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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (36 page)

BOOK: El juego de Sade
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—¿Una caja fuerte? —le preguntas.

—Sí, Shaina le contó a Gabo que, en secreto, llevabas tiempo preparándote un colchón económico.

¿Shaina conoce la existencia de tu salvavidas? Es imposible. Solo tú, el banco y Jaume Niubó sabéis eso. ¿Y si ha sido Jaume? No, imposible. Apenas se conocen. Pero en ese caso, Jericó, ¿cómo te explicas que ella esté al corriente?

—¿Y qué más?

—Gabriel la hizo callar, pero ella, ebria, levantó la copa e hizo un brindis que no va a gustarte.

Josep se ha detenido y tú le pides que siga:

—«Por los ahorros del imbécil de mi marido.»

Josep no te aclara gran cosa sobre el plan de Shaina, pero lo cierto es que a ti, Jericó, esto te ha dejado absolutamente descolocado y preocupado. Ahora que tenías la miel en los labios y que ya tocabas esa segunda oportunidad que tanto pedías con la punta de los dedos, resulta que Shaina puede echarlo todo a perder. Incluso está al corriente de la existencia de la caja fuerte con tu fondo secreto, tu seguro para el día después del juicio final…

Y ahora, ¿quién le propone la firma de la renuncia de los dos bienes donde figura para llevar a cabo la venta de Jericó Builts? ¿Se conformará solo con el ático cuando sabe que tienes una buena suma en negro en una caja fuerte?

Notas el calor de un veneno en la sangre. La odias. Odias a esa maldita viciosa que te ha estado engañando durante tantos años. ¿Adicta al sexo? Y tú en la inopia. ¡Iluso, estúpido! Pensabas que estaba colada por ti, que la hacías enloquecer, y resulta que lo único que le interesaba de ti era la pasta.

El encuentro con Josep te ha desconcertado. Los sueños esperanzadores se alejan volando.

¡No seas derrotista, Jericó! Analiza bien la situación y conserva la calma. Ella conoce la existencia de la caja fuerte, pero, ¿sabe acaso la cantidad que contiene? Eso solo lo sabes tú, tan solo tú tienes acceso a la cámara blindada del banco. «¿Y cómo se habrá enterado esta maldita zorra?», te preguntas irritado.

Sales con el coche del párking mascando la última confesión de Josep. Casi al final del almuerzo le has preguntado por qué te ha revelado todo esto. Por qué traicionaba a su amante. Él, con la envidia que lo ha hecho meritorio del papel de intendente de Leviatán en el juego de Sade, te ha manifestado: «Desde el principio me hicieron creer que era una aventura enloquecida e instintiva. Una mujer atractiva que buscaba placer, riesgo y sexo fuera de casa, como tantas otras. Pero después fui descubriendo que tan solo me estaba usando, de alguna forma sabía que tú estabas al corriente. Salvo por nuestros encuentros eróticos, no contaba conmigo para nada. Para ella, una mujer guapa y rica, yo continuaba siendo únicamente el guapo dependiente de una tienda de ropa.»

No te ha dado lástima, pero sí has sentido una cierta empatía por aquel tipo que había esperado algo más de Shaina. ¡Imbécil! ¡Pobre imbécil! Seguramente se había enfriado al ver que tu esposa no pretendía compartir con él nada más allá de una cena o una habitación lujosa de hotel.

Conduces sin saber adónde ir. Tu cabeza es un hervidero. Aún te quedan cuatro horas para acudir al aeropuerto y recoger a Isaura, tu hija, lo que más quieres en el mundo. La Black vuelve a sonar. Conectas el manos libres.

—¿Sí?

—¡Hola, Jericó!

—¿Shaina?

—Soy yo, sí.

—¿Dónde estás?

—Ahora mismo he llegado a casa, estoy avergonzada por lo de esta noche y quisiera que habláramos antes de que viniera Isaura.

—El avión aterriza dentro cuatro horas y no quisiera que…

Te interrumpe.

—He hablado con mi padre y él irá a buscarla. Se quedará a dormir con ellos y mañana vendrán juntos a comer a casa para celebrar su cumpleaños.

—Pues llámalo y dile a tu padre que no vaya, que tengo ganas de recoger a mi hija personalmente.

Se hace un silencio.

—¿Quieres saber la verdad sobre el juego de Sade?

—Perdona, ¿cómo dices?

—Te espero en casa, Jericó; en este momento lo más importante es lo que nos estamos jugando. Hemos de hablar. Tenemos muchas cosas que contarnos.

No te ha dado opción para la réplica. Miras el reloj y piensas en Isaura. «¡Mierda!», mascullas. ¿Shaina te lanza un reto y no piensas aceptarlo? Por si aún no lo has oído bien, te ha preguntado si querías saber la verdad sobre el juego de Sade. Yo en tu lugar no dudaría, iría a casa, escucharía a la zorra que ha contribuido a hundirte la vida y después intentaría solucionar los problemas para tener un final discreto y tranquilo. Mañana ya verás a Isaura. Podrás pasear tu imaginación por Florencia con sus relatos y acariciarle los rizos dorados mientras le confiesas que es lo más importante que te ha sucedido en la vida.

Contrariado, decides dirigirte a casa. Mientras conduces, te prometes que cuando todo esto haya terminado tratarás de alejarte de tu pasado cuanto antes. Vas pensando la estrategia que seguirás, te dispones para un posible chantaje, para lo que sea. Y no sabes cómo, tu mente se traslada a unas viñas lozanas y tristes, en unos ojos melosos y hundidos en las cuencas, los de la difunta Paula.

Los cedros del Líbano del jardín que se vislumbran al llegar a casa resisten el envite de la melancolía, el tiempo, el lujo, las mezquindades, las heroicidades… Su circuito de savia, lento y sabio, se refleja en la belleza del ramaje. Entras al párking y estacionas en tu plaza, entre el Smart de Shaina y el Porsche 911 Carrera de un imbécil que vive en el primero primera. Coges el ascensor hasta arriba, directo al ático, sin pasar por la portería. Este es uno de los muchos agravios que el propietario del Porsche, Nicolau Albiach, había expuesto en las últimas reuniones de la comunidad. Solicitaba que el ascensor del párking se detuviera en la portería para que Joan controlara quien entraba y salía del edificio. La mayoría os negasteis. Ya considerabais suficiente la máquina de registrar de la entrada del párking. Joan tenía un monitor con las imágenes.

El corazón se te acelera antes de abrir la puerta de casa, pero es normal. Por fin podrás dejarlo bien claro, como Dios manda, con Shaina.

Abres. Bienvenida silenciosa. El aroma del ambientador y el rastro del Chanel Nº 5 de tu mujer. Entras en el salón y encuentras a Shaina en el sofá, vestida con un chándal azul. No ves a
Marilyn
.

—¡Hola, Shaina!

—¡Hola, Jericó! —No se mueve del sofá, donde está sentada en la postura del loto.

Dejas el maletín de piel sobre la mesa auxiliar y te sientas en el sofá.

—¿Y bien? —le preguntas con los brazos abiertos—. ¿Por dónde empezamos?

Te das cuenta de que el vibrador que habías encontrado en el mueble bar no está encima de su sofá, donde lo habías dejado. También que su expresión es tensa.

—Nuestra relación nunca ha sido sincera, ¿no? —la interrogas al ver que no suelta palabra.

—Es cierto, nunca te he querido —te responde con una frialdad aterradora.

—¿Por qué, pues? ¿Por qué? —le preguntas en un tono de voz exaltado.

—Tratemos de ser adultos, Jericó; no montemos ningún espectáculo, ¿de acuerdo?

—¡De acuerdo!

—Nunca te he querido. Me casé contigo porque eras un tipo listo, en el cual Gabo se había fijado. Estar a tu lado me ha proporcionado comodidad y… —lo declara con un hilillo de voz avergonzado—, una hija preciosa.

—Me parece que, en este punto, estamos de acuerdo. Pero he descubierto muchas cosas sobre ti, Shaina, cosas que nunca habría imaginado.

—¿Como por ejemplo…?

—Que eres adicta al sexo, que me has sido infiel desde el principio…

Te sonríe impúdicamente.

—¡Ya estamos, el macho dominante! ¿Y tú no me has sido infiel? ¿Qué me dices de la puta que te tiraste en Roma o la de Sicilia?

—¡Vaya! Veo que Gabo te ha mantenido informada.

—Sí, me gusta el sexo, desde muy jovencita, y soy adicta, ¿qué pasa?

—Nada, que podrías habérmelo dicho. Has estado fingiendo todos estos años. ¿Eres consciente del tiempo que hemos perdido?

—Yo no he perdido el tiempo, ¡quizá tú sí! Yo he ido a lo mío —afirma con desvergüenza.

—Te odio, Shaina —se te escapa a tu pesar.

—Lo sé.

Atribulado por su actitud, te encaminas al mueble bar y coges la botella de «Juancito el Caminante» y un vaso. Te sientas y te sirves un par de dedos.

—Eres un cretino, Jericó. Por tu soberbia has tirado por la borda un futuro brillante. Estabas tan absorto en tu mundo, tan aislado de todo por una egolatría operística que no veías lo que tenías ante los ojos. ¿Por qué crees que últimamente cuando estábamos en la cama ni siquiera te miraba? ¿Por qué crees que siempre me inventaba excusas para no estar contigo? Me dabas asco, Jericó. Me sentía sucia después de hacerlo.

Repites la operación de servirte. Otro sorbo. La exultante sinceridad promete.

—Pues yo me lo he pasado muy bien follándote tal cual eres: una puta. Y sobre todo cuando me la mamabas con tu precioso dedo en el culo.

Shaina se enfurruña. Cambia de postura. Apoya los pies en el suelo y se inclina hacia delante.

—¿Pensabas que podías engañarme? ¿Creías que iba a dejarte escapar con el dinero que has estado escondiendo en la caja fuerte del banco? ¿Me has tomado por idiota?

Se levanta bruscamente y se acerca con aire amenazador.

—Te tengo cogido por los cojones, Jericó. Necesitas mi firma para vender la empresa a los alemanes y ya sabes lo que te costará.

Otro sorbo antes de responder al ataque.

—¿Y tú cómo sabes eso? ¿Cómo sabes que tengo tratos con los alemanes? ¿También te tiras a Niubó?

—No, ya lo intenté, pero Jaume es inaccesible. De esa clase de hombres para los que una alianza en el dedo anular es algo más que un ornamento. ¿Recuerdas la noche que fuimos a cenar juntos al Botafumeiro? Lo abordé cuando tú y su esposa salisteis a buscar el bolso de ella a nuestro coche. Inmutable, me miró con su fastidiosa serenidad habitual y me dijo: «Traicionar a una esposa es una felonía y hacerlo con un amigo lo es por partida doble.» No, no lo sé por Jaume Niubó, sino por Gabo.

—¡Claro, me olvidaba! Minginal S. A., su empresa, forma parte del grupo Krause —exclamas.

—Y Gabo y
Herr
Krause se conocen bastante. ¿Crees que la oferta de Krause es una casualidad? Te compran porque Gabo lo ha querido así.

Te detienes. No sabes si se trata de una subida de tensión arterial provocada por el acaloramiento del momento, pero es como si perdieras el equilibrio.

—¿Y por qué? —le preguntas, casi desfalleciendo—. ¿Qué quiere ahora Gabo, después del mal que me ha hecho?

Shaina ríe.

—¡Idiota! ¡Eres tan previsible en todo!

La cabeza te da vueltas. Comienzas a ver borroso. Pese a ello, aún consigues vislumbrar la figura fornida de un hombre vestido de época detrás de Shaina, abrazándola.

—¿El marqués de Sade? ¿Qué haces aquí? —le preguntas con un esfuerzo inmenso.

—Tenemos una partida pendiente, ¿recuerdas? —te ha respondido, cogiendo a Shaina por la cintura.

—¿Una partida? —lo interrogas antes de perder el conocimiento.

—El juego de Sade, mi juego.

 

Te despiertas poco a poco. Como si salieras de un túnel, la luz se va haciendo más intensa a medida que avanzas. Estás sentado en el sofá de Shaina mirando hacia el centro del comedor, pero no puedes moverte. ¡Dios del cielo! Estás atado, Jericó. Y mira hacia el mueble bar. ¿Qué ves? ¿No es Anna? Sí, lo parece, pero la cabeza le cuelga y solo le ves el cuerpo escultural, desnudo, y el cabello rubio en punta.

Te estremeces. Está atada por las extremidades con los brazos hacia atrás, en el mueble bar, y un reguero de sangre cubre el suelo. Sangre que le proviene del cuello. La han degollado.

—¿Estás despierto, Jericó?

Te vuelves en dirección a donde procede la voz, a la derecha. ¡El marqués de Sade! El mismo hombre con idéntica vestimenta que en el Donatien te mira sentado en una silla.

—¿Quién eres? ¿Qué es todo esto?

—Soy Donatien Alphonse François, marqués de Sade.

El individuo cuya voz no has conseguido identificar se levanta de golpe con agilidad y se dirige hacia el centro del comedor.

—Distinguido amigo, ¿qué habéis hecho? ¿Cómo se os ha ocurrido matar a esta chica en vuestra propia casa? En el juego de Marsella no había muertos, ¿no habéis leído el relato? Tan solo voluptuosidad, escobas de brezo y dulces con cantárida. ¡Me parece que os habéis excedido!

—¿Qué dice? ¡Yo no he matado a nadie!

El marqués de Sade ejecuta una reverencia burlona.

—Ya lo sé, pero eso no es lo que pensará el inspector de los Mossos cuando acuda alertado por vuestra bellísima esposa. El cadáver está en vuestra casa. El número de móvil de la chica figurará entre las llamadas que habéis recibido recientemente. Vos la sodomizasteis delante de posibles testigos en el Donatien, por cierto, todo un placer, ¿no? Y, si os fijáis bien, su maravilloso pubis tiene introducido un utensilio de placer que lleva vuestras huellas.

Es cierto, distingues el vibrador que recogiste en el suelo del mueble bar y supusiste que pertenecía a Shaina.

—Además —sigue el marqués—, encontrarán guardados en vuestro despacho unos relatos muy sospechosos, algunas búsquedas por Internet sobre mí, el marqués de Sade… En fin, un alud de pruebas que os inculparán como presunto asesino de Anna Rius y, por deducción, de Magda Pons o Jeanne Testard, como prefiráis.

A pesar de estar aún bajo el influjo de algún narcótico que te han debido de poner en el whisky, comprendes que es cierto: estás en un lío. Intentas coger fuerza.

—¡Puedes quitarte la máscara, Eduard! Lo sé todo. De momento, estoy jodido, como tú dices, pero lo explicaré todo con pelos y señales. Isabel, tu cuñada, y tu hijo me ayudarán e irán a por ti.

El individuo disfrazado ni se ha inmutado. Al contrario, parece divertido y complacido. Gesticula teatralmente y se quita la máscara.

—¡Lo sabía! ¿Por qué, Eduard?

—¿Por qué, qué? —te pregunta cambiando el tono de voz y adoptando el suyo.

—¿Por qué mataste a Magda? ¿Por qué abusaste de tu hijo? ¿Por qué me has inculpado en esta historia?

Te interrumpe.

—¡No tan deprisa! Solo puedo responder a las preguntas de una en una.

—¿Por qué mataste a Magda?

—No la maté yo. Fue Jota. Magda y Jota se entendían. El chico es celoso y muy irascible, patológicamente violento, y la mató después de la actuación en el Donatien. Sabía que yo era el marqués del juego, el médico que había abusado de él, su creador, y no pudo reprimirse. Al día siguiente, cuando Alfred estaba fuera, acudió a visitarla, como otras veces, y la mató.

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