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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (23 page)

BOOK: El juego de Sade
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—¿Al Donatien? —lo interrumpes.

—El Donatien no existe, es el envoltorio para recrear los hechos de Jeanne Testard e iniciar el juego.

—Pero si he estado, es un piso ambientado…

Gabo no te deja acabar.

—¡No existe, Jericó! Si ahora mismo fueras allí, no encontrarías nada, salvo la decadencia. Es un montaje del señor marqués.

Expresas tu desconcierto con un gesto.

—El juego impone la representación por parte de los protagonistas escogidos de dos escenificaciones voluptuosas incluidas en
Las 120 jornadas de Sodoma
, el escrito del famoso rollo de la Bastilla, o de dos episodios reales concupiscentes de su propia vida. Esto último podría parecer presuntuoso, pero el marqués estaba convencido de su genio e inmortalidad. Intuía que los ojos del mundo se detendrían en su desmesura exhibicionista más allá del tiempo. El mismo juego que instaura es una prueba de este convencimiento y voluntad perpetuadora. El actual marqués, por lo que sabemos de momento, ha escogido la humillación de Jeanne Testard, episodio real de la vida de Sade recientemente descubierto, y los hechos de Marsella que se difundieron en la época y por los cuales se lo acusó de administrar un afrodisíaco a unas prostitutas. En cuanto yo sustituya al actual marqués, también deberé escoger dos y pensar la manera de llevarlos a término. Te adelanto que mis preferencias van encaminadas al texto escrito en el rollo.
Las 120 jornadas de Sodoma
es una obra maestra de la filosofía libertina. En cualquier caso, el gran reto del director de escena, del marqués de turno, es conservar el espíritu exhibicionista e inmoral del divino marqués. En pocas palabras: mantenerlo vivo.

Debes reconocer que la trama es ingeniosa, porque el juego no se detiene nunca, siempre circula mientras la carta cambie de propietario, un libertino que difícilmente se negará. Para más inri, se añade la amenaza de una enigmática maldición.

—¡Muy grave debe de ser esta maldición para intimidar a su propietario!

—¡Lo es, créeme! —asegura gravemente.

—¿Puedes ser más explícito?

—No. Forma parte del contenido de la carta que solo debe conocer el propietario.

—Hay otro detalle que no acaba de cuadrar. Yo entré gracias a un camarero, Toni. Un personaje misterioso le entregó la tarjeta del Donatien para que me la diera. Desconozco la identidad de este personaje y tampoco sé cómo entrasteis vosotros. ¿Os conocíais?

Con un gesto, Gabo indica a Anna que se explique.

—Yo solo conocía a Gabriel y a Josep. Hace unos días me llegó una invitación en forma de tarjeta para asistir a un encuentro de
swingers
en un local habitual.

—Perdona —la interrumpes—,
¿swingers?

—Sí, claro, semental, olvidaba que eres un ignorante en estas cosas. Los
swingers
son parejas o personas que se encuentran con el propósito de mantener relaciones sexuales libres entre ellos. ¿Lo entiendes?

—Sí, orgías colectivas.

—Más o menos —apunta ella—. Bien, por dónde iba… ¡Ah, sí, la invitación! La tarjeta era similar a la del Donatien, pero esta vez con dirección y sin contraseñas. Conocía el lugar. Es un piso ubicado en la zona alta donde tienen lugar intercambios de parejas, fiestas de
swingers
, en fin, todo este tipo de cosas. Lo regenta el tipo que llevaba la peluca blanca empolvada, el que hacía de narrador en el relato de Jeanne Testard, Albert creo que se llama. Un poco arisco y muy reservado. Adecuado para la tarea que desempeña. Recuerdo que fue una semana antes del episodio del Donatien. Coincidimos Gabo, Jota, Víctor, Magda, Josep y yo. Con Josep ya había participado en otro encuentro erótico, justamente en ese mismo local, aunque no intercambiamos palabra durante la orgía, tan solo me demostró sus habilidades. Gabriel —aquí sonríe mirándolo picaronamente— conoce cada rincón de mi cuerpo mejor que nadie desde hace mucho tiempo. Albert nos acomodó, nos sirvió bebidas y nos solicitó que aguardáramos la llegada del anfitrión, la persona que nos había invitado. Al cabo de una hora de espera, de charlas y complicidades, sin sexo —aquí te ha mirado furtivamente—, apareció un hombre vestido elegantemente de época, cubierto con una máscara, y nos explicó que deseaba rememorar el espíritu del más libertino de todos los hombres: el marqués de Sade. Su cháchara nos divirtió. Nos explicó algunos episodios del marqués y, entre otros, nos aleccionó sobre los hechos de Jeanne Testard. Nos contó que estaba montando un juego, el juego de Sade, y que contaba con nosotros para una gran actuación en la cual se añadirían algunas personas más la semana siguiente en un local improvisado llamado Donatien, en honor a Sade. Finalmente, nos advirtió que fuéramos discretos al respecto. Acabamos la fiesta con una orgía. El marqués no participó, se marchó antes de que la cosa pasara a mayores. Al cabo de unos días, me llegó la invitación al Donatien; alguien deslizó la tarjeta con la contraseña por debajo de la puerta del piso y… El resto ya lo sabes.

—¡Pero el juego no se ha desarrollado correctamente! ¡Ni tú, Gabo, ni Shaina estabais en el Donatien!

Gabo se frota la rodilla por encima de los pantalones con las manos cruzadas.

—Sí que estaba, aunque tú no podías verme. Admito que cuando te vi entrar, el corazón me dio un vuelco. Yo estaba sentado en una silla en una habitación contigua y podía seguir el espectáculo gracias a un par de agujeros de la pared, disimulados por una especie de tela que después, al finalizar el espectáculo, descubrí que era un tapiz que representaba un retrato de Sade. Eran los dos ojos vacíos.

—¿Y cómo es que no coincidimos con nadie en la entrada?

—Nos citaron a diferentes horas para evitar que nos encontráramos. Ellos, los que habían coincidido en el local de
swingers
, habían entrado en el Donatien a las once, mientras que yo estaba citado a las once y media…

—Y yo a las doce —te apresuras a añadir—. ¡Muy hábiles! Pero ¿y Shaina?

Gabo carraspea al tiempo que examina los cristales de las gafas con el brazo estirado.

—Este es uno de los puntos oscuros de la noche del Donatien. Pero estoy convencido de que también participó. En un momento del relato de Jeanne Testard, poco antes de que el marqués sodomizara a la muchacha interpretada por Magda, una mujer envuelta en una capa negra de terciopelo y una máscara entró en la habitación donde estaba solo yo. No dijo nada, se llevó un dedo a los labios, extraordinariamente sensuales, para indicarme que guardara silencio, y se agachó delante de mí. Me bajó la cremallera y me hizo una felación mientras yo seguía la representación. Después de eyacular y cuando ella se levantó para marcharse, la detuve por el brazo, pero me repitió el gesto de silencio y cautela. «¿Quién eres?», le pregunté, sorprendido por la pericia exhibida. Entonces se abrió solo unos segundos la capa para exhibir su espléndido cuerpo, cubierto tan solo por lencería negra. Estoy seguro, Jericó, de que la dama de la capa negra era Shaina, tu mujer.

 

Tanta concupiscencia te atribula. No eres de los que tienen el chacra más importante en los genitales. No has sido lo que un vademécum de patologías tildaría de adicto al sexo. Tu droga es la soberbia, por este preciso motivo estás participando en un juego enloquecido e inverosímil. Y también por este motivo te ves obligado a encajar revelaciones como que Shaina se la ha mamado a Gabo.

—¡No puede ser ella! —exclamas—. Cuando llegué a casa estaba durmiendo con la perrita, se despertó y me preguntó dónde había estado…

—¿Y si tan solo llevaba unos minutos en la cama? —interviene Anna—. ¿Y si llegó a casa poco antes que tú?

Lo que dice tiene sentido, Jericó. Tú te demoraste un buen rato antes de volver.

Tratas de contener un torrente de sentimientos. Habías aceptado la infidelidad de tu esposa con el dependiente guaperas, pero ahora tienes que afrontar que se presta a las voluptuosidades del juego, entregada totalmente a los
Iddhis
inferiores.

¿
Iddhis
inferiores? ¿Ahora me vienes con tostones teosóficos? ¿Y tú, Jericó, qué? ¿Qué te pasa? ¿Señalarás la paja en el ojo ajeno y no verás la viga en el propio? Te recuerdo que has permitido que Anna te hiciera una felación mientras conducías. ¿Es eso tan distinto de lo que ha hecho Shaina en el juego?

La voz de Gabo te rescata del debate interno…

—Lo que deberíamos examinar, amigo mío, es la muerte de Magda.

—¿Y qué quieres descubrir?

—Tú tuviste acceso a la escena que montó el asesino. Nos consta que representaba el relato de Jeanne Testard.

—Sí, es cierto. Me quedé helado al verle el abanico sobre los pechos y el vibrador en el culo.

—Háblanos del compañero de Magda, Alfred. Eres un buen amigo de su padre, ¿no es cierto?

—Alfred es escritor, un pobre diablo que ha vivido a la sombra de un elefante, que es Eduard, su padre. El chico no sabía nada del juego, Magda lo tenía engañado…

—¿Estás seguro de que no sabía nada? —te interrumpe Gabo.

—Sí, al menos eso es lo que he deducido.

Gabo se levanta y se dirige hacia tu mesa de trabajo, como si mascara la última frase. Alza el pisapapeles egipcio, el escarabajo sagrado que empuja el disco solar, y lo examina.

—Siempre me he preguntado —comenta Gabo admirando el objeto— cómo un simple escarabajo podía haber suscitado tanta veneración en una sociedad tan refinada como la egipcia. Un insecto feo que frecuenta los excrementos convertido en el dios Khepri. Curioso, ¿no?

—¿Adónde quieres ir a parar, Gabo? —le preguntas en tono de cansancio para evitar una cascada de reflexiones sobre el escarabajo con una sola finalidad: contar algo del caso que os ocupa. Este hábito de Gabo es tan argentino como el churrasco.

—Que nada es lo que parece.

Esbozas una mueca de incomprensión. Querías concreción, pero no tanta…

—¿Y si el escritor estaba al corriente del voluptuoso papel de Magda en el juego y decidió vengarse de ella?

—Me cuesta aceptarlo. Nadie salvo los participantes conoce en qué consiste el juego, tú mismo lo has explicado. Y en segundo lugar: no veo al chico capaz de cometer una atrocidad como esta.

—Piensa un momento, semental —te interrumpe Anna—, el juego se va desarrollando constantemente. ¿Quién nos dice que no ha participado en una partida anterior? Eso le habría permitido descubrirlo todo.

—¡Incluso podría haber sido un marqués! —te insinúa Gabo.

No les falta razón. La dinámica del juego de Sade podría llevar perfectamente a situaciones extrañas, como que un miembro de una pareja jugara en un momento determinado y al cabo de un tiempo lo hiciera su compañero. El diseño del marqués había sido hábil porque, además de perpetuarse, permitía que alguien pudiera jugar incluso más de una vez a lo largo de su vida.

—Insisto en que no lo veo capaz. Me parece mucho más factible que el asesino fuera Jota, por ejemplo. ¿No es la encarnación de la ira y la violencia? Había cantidad de eso en la estampa macabra del cadáver.

—¡Ya puedes descartarlo! —te asegura Anna con un suspiro—. Jota estuvo conmigo hasta la tarde del día siguiente. Salimos juntos del Donatien hacia su
loft
y te aseguro que estuvo bastante ocupado.

—¡Felicidades! Premio a la promiscuidad. —Le dedicas un gesto estúpido de felicitación—. ¿Y por qué no Víctor o Josep?

—¡Jericó! —Gabo reclama tu atención—. Tenemos motivos para creer que Alfred asesinó a Magda.

—¡Ve al grano, pues, y vomítalo de una vez!

—El chico es adicto al sadomasoquismo.

¿Alfred adicto al sado? ¿El escuálido y tímido escritor adicto a la perversión sadomasoquista? Cuesta de creer.

—¡Venga ya! ¡Y yo soy la reina de Inglaterra! —exclamas con un ademán de incredulidad.

—No bromeo, Jericó, me preocupa el asesinato de uno de mis súcubos. Soy Baphomet, el intendente de todos vosotros, ¿recuerdas?

—Hombre, viéndolo así…

—Alfred practica el sexo sadomasoquista. Le gusta hacer de amo en las lides eróticas, es agresivo y severo.

—¿Y cómo sabes tú eso?

—Lo hemos estado siguiendo desde la noticia del asesinato de Magda —explica Anna—. ¿Adivinas cómo sofocó sus penas ayer por la tarde, cuando el cuerpo de su compañera aún está caliente en el ataúd?

—¡Dímelo tú!

—Pues, acudió a un tercer piso de un edificio de la calle Pelai, a las ocho y media, y salió a las once menos cuarto. Yo misma llamé a la puerta por donde había salido y me abrió una prostituta búlgara. Conseguí entrar, a pesar de no tener visita concertada, y con la ayuda de unos cuantos billetes descubrí que el visitante que acababa de salir, Alfred, era cliente habitual. «Le gusta azotarme, sodomizarme, escupirme a la cara y decirme guarradas. Es un caso muy especial porque es sumamente educado y tímido. Se transforma totalmente cuando entramos en La Cueva de los Amos», me explicó. La Cueva de los Amos es el cuarto donde tiene lugar el juego. Ivanka, así se llamaba, me lo mostró sin que se lo pidiera, como si quisiera despertarme una apetencia, seguramente espoleada por mi aspecto. El escenario era para cagarse de miedo. Chorreaba crueldad y dolor por todas partes, como si fuera una cámara de torturas de la Inquisición de las películas. He probado y concebido muchas cosas en el mundo del sexo, semental, pero nunca había visto un lugar tan tétrico y siniestro.

—Te daremos la dirección y tú mismo podrás comprobarlo —añade Gabo al comprender tu perplejidad.

Nunca habrías supuesto algo semejante de Alfred. Pero así es la vida, Jericó. El juego confuso de la ilusión y la realidad, de la apariencia y la verdad, de lo que es aunque no lo parezca.

Esta revelación, si fuera verdad, cambia las cosas. Si el chico escenificaba la crueldad con una prostituta en un piso, si era capaz de alimentarlo a pesar de ser una ficción, ¿por qué no podía cortar el hilo de plata que separa la ilusión de la realidad, sediento de dominación?

Tu cabeza es un hervidero de pensamientos contradictorios. Rememoras que Albert te había confesado que discutieron la misma noche del Donatien, al llegar a casa…

—Quería pedirte que trataras de descubrir algo más, aprovechando que tienes acceso a él a través de su padre —te propone Gabo.

—No sé qué podré hacer.

—Lo que puedas para aclarar este asunto.

Sientes el remolino del malestar en el tubo digestivo y el aire te pesa. Necesitas salir del despacho y respirar aire fresco. Hace mucho rato que estáis ahí encerrados, obsesionados con el juego de Sade.

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