El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (31 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada
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A cambio de sus buenos y leales servicios, el general Asher era responsable de la instrucción de los oficiales encargados de encuadrar las tropas que efectuarían misiones de vigilancia en Asia. Su experiencia les sería preciosa. Abanderado ya a la diestra del rey, el general sería permanentemente consultado sobre las opciones tácticas y estratégicas.

Pazair abría un expediente, lo cerraba, clasificaba documentos ya clasificados, daba órdenes contradictorias a su escribano y olvidaba pasear a su perro. Iarrot no se atrevía a preguntarle nada, pues el juez respondía cualquier cosa.

Pazair soportaba, día tras día, los asaltos de Suti, cada vez más impaciente; ver a Asher en libertad se le hacía insoportable. El juez excluía toda precipitación, sin proponer nada en concreto, y arrancaba a su amigo la promesa de no intervenir de un modo insensato. Atacar al general a la ligera sólo llevaría al fracaso.

Suti advertía que Pazair no se interesaba mucho en su propósito; perdido en dolorosos pensamientos, iba ajándose poco a poco.

El juez había creído que su trabajo le aturdiría y le haría olvidar a Neferet. Pero, contrariamente, el alejamiento aumentaba su angustia. Consciente de que el tiempo lo agravaría más aún, decidió convertirse en una sombra. Tras haber dicho adiós a su perro y a su asno, salió de Menfis dirigiéndose al oeste, hacia el desierto líbico.

Cobarde, no había hablado con Suti, imaginando de antemano sus argumentos. Encontrar el amor y no poder vivirlo habían transformado su existencia en un suplicio.

Pazair caminó por la ardiente arena, bajo un sol de justicia. Subió a una colina y se sentó en una piedra, dirigiendo los ojos a la inmensidad. El cielo y la tierra se cerrarían sobre su cabeza, el calor le desecaría, las hienas y los buitres destruirían sus despojos. Desdeñando su sepultura, injuriaba a los dioses y se condenaba a sufrir la segunda muerte, que excluía la resurrección; ¿pero una eternidad sin Neferet no sería el peor de los castigos?

Ausente de si mismo, indiferente al viento y a la mordedura de la arena, Pazair se sumió en la nada. Sólo el vacío, luz inmóvil… Desaparecer no era fácil. El juez no se movía, convencido de que se deslizaba hacia el sueño postrero.

Cuando la mano de Branir se posó en su hombro, no reaccionó.

—Un paseo fatigoso, a mi edad. Al regresar de Tebas, pensaba descansar; y me obligas a encontrarte en este desierto. Incluso con radiestesia, ha sido una dura tarea. Bebe un poco.

Branir tendió un odre fresco a su discípulo. Con mano temblorosa, éste lo agarró, puso el gollete entre sus labios exangües y bebió un trago.

—Negarme hubiera sido insultante, pero no os concederé nada más.

—Eres resistente, tu piel no se ha quemado y tu voz apenas tiembla.

—El desierto me arrebatará la vida.

—Te negará la muerte.

Pazair se agitó.

—Seré paciente.

—Tu paciencia será inútil, pues eres un perjuro.

El juez dio un respingo.

—Vos, maestro, vos…

—La verdad duele.

—¡No he faltado a mi palabra!

—Te falla la memoria. Cuando aceptaste tu primer puesto en Menfis, hiciste un juramento del que fue testigo una piedra. Contempla el desierto, a nuestro alrededor; la piedra se ha convertido en un millar, te recuerda el compromiso sagrado que aceptaste ante Dios, ante los hombres y ante ti mismo. Lo sabías, Pazair; un juez no es un hombre ordinario. Tu existencia ya no te pertenece. Destrúyela, devástala, no tiene importancia; el perjuro está condenado a errar entre las sombras rabiosas que se desgarran mutuamente.

Pazair desafió a su maestro.

—No puedo vivir sin ella.

—Debes cumplir tu función de juez.

—¿Sin alegría y sin esperanza?

—La justicia no se nutre de estados de ánimo, sino de rectitud.

—Olvidar a Neferet me es imposible.

—Háblame de tus investigaciones.

El enigma de la esfinge, el quinto veterano, el general Asher, el trigo robado… Pazair reunió los hechos, no ocultó sus incertidumbres ni sus dudas.

—Tú, modesto magistrado, situado en lo más bajo de la escala jerárquica, estás a cargo de asuntos excepcionales que el destino te ha confiado. Sobrepasan tu persona y tal vez comprometan el porvenir de Egipto. ¿Serás lo bastante mediocre como para descuidarlos?

—Actuaré, puesto que así lo deseáis.

—Tu función lo exige. ¿Crees, acaso, que la mía es más ligera?

—Pronto gozaréis del silencio del templo cubierto.

—No de su silencio, Pazair, sino de su vida entera. Contra mi deseo, me han nombrado sumo sacerdote de Karnak.

El rostro del juez se iluminó.

—¿Cuándo recibiréis el anillo de oro?

—Dentro de unos meses.

Durante dos días, Suti había buscado a Pazair por todo Menfis. Lo sabia bastante desesperado como para poner fin a sus días.

Reapareció en su despacho, con el rostro quemado por el sol. Suti le arrastró a una formidable noche de bebida, poblada de recuerdos infantiles. Por la mañana, se bañaron en el Nilo, sin lograr disipar la jaqueca que palpitaba en sus sienes.

—¿Dónde te ocultabas?

—Una meditación en el desierto. Branir me ha traído.

—¿Qué has decidido realmente?

—Aunque la ruta sea apagada y gris, respetaré mi juramento de juez.

—Llegará la felicidad.

—Bien sabes que no.

—Combatiremos juntos. ¿Por dónde vas a comenzar?

—Tebas.

—¿A causa de ella?

—No volveré a verla. Tengo que aclarar un tráfico de trigo y encontrar al quinto veterano. Su testimonio será esencial.

—¿Y si ha muerto?

—Gracias a Branir, estoy seguro de que se oculta. Su varita de zahorí no se equivoca.

—Puede ser largo.

—Vigila a Asher, estudia sus hechos y sus gestos. Intenta encontrar un fallo.

El carro de Suti levantaba una nube de polvo. El nuevo teniente entonaba una canción obscena que alababa la infidelidad de las mujeres. Suti era optimista; aunque Pazair siguiera neurasténico, no traicionaría su palabra. A la primera ocasión, le haría conocer a una alegre doncella que disiparía su melancolía.

Asher no escaparía a la justicia. Suti debía impartir la suya.

El carro pasó entre los dos mojones que señalaban la entrada de la propiedad. El calor era tan pesado que la mayoría de los campesinos descansaban a la sombra. Ante la granja estaba desarrollándose un drama; un asno acababa de volcar su carro.

Suti se detuvo, saltó a tierra, apartó al arriero que blandía un bastón para castigar al animal. El teniente inmovilizó al aterrado cuadrúpedo, sujetándolo por las orejas, y lo tranquilizó acariciándolo.

—No debe golpearse a un asno.

—¿Y mi saco de grano? ¿No ves que lo ha tirado?

—No ha sido él —corrigió un adolescente.

—¿Quién entonces?

—La libia. Se divierte pinchándole el trasero con espinas.

—¡Ah, ésa! Merece diez veces unos buenos bastonazos.

—¿Dónde está?

—Junto al estanque. Si quieren agarrarla, trepa al sauce.

—Yo me encargo.

En cuanto se aproximó, Pantera se subió al árbol y se tendió en una gran rama.

—Baja.

—¡Vete! ¡Por tu culpa me han reducido a la esclavitud!

—Yo debiera estar muerto, recuérdalo, y vengo a liberarte. Tírate en mis brazos.

Ella no vaciló. Suti cayó hacia atrás, golpeó con fuerza el suelo e hizo una mueca. Pantera rozó con el dedo las cicatrices.

—¿Te rechazan las demás mujeres?

—Necesito una abnegada enfermera durante algún tiempo. Me darás masajes.

—Estás polvoriento.

—He ido muy de prisa, impaciente por verte.

—¡Mentiroso!

—Hubiera debido lavarme, tienes razón.

Se levantó, manteniéndola en sus brazos, y corrió hacia el estanque, donde se zambulleron besándose.

Nebamon se probaba unas pelucas de gala que le había preparado su peluquero. Ninguna le gustaba. Demasiado pesadas, demasiado complicadas. Cada vez era más difícil seguir la moda. Desbordado por las demandas de ricas damas deseosas de preservar sus encantos remodelando sus cuerpos, obligado a presidir comisiones administrativas y a apartar los candidatos a su sucesión, lamentaba la ausencia, a su lado, de una mujer como Neferet. Su fracaso le irritaba.

El secretario particular se inclinó ante él.

—He obtenido las informaciones que deseabais.

—¿Necesidades y miseria?

—No exactamente.

—¿Ha abandonado la medicina?

—Al contrario.

—¿Estás burlándote de mí?

—Neferet ha fundado un dispensario rural, un laboratorio, practica intervenciones quirúrgicas y ha obtenido el beneplácito de las autoridades sanitarias de Tebas. Su fama no deja de aumentar.

—¡Es insensato! No tiene fortuna alguna. ¿Cómo se procura los productos raros y costosos?

El secretario particular sonrió.

—Deberíais estar contento de mi.

—Habla.

—He seguido un extraño hilo. ¿Ha llegado a vuestros oídos la reputación de Sababu?

—¿No tenía una casa de cerveza, en Menfis?

—La más famosa. Abandonó de pronto el establecimiento, aunque era muy rentable.

—¿Qué relación tiene con Neferet?

—Sababu no es sólo una de sus pacientes, sino también su proveedora de fondos. Ofrece a la clientela tebana jóvenes y hermosas muchachas, obtiene beneficio de este comercio y hace que su protegida lo aproveche. ¿No es eso un insulto a la moral?

—Una médico financiada por una prostituta… ¡Ya es mía!

CAPÍTULO 31

V
uestra reputación es halagüeña —dijo Nebamon a Pazair—. La fortuna no os impresiona, no teméis atacar los privilegios; en resumen, la justicia es vuestro pan de cada día y la integridad vuestra segunda naturaleza.

—¿No es lo mínimo en un juez?

—Cierto, cierto… Por eso os he elegido.

—¿Debo sentirme halagado?

—Cuento con vuestra probidad.

A Pazair, desde su infancia, le caían mal los seductores de forzada sonrisa y actitudes calculadas. El médico jefe le irritaba en grado sumo.

—Está a punto de estallar un terrible escándalo —murmuró Nebamon de modo que el escribano no le oyera—. Un escándalo que podría desnaturalizar mi profesión y arrojar el oprobio sobre todos los médicos.

—Sed más explícito.

Nebamon volvió la cabeza hacia Iarrot.

Con el consentimiento del juez, el escribano se marchó.

—Las denuncias, los tribunales, la pesadez administrativa… ¿No podríamos evitar tan enojosas formalidades?

Pazair permaneció silencioso.

—Deseáis saber algo más, es muy normal. ¿Puedo contar con vuestra discreción?

El juez se dominó.

—Una de mis alumnas, Neferet, ha cometido faltas que yo he sancionado. En Tebas, hubiera debido observar una reservada prudencia y remitirse a colegas más competentes. Me ha decepcionado mucho.

—¿Nuevos errores?

—Pasos en falso, cada vez más lamentables. Actividad incontrolada, prescripciones fuera de temporada, laboratorio privado.

—¿Es ilegal?

—No, pero Neferet no disponía de ningún medio material para instalarse.

—Los dioses le fueron favorables.

—Los dioses no, juez Pazair, una mujer de mala vida, Sababu, la patrona de una casa de cerveza procedente de Menfis.

Tenso, grave, Nebamon esperaba una reacción indignada.

Pazair parecía indiferente.

—La situación es muy inquietante —prosiguió el médico jefe—; un día u otro, alguien descubrirá la verdad y ensuciará a respetables facultativos.

—A vos, por ejemplo.

—Evidentemente, puesto que fui maestro de Neferet. No puedo seguir tolerando semejante riesgo.

—Lo lamento, pero no acabo de ver mi papel.

—Una intervención discreta, pero firme, suprimiría ese desagradable asunto. Como la casa de cerveza de Sababu pertenece a vuestro sector y ella trabaja en Tebas con una falsa identidad, no os faltarán motivos de inculpación. Amenazad a Neferet con graves sanciones si persiste en sus irrazonables empresas. La advertencia hará que regrese a una medicina rural a su medida. Naturalmente, no estoy solicitándoos una ayuda gratuita. Una carrera se construye; os ofrezco una estupenda ocasión de ascender en la jerarquía.

—Eso me conmueve.

—Sabía que nos entenderíamos. Sois joven, inteligente y ambicioso, a diferencia de tantos colegas vuestros, tan puntillosos con la letra de la ley que pierden el sentido común.

—¿Y si fracaso?

—Presentaré una denuncia contra Neferet, vos presidiréis el tribunal y elegiremos a los jurados. No deseo llegar a eso; mostraos persuasivo.

—No ahorraré esfuerzos.

Nebamon, relajado, se felicitaba por su gestión. Había juzgado bien al juez.

—Me satisface haber llamado a la puerta adecuada.

—Entre gente de calidad, es fácil allanar las dificultades.

Tebas, la divina, donde había conocido la felicidad y la desgracia. Tebas, la hechicera, donde el esplendor de los amaneceres se aliaba con la magia del ocaso. Tebas, la implacable, adonde el destino le llevaba en busca de una verdad huidiza como un lagarto aterrado.

La vio en el transbordador.

Ella regresaba de la orilla este, él cruzaba para dirigirse a la aldea donde la mujer ejercía. Pese a sus temores, ella no le rechazó.

—Mis palabras no eran ligeras. Este encuentro no debía de haberse producido nunca.

—¿Me habéis olvidado un poco?

—Ni un solo instante.

—Os torturáis.

—¿Qué importancia tiene eso para vos?

—Vuestro sufrimiento me entristece. ¿Creéis necesario aumentarlo viéndonos de nuevo?

—Hoy es el juez quien se dirige a vos, y sólo el juez.

—¿De qué se me acusa?

—De aceptar la generosidad de una prostituta. Nebamon exige que vuestras actividades se limiten a la aldea y que pongáis los casos graves en manos de vuestros colegas.

—¿Y si no?

—Si no, intentará que os condenen por inmoralidad y, por lo tanto, prohibiros ejercer.

—¿Es seria la amenaza?

—Nebamon es un hombre influyente.

—Escapé de él, y no admite que me resista.

—¿Preferís renunciar?

—¿Qué pensaríais vos de mi actitud?

—Nebamon cuenta conmigo para convenceros.

—Os conoce mal.

—Es una suerte para nosotros. ¿Tenéis confianza en mí?

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