Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Pronto amanecerá, regresa al laboratorio.
Pantera parecía estupefacta.
—Para nosotros, se ha terminado. Chechi es un callejón sin salida.
—¿Dónde nació? —preguntó la muchacha.
—En Menfis, creo.
—Chechi no es egipcio.
—¿Cómo lo sabes?
—Sólo un beduino monta así en su asno.
El carro de Suti se detuvo en el patio del puesto fronterizo, situado junto a las marismas de la ciudad de Pithon. Confió sus caballos a un palafrenero y corrió a consultar al escriba de la inmigración.
Aquí era donde los beduinos que deseaban instalarse en Egipto sufrían un riguroso interrogatorio. En ciertos períodos no se autorizaba que pasara nadie. En numerosos casos, la petición formulada por el escriba a las autoridades de Menfis había sido rechazada.
—Teniente de carros Suti.
—He oído hablar de vuestras hazañas.
—¿Podrías informarme sobre un beduino que, sin duda hace mucho tiempo, tomó la nacionalidad egipcia?
—No es muy regular. ¿Motivo?
Suti, turbado, bajó la mirada.
—Un asunto sentimental. Si pudiera persuadir a mi antigua prometida de que no es un egipcio de nacimiento, creo que volvería a mi.
—Bueno… ¿Cómo se llama?
—Chechi.
El escriba consultó sus archivos.
—Sí, tengo un Chechi, es un beduino, de origen sirio. Se presentó en el puesto fronterizo hace quince años. La situación era bastante tranquila y le dejamos entrar.
—¿Nada sospechoso?
—Ningún antecedente turbio, no había participado en ninguna acción bélica contra Egipto. La comisión formuló un dictamen favorable tras tres meses de investigación. Tomó el nombre de Chechi y encontró trabajo en Menfis como obrero metalúrgico. Los controles efectuados durante los primeros cinco años de su nueva existencia no descubrieron irregularidades. Mucho me temo que vuestro Chechi haya olvidado sus orígenes.
Bravo
dormía a los pies de Pazair. Con toda energía, pese a su insistencia, el juez había rechazado la oferta de Branir. Liquidar su morada habría sido demasiado triste.
—¿Estáis seguro de que el quinto veterano sigue vivo?
—Si estuviera muerto, lo habría sentido manejando mi varita de radiestesista.
—Como al refugiarse en la clandestinidad ha renunciado a su pensión, se ve obligado a trabajar para sobrevivir. Las investigaciones de Kani fueron metódicas y profundas, pero no dieron resultado.
Desde la terraza, Pazair contemplaba Menfis. De pronto, la serenidad de la gran ciudad le pareció amenazada, como si un solapado peligro planeara sobre ella. Si Menfis se veía afectada, Tebas cedería y, luego, el país entero. Presa de malestar, se sentó.
—¿También tú lo percibes?
—¡Qué horrible sensación!
—Va aumentando.
—¿No seremos víctimas de una ilusión?
—Has sentido el mal en tu propia carne. Al comienzo, hace unos meses, creí que era una pesadilla. Pero volvió, cada vez más frecuente, cada vez más ominoso.
—¿De qué se trata?
—Una plaga cuya naturaleza ignoramos todavía.
El juez se estremeció. Su malestar cedía, pero su cuerpo no iba a olvidarlo.
Un carro se detuvo ante la casa. Suti descendió y trepó hasta el primer piso.
—¡Chechi es un beduino naturalizado! ¿No merezco una cerveza? Perdonadme, Branir, he olvidado saludaros.
Pazair sirvió a su amigo, que bebió un largo trago.
—He reflexionado mientras regresaba del puesto fronterizo. Qadash, un libio; Chechi, un beduino de origen sirio; Hattusa, una hitita. Los tres son extranjeros. Qadash se ha convertido en un honorable dentista, pero se entrega a danzas lúbricas con sus congéneres. A Hattusa, su nueva existencia no le gusta demasiado y conserva todo su afecto por su pueblo; Chechi, el solitario, se consagra a extrañas investigaciones. ¡Ahí tienes tu conspiración! A sus espalda, Asher. Él los manipula.
Branir guardó silencio. Pazair se preguntó si Suti no acababa de dar con la solución al enigma que los angustiaba.
—Vas muy de prisa. ¿Cómo imaginar que existe un vinculo entre Hattusa y Chechi, entre ella y Qadash?
—El odio a Egipto.
—Hattusa detesta a Asher.
—¿Y tú qué sabes?
—Me lo dijo y lo creí.
—Despabila, Pazair, tus objeciones son infantiles. Sé objetivo y sacarás conclusiones sin vacilar. Hattusa y Asher son las cabezas pensantes, Qadash y Chechi los ejecutores. Las armas que el químico prepara no están destinadas al ejército regular.
—¿Una sedición?
—Hattusa desea una invasión, Asher la organiza.
Suti y Pazair se volvieron hacia Branir, impacientes por oír su opinión.
—El poder de Ramsés no se ha debilitado. Una tentativa de este tipo me parece condenada al fracaso.
—¡Y, sin embargo, está preparándose! —consideró Suti—. Hay que actuar, matar la conspiración en el huevo. Si iniciamos una acción judicial, tendrán miedo al saberse desenmascarados.
—Si nuestra acusación es considerada sin fundamento y difamatoria, recibiremos una pesada condena y tendrán el campo libre. Debemos golpear con fuerza y tiento. Si tuviéramos con nosotros al quinto veterano, la credibilidad del general Asher recibiría un duro golpe.
—¿Aguardarás a que se produzca el desastre?
—Dame una noche para reflexionar, Suti.
—¡Tómate todo el año, si lo deseas! Ya no tienes capacidad para reunir un tribunal.
—Esta vez —dijo Branir—, Pazair ya no puede rechazar mi casa. Debe pagar sus deudas y recuperar en seguida su cargo.
Pazair caminó solo en la noche. La vida le agarraba por el cuello, le obligaba a concentrarse en los vericuetos de una conspiración cuya gravedad iba descubriendo hora tras hora, cuando sólo quería pensar en la mujer amada e inaccesible.
Renunció a la felicidad, no a la justicia.
Su sufrimiento iba madurándole; en lo más profundo de sí mismo, una fuerza se negaba a extinguirse, una fuerza que pondría al servicio de los seres queridos.
La luna, «el combatiente», era un cuchillo que cortaba las nubes o un espejo que reflejaba la belleza de las divinidades. Solicitó su poder, rogando para que su mirada fuera tan penetrante como la del sol nocturno.
Su pensamiento volvió al quinto veterano. ¿Qué oficio ejercería un hombre deseoso de pasar desapercibido? Pazair enumeró las ocupaciones de los habitantes de Tebas oeste, y las eliminó una tras otra. Desde el carnicero al sembrador, todos se relacionaban con la población; Kani habría acabado obteniendo información.
Salvo en un caso.
Si, existía un oficio, tan solitario y tan visible al mismo tiempo, que resultaba la más perfecta de las máscaras.
Pazair levantó los ojos al cielo, bóveda de lapislázuli con mil puertas en forma de estrella por las que pasaba la luz. Si había logrado recogerla, sabría dónde encontrar al quinto veterano.
E
l despacho atribuido al nuevo tesorero principal de los graneros era grande y luminoso; cuatro escribas especializados estarían constantemente a sus órdenes. Bel-Tran, vestido con un paño nuevo y una camisa de lino de manga corta que le sentaba muy mal, estaba radiante. Su éxito de negociante le había colmado, pero el ejercicio del poder público le atraía desde que sabía leer y escribir. A causa de su modesto nacimiento y su mediocre educación, le había parecido inaccesible. Pero el encarnizado trabajo había demostrado su valor a la administración, y estaba decidido a desplegar todo su dinamismo.
Tras haber saludado a sus colaboradores y subrayado su exigencia de orden y puntualidad, consultó el primer expediente que le confiaba su superior jerárquico: una lista de los contribuyentes morosos. Él, que pagaba sus impuestos con exactitud, la consultó con indiscutible diversión. Un terrateniente, un escriba del ejército, el director de un taller de carpintería y… ¡el juez Pazair! El verificador había anotado la magnitud de la demora, el montante de la multa, y el jefe de la policía personalmente había puesto los sellos en la puerta del magistrado.
A la hora del almuerzo, Bel-Tran se dirigió a casa del escribano Iarrot y le preguntó dónde residía el juez. En casa de Suti, el alto funcionario sólo encontró al teniente de carros y su amante; Pazair acababa de marcharse al puerto de las embarcaciones ligeras que se encargaban del trayecto entre Menfis y Tebas.
Bel-Tran alcanzó a tiempo al viajero.
—Conozco el drama que estáis viviendo.
—Un descuido por mi parte.
—¡Una escandalosa injusticia! La multa es grotesca comparada con la falta. Defendeos judicialmente.
—No tengo razón. El proceso durará mucho tiempo, ¿y qué voy a sacar? Una reducción de la multa y un montón de enemigos.
—El decano del porche no parece apreciaros demasiado.
—Acostumbra probar a los jueces jóvenes.
—Me ayudasteis en un momento difícil; me gustaría devolvéroslo. Dejadme pagar vuestra deuda.
—Me niego.
—¿Aceptaríais un préstamo? Sin interés, naturalmente. Autorizadme, al menos, a no obtener beneficios a costa de un amigo.
—¿Cómo voy a pagaros?
—Con vuestro trabajo. En mi nueva función de tesorero principal de los graneros, apelaré a menudo a vuestra competencia. Vos mismo calcularéis cuántas consultas equivalen a dos sacos de grano y un buey gordo.
—Nos veremos a menudo.
—Aquí están los títulos de propiedad de los bienes reclamados.
Bel-Tran y Pazair se dieron un abrazo.
El decano del porche preparaba la audiencia de la mañana siguiente. Un ladrón de sandalias, una herencia discutida, una indemnización por accidente. Casos simples que se resolverían en seguida. Le anunciaron una divertida visita.
—¡Pazair! ¿Habéis cambiado de profesión o venís a pagar vuestra deuda?
El magistrado se rió de su propia broma.
—La segunda proposición es la correcta.
—Muy bien, no os falta sentido del humor. La carrera no está hecha para vos; más adelante me agradeceréis mi severidad. Regresad a la aldea, casaos con una buena campesina, hacedle dos hijos y olvidaos de los jueces y de la justicia. Es un mundo demasiado complicado. Conozco a los hombres, Pazair.
—Os felicito por ello.
—¡Ah, entráis en razón!
—Aquí está mi pago.
El decano, atónito, consultó el acta de propiedad.
—Los dos sacos de grano han sido depositados ante vuestra puerta, el buey bien cebado se halla en los establos del fisco. ¿Estáis satisfecho?
Mentmosé tenía cara de pocos amigos. El cráneo rosado, los rasgos crispados, la voz gangosa; manifestó su impaciencia.
—Os recibo por simple corrección, Pazair. Hoy sois sólo un ciudadano fuera de la ley.
—Si fuera así, no me habría permitido importunaros.
El jefe de la policía levantó la cabeza.
—¿Qué significa eso?
—He aquí un documento firmado por el decano del porche. Estoy en regla con el fisco. Incluso ha considerado que mi buey bien cebado sobrepasaba la norma y me ha concedido un crédito sobre los impuestos del próximo año.
—¿Cómo habéis…?
—Os agradecería que ordenarais quitar en seguida los sellos de mi puerta.
—¡Naturalmente, querido juez, naturalmente! Sabed que os defendí en todo este desgraciado asunto.
—No lo he dudado ni un instante.
—Nuestra futura colaboración…
—Se anuncia bajo los mejores auspicios. Un detalle más: por lo que se refiere al trigo desviado, ya está todo arreglado. Estoy al corriente, pero vos lo estabais antes que yo.
Tranquilizado, de nuevo en funciones, Pazair embarcó en un rápido navío con destino a Tebas. Kem le acompañaba. El babuino, mecido, dormía apoyado en un bulto.
—Me sorprendéis —dijo el nubio—. Habéis escapado de una situación que habría destrozado a los más resistentes.
—Pura suerte.
—Exigencia, más bien. Una exigencia tan poderosa que los hombres y los acontecimientos se doblegan ante vos.
—Me atribuis poderes que no poseo.
Por las aguas del río, se acercaba a Neferet. El médico en jefe Nebamon pronto exigiría cuentas. La joven facultativa no restringiría sus actividades. El enfrentamiento era inevitable.
El barco atracó en Tebas al anochecer. El juez se sentó en la orilla, apartado de los viandantes. El sol declinaba, la montaña de occidente se enrojeció; al melancólico son de las flautas, los rebaños regresaron del campo.
El último transbordador sólo llevaba un reducido número de pasajeros. Kem y el babuino se mantuvieron a popa. Pazair se aproximó al barquero. Llevaba una peluca a la antigua que le ocultaba la mitad del rostro.
—Maniobrad lentamente —ordenó el juez.
El hombre mantuvo la cabeza inclinada sobre el timón.
—Tenemos que hablar; aquí estáis seguro. Responded sin mirarme.
¿Quién prestaba atención a un barquero? Todos tenían prisa por llegar a la otra orilla, discutían, soñaban, nadie dirigía una mirada al hombre encargado del transbordador. Se contentaba con poca cosa, vivía apartado, nunca se mezclaba con la población.
—Sois el quinto veterano, el único superviviente de la guardia de honor de la esfinge.
El barquero no protestó.
—Soy el juez Pazair y deseo saber la verdad. Vuestros cuatro camaradas han muerto, probablemente asesinados. Por eso os ocultáis. Sólo motivos de extrema gravedad pueden explicar semejante matanza.
—¿Quién va a demostrarme vuestra honestidad?
—Si hubiera querido suprimiros, habríais desaparecido ya. Tened confianza.
—Para vos es muy fácil…
—No lo creáis. ¿De qué monstruosidad fuisteis testigo?
—Éramos cinco… cinco veteranos. Custodiábamos la esfinge durante la noche. Una misión sin riesgo, por completo honorífica, antes de nuestra jubilación. Un colega y yo estábamos sentados en el exterior del recinto que rodea el león de piedra. Como de costumbre, nos habíamos dormido. Él oyó un ruido y despertó. Yo tenía sueño y le tranquilicé. Inquieto, insistió. Fuimos a ver, penetramos en el recinto y descubrimos el cadáver de un camarada, junto al flanco derecho, y luego, al otro lado, otro.
Se interrumpió con un nudo en la garganta.
—Y aquellos gemidos… ¡Todavía me parece oírlos! El guardián en jefe agonizaba entre las patas de la esfinge. De su boca manaba sangre, a duras penas podía expresarse.
—¿Qué dijo?
—Que había sido agredido, que se había defendido.