cierto sólo dentro de la jerarquía y de la provincia, pero no fuera de ellas. Cada vez más llegaron a ser entre las autoridades educativas los verdaderos exponentes y representantes del espíritu castalio el presidente de la Orden y el
Magister Ludi
; al par de las antiquísimas disciplinas (como la gramática, la astronomía, la matemática o la música), heredadas de las épocas precastalias, habían llegado a ser bienes en realidad característicos de Castalia el cuidado del alma por la meditación y el juego de abalorios. No carecía, pues, de significado, si los dos representantes y directores de la época mantenían una relación de amistad, era para ambos una confirmación y elevación de su dignidad, un don de calor y satisfacción en la vida, un estímulo más para el cumplimiento de su cometido; representar y conservar vivos en sus personas los dos más nobles y sagrados tesoros, las fuerzas mejores del mundo castalio. Para Knecht, pues, esto representaba un vínculo más, un contrapeso a la tendencia cada vez mayor en él de renunciar a todo eso e irrumpir en otra esfera vital distinta. Pero esta tendencia se fue desarrollando fatal e incesantemente. Desde que tuvo perfecta conciencia de ello —esto debió ocurrir durante el sexto o séptimo año de su magisterio—, se robusteció y fue admitido sin miedo en su vida y en su pensar conscientes, justamente por él, el hombre del «despertar». Más o menos desde ese momento, creemos poder afirmarlo, la idea de la futura renuncia a su cargo y el adiós a la provincia fue algo familiar para él, a veces a la manera de como lo es para un preso la fe en la liberación o para un enfermo grave el conocimiento de la muerte. En aquella inicial conversación con Plinio, el camarada de la juventud reaparecido, le había dado expresión en palabras por primera vez, posiblemente sólo para conquistar y hacer franquearse al amigo callado y reservado, pero tal vez también para dar con esta primera noticia a otro, a su cómplice, una primera vuelta de timón hacia afuera, un primer impulso a la realización, a su nuevo despertar, a su nueva sensación de vida. En ulteriores conversaciones con Designori, el deseo de Knecht de abandonar alguna vez su forma de vida y osar el salto en otra nueva, tomó ya la categoría de una resolución. Entre tanto elaboró cuidadosamente la amistad con Plinio, que estaba vinculado con él, no ya sólo por la admiración, sino también por la gratitud del que está sanando o ya está curado, y alcanzó así en ella un puente hacia el mundo exterior y su vida colmada de enigmas.

No nos debe sorprender que el
Magister
consintiera sólo muy tarde una idea de su secreto y de su plan de evasión al amigo Tegularius. Aunque sirvió con benevolencia y disposición a cada una de sus amistades, supo sin embargo, considerarlas por encima, independiente y diplomáticamente, y así guiarlas. Pero ahora, con el retorno de Plinio en su vida había aparecido un competidor para Fritz, un amigo antiguo y nuevo con derechos al interés y al corazón de Knecht, y éste pudo apenas asombrarse de que Tegularius al principio reaccionara con violentos celos; por un tiempo, hasta que hubo conquistado y normalizado su amistad con Designori, la reserva enfurruñada del otro pudo ser más bien grata al
Magister
. A la larga, ciertamente, fue más importante otra consideración. ¿Cómo se podía hacer aceptar y aprobar a un carácter como el de Tegularius su deseo de sustraerse simplemente a Waldzell y a su dignidad de
Magister
? Si Knecht abandonaba a Waldzell, estaría perdido para siempre para este amigo; eso de llevarlo consigo por el estrecho y peligroso camino que le esperaba, no había que pensarlo siquiera, aunque aquél, inesperadamente, mostrara deseo y valor para ello. Knecht esperó, meditó y vaciló mucho, antes de hacerle conocer sus intenciones. Pero finalmente lo hizo, cuando su resolución de evadirse llegó a ser definitiva y firme. Hubiera chocado con su modo de ser el dejar al amigo en la ignorancia y preparar a sus espaldas proyectos y dar pasos cuyas consecuencias debía sobrellevar aquél también. Posiblemente, quiso convertirlo como a Plinio no sólo en conocedor, sino en real o imaginario colaborador y cómplice, porque la solidaridad ayuda a vencer cualquier situación.

Las ideas de Knecht acerca de la decadencia que amenazaba a Castalia eran conocidas desde hacía mucho tiempo por el amigo, lógicamente, sólo hasta donde el uno estaba decidido a comunicarlas y el otro a aceptarlas. A ellas se refirió el
Magister
, cuando se resolvió a sincerarse con Tegularius. Contra lo que esperaba y para su gran alivio, Fritz no tomó a lo trágico la comunicación que le confió, hasta pareció divertirlo la idea de que un
Magister
resignara su dignidad a las autoridades, se sacudiera del calzado el polvo de Castalia y se eligiera una existencia a su gusto; esto aun lo excitó agradablemente. Como individualista y enemigo de toda disciplina, Tegularius había estado siempre de parte del individuo contra la autoridad; estaba también siempre dispuesto a combatir el poder oficial en forma espiritual, a burlarse de él, a hacerle trampa. Esto allanaba el camino a Knecht, quien, respirando aliviado, con una risa intima, buscó muy pronto la reacción del amigo. Le dejó que creyese que se trataba de una especie de jugarreta contra las autoridades y el hatajo de funcionarios, y le asignó en esta aventura el papel de cómplice, colaborador y conjurado. Se elaboraría un pedido del
Magister
a la Dirección, una exposición y explanación de todos los motivos que le imponían la renuncia a su cargo, y la preparación y definición de este pedido debía ser especialmente obra de Tegularius. Ante todo debía asimilar la concepción histórica de Knecht acerca del nacer de Castalia, de su crecer y de su actual estado; luego reunir material histórico y apoyar con el mismo los deseos y proyectos de Knecht. El que tuviera así que penetrar en un campo hasta entonces por él rechazado y despreciado, el de la historia, no pareció incomodarle, y Knecht se apresuró a darle para ello las necesarias indicaciones. De esta manera, Tegularius se dedicó exclusivamente a su nueva tarea, con el celo y la tenacidad que sabía poner en empresas accesorias y solitarias. Para él, terco individualista, hubo un placer marcadamente rencoroso en esos estudios que le podían colocar
en
condición de demostrar a los bonzos y a la jerarquía sus faltas y tus deficiencias, o por lo menos de picarlos. De este placer Josef Knecht participaba tan poco como el otro de la fe en un triunfo de los esfuerzos de su amigo. Josef estaba resuelto a liberarse de las cadenas de su situación actual y a disponerse a tareas que sentía le esperaban, pero sabía claramente que ni podría vencer a las autoridades con motivos razonables, ni lograría descargar parte de lo que había que hacer sobre Tegularius. Pero le agradaba mucho saberlo ocupado y apartado por un tiempo, mientras debiera vivir cerca de él. Después de contar todo esto a Designori, en un encuentro de aquellos días, agregó:

—El amigo Tegularius está ahora ocupado y además indemnizado por lo que cree haber perdido por su retorno. Sus celos están casi curados, y su labor para ayudarme contra mis colegas le gusta y casi le hace feliz. Pero no creas, Plinio, que espero algo de su labor, fuera de lo bueno justamente que tiene para él. Que nuestra suprema autoridad dé curso al pedido proyectado es completamente improbable, hasta imposible; a lo sumo contestará con una admonición suavemente reprensiva. Lo que se levanta entre mis intenciones y su realización es la ley fundamental misma de nuestra jerarquía, y una autoridad que despidiera a su
Magister Ludi
por un pedido tan convincentemente fundado y le asignara una actividad fuera de Castalia, no me gustaría tampoco a mí. Además está a la cabeza de la Orden un maestro que no se doblega. No, esta lucha deberé sostenerla por entero yo solo. Pero ¡dejemos por ahora que Tegularius ejercite toda su agudeza intelectual! Con eso sólo perdemos un poco de tiempo, y yo lo necesito fatalmente para dejarlo todo en orden, para que mi partida pueda ocurrir sin perjuicios para Waldzell. Pero tú entre tanto debes procurarme entre vosotros albergue y posibilidad de trabajo, aunque modesto; en caso necesario me basta un puesto de maestro de música, por ejemplo; debe ser sólo un comienzo, un trampolín.

Designori dijo que eso se encontraría y, que cuando llegara el momento, su casa estaba abierta para el amigo por todo el tiempo que quisiera. Pero esto no conformaba a Knecht.

—No —dijo a Plinio—, no debo ser un huésped, necesito trabajo. Además, una permanencia en tu casa, tan hermosa, si durara mucho, solo aumentaría allí la tirantez y las dificultades. Tengo mucha confianza contigo y también tu esposa se ha acostumbrado amablemente a mis visitas, pero esto tendría en seguida otro aspecto, al dejar de ser visitante y
Magister Ludi
, para convertirme en simple refugiado y huésped permanente.

—Lo tomas todo, sin embargo, con demasiada exactitud —juzgó Plinio—. Puedes contar con toda certeza que cuando te liberes de aquí y establezcas tu residencia en la capital, tendrás pronto una digna ocupación, por lo menos como profesor de la Universidad. Pero estas cosas no se realizan de un día para otro, necesitan tiempo, ya lo sabes; y sólo podré ocuparme al respecto cuando se haya efectuado tu separación de aquí.

—Es cierto —contestó el
Magister
—, hasta ese momento mi resolución debe permanecer oculta. No puedo ponerme a disposición de vuestras autoridades antes de que las mías estén enteradas y hayan resuelto; es natural y lógico. Pero no busco de antemano un cargo público. Mis necesidades son pequeñas, menores de lo que tú puedes imaginar probablemente. Me basta un cuartito y el pan de cada día, pero ante todo un trabajo y una tarea como maestro y educador, necesito algunos escolares con quienes pueda vivir y actuar; lo que menos pienso es trabajar en Universidades; preferiría ser maestro particular de un niño o algo parecido. Lo que busco y me hace falta, es una tarea simple, natural, un hombre que me necesite. La ocupación en una Universidad volvería a insertarme desde el principio en un aparato oficial tradicional, consagrado y mecanizado, y lo que yo deseo es todo lo contrario.

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