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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (30 page)

BOOK: El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada
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—Suti ha sido testigo de una fechoría. Por vuestra seguridad, prefiero no decir nada más.

—¿Tan acuciante es el peligro?

—Es cosa del ejército.

—Pensad en vos, Pazair.

—¿Os preocupa mi suerte?

—No seáis acerbo. Deseo mucho vuestra felicidad.

—Sólo vos podéis concedérmela.

—Sois tan absoluto, si…

—Venid conmigo.

—Es imposible. No me anima el mismo ardor que a vos; admitid que soy diferente, que la prisa me es ajena.

—Es todo tan sencillo: os amo y vos no me amáis.

—No, no todo es tan sencillo. El día no viene repentinamente después de la noche, ni una estación tras otra.

—¿Me dais alguna esperanza?

—Comprometerme sería mentir.

—Ya lo veis.

—Vuestros sentimientos son tan violentos, tan impacientes… No podéis exigir que responda a ellos con el mismo ardor.

—No intentéis justificaros.

—No veo claro en mí misma, ¿cómo puedo ofreceros una certeza?

—Si me voy, no volveremos a vernos nunca.

Pazair se alejó con paso lento, esperando unas palabras que nunca fueron pronunciadas.

El escribano Iarrot había evitado los errores graves al no asumir responsabilidades. El barrio estaba tranquilo, no se había cometido ningún delito importante. Pazair resolvió algunos detalles y se dirigió a casa del jefe de la policía, que había dejado una convocatoria.

Con voz gangosa, apresurado, Mentmosé parecía más sonriente que de ordinario.

—¡Querido juez! Celebro volver a veros. ¿Estabais de viaje?

—Un desplazamiento obligado.

—Vuestra jurisdicción permaneció muy tranquila; la reputación comienza a dar fruto. Se sabe que no transigís con la ley. Con todos los respetos, me parecéis cansado.

—No tiene importancia.

—Bueno, bueno…

—¿Y el motivo de vuestra convocatoria?

—Un asunto delicado y… lamentable. Seguí vuestro plan al pie de la letra, por lo que se refiere al silo sospechoso. Recordadlo: dudaba de su eficacia. Y, entre nosotros, no estaba equivocado.

—¿Ha huido el intendente?

—No, no… No puedo reprocharle nada. No estaba en su puesto cuando se produjo el incidente.

—¿Qué incidente?

—La mitad del contenido del silo fue robada durante la noche.

—¿Bromeáis?

—Desgraciadamente, no. Es la triste realidad.

—¡Pero vuestros hombres estaban vigilándolo!

—Si y no. Una riña, no lejos de los graneros, los obligó a intervenir con urgencia. ¿Quién podría reprochárselo? Cuando volvieron a la guardia, comprobaron el robo. ¡Es sorprendente, ahora el estado del silo corresponde al informe del intendente!

—¿Y los culpables?

—No hay pistas serias.

—¿Testigos?

—El barrio estaba desierto y la operación se ejecutó perfectamente. No será fácil identificar a los ladrones.

—Supongo que habéis puesto en el caso vuestros mejores elementos.

—Contad conmigo.

—Entre nosotros, Mentmosé, ¿qué opinión tenéis de mí?

—Bueno… Os considero un juez consciente de sus deberes.

—¿Me concedéis cierta inteligencia?

—¡Querido Pazair, os subestimáis!

—En ese caso, sabréis que no concedo crédito alguno a vuestra historia.

La señora Silkis, presa de una de sus frecuentes crisis de angustia, recibía los atentos cuidados de un especialista en trastornos psíquicos, el intérprete de sueños. Su gabinete, pintado de negro, estaba sumido en la oscuridad. Cada semana, la mujer se tendía en una estera, le contaba sus pesadillas y solicitaba sus consejos.

El intérprete de sueños era un sirio instalado en Menfis desde hacía muchos años. Utilizando numerosos grimorios y claves de los sueños
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, adulaba a una clientela de damas nobles y burguesas acomodadas. Sus honorarios eran pues muy elevados; ¿acaso no proporcionaba un consuelo regular a pobres criaturas de espíritu frágil? El intérprete insistía en la ilimitada duración del tratamiento; ¿se dejaba alguna vez de soñar? Y sólo él podía dar el significado de las imágenes y los fantasmas que agitaban un cerebro adormilado. Muy prudente, rechazaba la mayoría de insinuaciones de sus pacientes carentes de afecto, y sólo cedía a algunas viudas, apetitosas todavía.

Silkis se roía las uñas.

—¿Os habéis peleado con vuestro marido?

—A causa de los niños.

—¿Qué falta han cometido?

—Mienten. ¡No es tan grave, a fin de cuentas! Mi marido se enfada, yo los defiendo, la cosa sube de tono.

—¿Os pega?

—Un poco, pero me defiendo.

—¿Está satisfecho de vuestra transformación corporal?

—¡Oh, sí! Lo tengo comiendo en mis manos… a veces, hace lo que quiero, siempre que no me meta en sus asuntos.

—¿Os interesa?

—En absoluto. Somos ricos, y eso es lo esencial.

—Tras vuestra última pelea, ¿cómo os comportasteis?

—Como de costumbre. Me encerré en la habitación y grité. Luego me dormí.

—¿Largos sueños?

—Siempre las mismas imágenes. Vi primero una niebla que ascendía del río. Algo, un barco sin duda, intentaba atravesarla. Gracias al sol, la niebla se disipó. El objeto era un gigantesco falo que avanzaba ante él. Me aparté, quise refugiarme en una casa, a orillas del Nilo. No era un edificio, sino un sexo femenino que me atraía y asustaba al mismo tiempo.

Silkis jadeaba.

—Desconfiad —recomendó el intérprete—, según las claves de los sueños ver un falo anuncia un robo.

—¿Y un sexo femenino?

—La miseria.

Desmelenada, la señora Silkis acudió sin demora al almacén. Su marido apostrofaba a dos hombres de rasgos colgantes y aspecto doliente.

—Perdona que te moleste, querido. ¡Es preciso tener cuidado, van a robarte y podemos quedar en la miseria!

—Tardía advertencia. Estos capitanes están diciéndome, como sus colegas, que no hay ningún barco disponible para transportar mis papiros del delta a Menfis. Nuestro almacén permanecerá vacío.

CAPÍTULO 30

E
l juez Pazair soportó la cólera de Bel-Tran.

—¿Qué esperáis de mí?

—Que intervengáis por impedimento a la libertad de circulación de mercancías. ¡Los pedidos no dejan de llegar, y no puedo satisfacerlos!

—En cuanto haya un barco disponible…

—No habrá ninguno.

—¿Malevolencia?

—Investigad, podréis probarlo. Cada día que pasa me acerca a la ruina.

—Volved mañana. Espero encontrar elementos concretos.

—No olvidaré lo que hacéis por mí.

—Por la justicia, Bel-Tran, no por vos…

La misión divertía a Kem y a su babuino más aún. Provisto de la lista de transportistas proporcionada por Bel-Tran, preguntaban las razones de su negativa.

Embrolladas explicaciones, lamentaciones, mentiras evidentes les dieron la seguridad de que el fabricante de papiro no se equivocaba. En el extremo de un almacén, a la hora de la siesta, Kem le echó el ojo a un contramaestre generalmente bien informado.

—¿Conoces a Bel-Tran?

—He oído hablar de él.

—¿No hay barcos disponibles para su papiro?

—Eso parece.

—Y, sin embargo, el tuyo está atracado, y vacío. El babuino abrió las fauces, sin emitir un solo sonido.

—¡Sujeta tu fiera!

—La verdad, y te dejaremos en paz.

—Denes ha alquilado todos los barcos durante una semana.

Al caer la tarde, el juez Pazair siguió el procedimiento reglamentario interrogando personalmente a los armadores, obligados a enseñarle sus contratos de alquiler.

Todos estaban a nombre de Denes.

De una chalana de vela, los marineros desembarcaban alimentos, jarras y muebles. Otro barco de carga se disponía a partir hacia el Sur. A bordo, pocos remeros; la casi totalidad de la embarcación, de casco macizo, estaba destinada a cabinas donde se almacenaban las mercancías. El timonel ocupaba ya su puesto; faltaba el hombre de proa. Con su larga pértiga, sondeada el fondo a intervalos regulares. En el muelle, entre el estruendo, Denes hablaba con el capitán. Los marinos cantaban o se apostrofaban, unos carpinteros reparaban un velero, los talladores de piedra consolidaban un embarcadero.

—¿Puedo consultaros? —preguntó Pazair, que iba acompañado por Kem y su babuino.

—Más tarde, con mucho gusto.

—Perdonad que insista, pero tengo prisa.

—¡No hasta el punto de retrasar la partida de un barco!

—Precisamente, de eso se trata.

—¿Motivo?

Pazair desenrolló un papiro de más de un metro.

—Ésta es la lista de las infracciones que habéis cometido: alquiler forzado, intimidación a los armadores, tentativa de monopolio, trabas a la circulación de bienes.

Denes consultó el documento. Las acusaciones del juez se formulaban con precisión y de acuerdo con las normas.

—Niego vuestra interpretación de los hechos, es dramática y grandilocuente. He alquilado tantos barcos para destinarlos a unos transportes extraordinanos.

—¿Cuáles?

—Materiales diversos.

—Demasiado vago.

—En mi oficio, es bueno prever lo imprevisible.

—Bel-Tran es víctima de vuestra maniobra.

—¡Ya estamos! Se lo advertí: su ambición le llevará al fracaso.

—Para romper un monopolio de hecho, que es innegable, ejerzo el derecho de requisa.

—Como queráis. Tomad una barca cualquiera del muelle oeste.

—Vuestra embarcación me conviene.

Denes se colocó ante la pasarela.

—¡Os prohíbo tocarla!

—Prefiero no haber oído nada. Discutir la ley es un delito serio.

El transportista se suavizó.

—Sed razonable… En Tebas esperan este cargamento.

—Bel-Tran sufre un perjuicio del que sois autor; la justicia implica que le indemnicéis. Acepta no denunciaros para preservar vuestras relaciones futuras. A causa del retraso, sus reservas son enormes; apenas bastará este navío de transporte.

Pazair, Kem y el babuino subieron a bordo. El juez no sólo quería hacer justicia a Bel-Tran, sino que seguía también una intuición.

Varias cabinas construidas con tablas unidas y agujereadas para permitir la circulación del aire albergaban caballos, bueyes, carneros y terneras. Algunos estaban en libertad, otros atados a unas anillas fijadas en la cubierta. Los que tenían el pie marinero paseaban a proa. Otras cabinas, simples cuchitriles de delgada madera cubiertos con un techo, contenían taburetes, sillas y mesas.

A popa, una gran lona cubría una treintena de silos portátiles.

Pazair llamó a Denes.

—¿De dónde procede este trigo?

—De los almacenes.

—¿Quién os lo ha entregado?

—Consultad al contramaestre.

Interrogado, el hombre mostró un documento oficial con un sello indescifrable. ¿Por qué iba a extrañarle ese detalle cuando la mercancía era banal? Según las necesidades de una u otra provincia, Denes transportaba grano durante todo el año. Las reservas de los silos estatales evitaban las hambrunas.

—¿Quién ha dado la orden de transporte?

El contramaestre lo ignoraba. El juez se volvió hacia su patrono, que, sin vacilación alguna, le condujo hasta su oficina en el puerto.

—No tengo nada que ocultar —confesó Denes nervioso—. Ciertamente he intentado dar una lección a Bel-Tran, pero era sólo una broma. ¿Por qué os intriga mi cargamento?

—Secreto de sumario.

Los archivos estaban en orden. Denes, dócil, se apresuró a mostrar la tablilla que interesaba al juez.

La orden de transporte emanaba de Hattusa, princesa hitita, superiora del harén de Tebas, esposa diplomática de Ramsés el Grande.

Gracias al general Asher, la calma había vuelto a los principados de Asia. Una vez más, había demostrado su perfecto conocimiento del terreno. Dos meses después de su regreso, en mitad del estío, cuando una bienhechora crecida depositaba el limo fertilizante en ambas orillas, se había organizado en su honor una grandiosa ceremonia. ¿Acaso Asher no había conseguido un tributo compuesto por mil caballos, quinientos prisioneros, diez mil corderos, ochocientas cabras, cuatrocientos bueyes, cuarenta carros enemigos, centenares de lanzas, espadas, cotas de armas, escudos y doscientos mil sacos de cereales? Ante el palacio real se habían reunido los cuerpos de élite, la guardia del faraón y la policía del desierto, y representantes de los cuatro regimientos de Amón, Ra, Ptah y de Seth, incluyendo carros, infantería y arqueros. Ni un solo oficial había faltado a la llamada. El poderío militar egipcio desplegaba sus fastos y celebraba a su más condecorado oficial superior. Ramsés le entregaría cinco collares de oro y decretaría tres días de fiesta en todo el país. Asher se convertía en uno de los primeros personajes del Estado, brazo armado del rey y muralla contra la invasión.

Suti no estaba ausente de la fiesta. El general le había atribuido un nuevo carro para desfilar, sin obligarle a comprar la lanza y la caja, como la mayoría de los oficiales; tres soldados se encargarían de los dos caballos.

Antes del desfile, el héroe de la reciente campaña recibió las felicitaciones del general.

—Seguid sirviendo a vuestro país, Suti; os prometo un brillante porvenir.

—Mi alma está atormentada, general.

—Me asombráis.

—Mientras no hayamos hecho prisionero a Adafi, no dormiré tranquilo.

—En eso reconozco a un héroe brillante y generoso.

—Y me hago algunas preguntas… ¿Cómo ha podido escapar a pesar de nuestro peinado?

—El muy bribón es hábil.

—¿No juraría que adivina nuestros planes?

En la frente del general Asher apareció una arruga.

—Me habéis dado una idea… Que en nuestras filas hay un espía.

—Inverosímil.

—Ha ocurrido ya. Tranquilizaos: mi estado mayor y yo mismo nos interesaremos por el problema. Tened la seguridad de que el vil rebelde no seguirá libre mucho tiempo.

Asher palmeó la mejilla de Suti y, luego, se dirigió a otro valiente. Las insinuaciones, bastante insistentes sin embargo, no le habían turbado.

Por un instante, Suti se preguntó si no se habría equivocado; pero la horrible escena seguía muy viva en su memoria. Ingenuo, había esperado que el traidor perdiera su sangre fría.

El faraón pronunció un largo discurso, cuyas partes esenciales fueron repetidas por los heraldos en todas las ciudades y todas las aldeas. Jefe supremo de los ejércitos, garantizaba la paz y velaba por las fronteras. Los cuatro grandes regimientos, con veinte mil soldados, protegerían Egipto de cualquier tentativa de invasión. Carros e infantería, donde se habían alistado numerosos nubios, sirios y libios, estaban vinculados a la felicidad de las Dos Tierras, y la defenderían contra los agresores, aunque fueran antiguos compatriotas. El rey no toleraría ninguna falta a la disciplina, el visir ejecutaría sus consignas al pie de la letra.

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