Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Habría podido enviárosla con mi escribano, pero nuestras relaciones amistosas me imponen una mayor cordialidad.
El jefe de la policía no invitó a sentarse al juez.
—Chechi comparecerá como testigo —prosiguió Pazair—. Como sólo vos sabéis dónde se halla, llevadlo al tribunal. De lo contrario, nos veríamos obligados a hacerlo buscar por las fuerzas de policía.
—Chechi es un hombre razonable, si vos lo fuerais, renunciaríais a este proceso.
—El decano del porche ha considerado que podría sostenerse.
—Termináis con vuestra carrera.
—Eso preocupa a muchos últimamente; ¿debo preocuparme?
—Cuando se haya consumado vuestro fracaso, Menfis se reirá de vos y os veréis obligado a dimitir.
—Si sois designado jurado, no os neguéis a oír la verdad.
—¿Jurado, yo? —se extrañó Bel-Tran—. Jamás había pensado…
—Se trata de un proceso muy importante, de consecuencias imprevisibles.
—¿Es una obligación?
—De ningún modo; el decano del porche designa dos jurados, yo otros dos, y cuatro son elegidos entre los notables que han actuado ya.
—Os confieso mi inquietud. Participar en una decisión de justicia me parece más difícil que vender papiro.
—Deberéis pronunciaros sobre el destino de un hombre.
Bel-Tran reflexionó largo rato.
—Vuestra confianza me emociona. Acepto.
Suti hizo el amor con una rabia que sorprendió a Pantera, acostumbrada, sin embargo, al ardor de su amante. Insaciable, no podía separarse de ella, la cubría de besos y recorría con obstinación los caminos de su cuerpo. Lasciva, la muchacha supo mostrarse tierna después de la tormenta.
—Tu violencia es la de un viajero a punto de partir. ¿Qué me ocultas?
—Mañana es el proceso.
—¿Lo temes?
—Preferiría una pelea con los puños desnudos.
—Tu amigo me da miedo.
—¿Qué puedes temer de Pazair?
—No salvará a nadie, si la ley lo exige.
—¿Le has traicionado, sin decírmelo?
Ella le tumbó de espaldas y se tendió sobre él.
—¿Cuándo dejarás de sospechar de mí?
—Nunca. Eres una fiera hembra, la más peligrosa de las especies, y me has prometido mil muertes.
—Tu juez es más temible que yo.
—Me ocultas algo.
Ella se dejó caer a un lado, alejándose de su amante.
—Tal vez.
—Te he interrogado mal.
—Y, sin embargo, sabes lograr que mi cuerpo hable.
—Pero mantienes tu secreto.
—¿Tendría, de lo contrario, valor para ti?
Suti se arrojó sobre ella inmovilizándola.
—¿Has olvidado que eres mi prisionera?
—Cree lo que te plazca.
—¿Cuándo huirás?
—En cuanto sea una mujer libre.
—La decisión es mía. Yo debo declararte como tal en el servicio de inmigración.
—¿Y a qué esperas?
—Voy en seguida.
Suti se vistió apresuradamente con su más hermoso paño y se puso al cuello el collar adornado con la mosca de oro.
Entró en el despacho cuando el funcionario se disponía a salir, mucho antes de la hora de cierre.
—Volved mañana.
—Ni hablar.
El tono de Suti era amenazador. La mosca de oro indicaba que el joven de recio aspecto era un héroe, y los héroes tenían la violencia fácil.
—¿Qué deseáis?
—El fin de la libertad condicional de la libia Pantera, que me fue atribuida en la última campaña de Asia.
—¿Garantizáis su moralidad?
—Es perfecta.
—¿Qué tipo de empleo desea?
—Ya ha trabajado en una granja.
Suti llenó el formulario, lamentando no haber hecho el amor con Pantera por última vez; sus futuras amantes tal vez no la igualaran. Antes o después habría sucedido; mejor era cortar los vínculos antes de que resultaran demasiado fuertes.
Mientras regresaba a su casa, rememoró ciertas justas amorosas que bien valían las hazañas de los mayores conquistadores. Pantera le había enseñado que el cuerpo de una mujer era un paraíso poblado de móviles paisajes y que el placer del descubrimiento se renovaba por sí mismo.
La casa estaba vacía. Suti lamentó su precipitación. Le hubiera gustado pasar la noche con ella, antes del proceso, olvidar los combates del día siguiente, saciarse de su perfume. Se consolaría con vino añejo.
—Llena otra copa —dijo Pantera abrazándole por detrás.
Qadash rompió los instrumentos de cobre y los arrojó contra las paredes de su consulta dental, que había devastado a puntapiés. Al recibir la convocación del tribunal, una locura destructora se había apoderado de él.
Sin el hierro celeste, nunca más podría operar. Su mano temblaba demasiado. Con el metal milagroso habría actuado como un dios y habría recuperado la juventud y la plenitud del gesto. ¿Quién seguiría respetándole, quién alabaría sus méritos? Hablarían de él en pasado.
¿Podía retrasar su decadencia? Tenía que luchar, rechazar la decrepitud. Ante todo, reducir a la nada las sospechas del juez Pazair. ¿Por qué no tendría su fuerza, su entusiasmo, su determinación? Hacer de él un aliado era quimérico. El joven magistrado caería, y su justicia con él.
Faltaban pocas horas para el comienzo del proceso.
Pazair paseaba por la orilla con
Bravo
y
Viento del Norte
. Gratificados con un largo paseo al crepúsculo, tras una abundante cena, el perro y el asno jugueteaban sin perder de vista a su dueño.
Viento del Norte
marchaba en cabeza y elegía el camino.
Fatigado, el juez se interrogaba. ¿No se habría engañado, no habría quemado las etapas, no se habría metido en un sendero que llevaba al abismo? Desagradables pensamientos, en verdad. La justicia seguiría su curso, imperioso curso el del río divino. Pazair no era su dueño sino su servidor. Fuera cual fuese el resultado del proceso, se levantarían algunos velos.
¿Qué sería de Neferet si le destituían? El médico en jefe se encarnizaría con ella para impedirle ejercer. Afortunadamente, Branir velaba. El futuro sumo sacerdote de Amón integraría a la joven en el equipo médico del templo, fuera del alcance de Nebamon.
Saberla a salvo de un destino contrario devolvía a Pazair el valor necesario para enfrentarse con todo Egipto.
E
l proceso se abrió, de acuerdo con la fórmula ritual, «ante la puerta de la justicia, en el lugar donde se escuchan las demandas de todos los demandantes, para distinguir la verdad de la mentira, en ese gran lugar donde se protege a los débiles para salvarlos de los poderosos»
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. Adosado al pilono del templo de Ptah, el tribunal de justicia había sido ampliado para recibir a gran número de dignatarios y gentes del pueblo, curiosos ante el acontecimiento.
El juez Pazair, asistido por su escriba, estaba al fondo de la sala. A su derecha, el jurado. Se componía de Mentmosé, jefe de la policía, la señora Nenofar, Branir, Bel-Tran, un sacerdote del templo de Ptah, una sacerdotisa del templo de Hator, un propietario rural y un carpintero. La presencia de Branir, a quien algunos consideraban un sabio, probaba la gravedad de la situación. El decano del porche estaba sentado a la izquierda de Pazair. Como representante de la jerarquía, garantizaba la regularidad de los debates. Los dos magistrados, vestidos con una larga túnica de lino blanco y tocados con una sobria peluca a la antigua, habían desenrollado ante sí un papiro que cantaba la gloria de la edad de oro en la que Maat, la armonía del universo, reinaba sin discusión.
—Yo, juez Pazair, declaro abierto este proceso que opone al demandante, el teniente de carros Suti, al acusado, el general Asher, portaestandarte a la diestra del rey e instructor de los oficiales del ejército de Asia.
Brotaron algunos rumores. Si el lugar no hubiera sido tan austero, muchos habrían creído que era una broma.
—Llamo al teniente Suti.
El héroe impresionó a la muchedumbre. Apuesto, seguro de sí, no parecía un iluminado o un soldado perdido enemistado con su jefe.
—¿Os comprometéis, por juramento, a decir la verdad ante este tribunal?
Suti leyó la fórmula que le presentaba el escribano.
—Como Amón es perdurable y como el faraón es perdurable, que viva, prospere y sea coherente, él cuyo poder es más terrible que la muerte, juro decir la verdad.
—Formulad vuestra demanda.
—Acuso al general Asher de fechoría, alta traición y asesinato.
A la concurrencia le costó contener su asombro, se elevaron algunas protestas.
El decano del porche intervino.
—Por respeto a la diosa Maat, exijo silencio durante los debates; el que lo viole será expulsado inmediatamente y condenado a una elevada multa.
La advertencia fue eficaz.
—Teniente Suti —dijo Pazair—, ¿tenéis pruebas?
—Existen.
—De acuerdo con la ley —indicó el juez—, he llevado a cabo una encuesta que me ha permitido descubrir cierto número de hechos extraños que considero vinculados a la acusación principal. Formulo pues la hipótesis de una conspiración contra el Estado y una amenaza para la seguridad del país.
La tensión aumentó. Los notables que veían por primera vez a Pazair se asombraron ante la gravedad de un hombre tan joven, la firmeza de su actitud y el peso de su palabra.
—Llamo al general Asher.
Por ilustre que fuera, Asher estaba obligado a comparecer. La ley no autorizaba ni sustituciones ni representaciones. Aquel hombre bajo, con rostro de roedor, avanzó y prestó juramento. Llevaba atavío de campaña, paño corte, grebas y cota de mallas.
—General Asher, ¿qué respondéis a vuestro acusador?
—El teniente Suti, a quien yo mismo nombré para su puesto, es un hombre valiente. Le condecoré con la mosca de oro. Durante la última campaña de Asia llevó a cabo varias acciones brillantes y merece ser reconocido como un héroe. Le considero un arquero de élite, uno de los mejores de nuestro ejército. Sus acusaciones no son fundadas. Las rechazo. Sin duda, se trata de un extravío pasajero.
—¿Os consideráis pues inocente?
—Lo soy.
Suti se sentó al pie de una columna, frente al juez, a pocos metros de él; Asher tomó la misma postura, al otro lado, cerca de los jurados que observarían así, con facilidad, su comportamiento y las expresiones de su rostro.
—El papel de este tribunal —precisó Pazair— es establecer la realidad de los hechos. Si el crimen se demuestra, el asunto será remitido al tribunal del visir. Llamo al dentista Qadash.
Qadash, nervioso, prestó juramento.
—¿Os reconocéis culpable de una tentativa de robo en un laboratorio del ejército dirigido por el químico Chechi?
—No.
—¿Cómo explicáis vuestra presencia en el lugar?
—Iba a comprar cobre de primera calidad. La transacción no se realizó.
—¿Quién os había hablado de este metal?
—El responsable del cuartel.
—Es falso.
—Lo afirmo, yo…
—El tribunal dispone de su declaración escrita. En este punto, habéis mentido. Además, acabáis de reiterar la mentira tras haber prestado juramento, habéis cometido pues un delito de falso testimonio.
Qadash dio un respingo. Un jurado severo le condenaría a trabajos forzados en las minas. Uno indulgente, a una temporada de trabajos campesinos.
—Pongo en duda vuestras precedentes respuestas —prosiguió Pazair—, y repito mi pregunta: ¿quién os habló de la existencia y el emplazamiento del metal precioso?
Inmóvil, Qadash permaneció con la boca abierta.
—¿Fue el químico Chechi?
El dentista, lacrimoso, se derrumbó. A una señal de Pazair, el escribano le acompañó a su lugar.
—Llamo al químico Chechi.
Por un instante, Pazair creyó que el sabio de la triste figura y el bigote negro no comparecería. Pero se había mostrado razonable, según la expresión del jefe de policía.
El general pidió la palabra.
—Permitidme que me asombre. ¿No se tratará de otro proceso?
—A mi entender, estas personas no son ajenas al asunto que nos ocupa.
—Ni Qadash ni Chechi han servido a mis órdenes.
—Paciencia, general.
Asher, contrariado, miró al químico por el rabillo del ojo. Parecía relajado.
—¿Trabajáis efectivamente para el ejército en un laboratorio de investigaciones con el fin de perfeccionar el armamento?
—Sí.
—En realidad, ocupáis dos funciones: una oficial y a la luz del día en un laboratorio de palacio, otra mucho más discreta en un lugar oculto en el interior de un cuartel.
Chechi se limitó a hacer una señal con la cabeza.
—A consecuencia de una tentativa de robo, cuyo autor fue el dentista Qadash, trasladasteis vuestra instalación, aunque sin presentar denuncia.
—La discreción me obligó a ello.
—Especialista en aleaciones de metales y procedimientos de fundición, recibís los materiales del ejército, los almacenáis y lo anotáis en un inventario.
—Naturalmente.
—¿Por qué ocultáis lingotes de hierro celeste, reservado a usos litúrgicos, y una azuela del mismo metal?
La pregunta dejó pasmada a la concurrencia. Ni el metal ni el objeto salían de la esfera sacra del templo. Robarlos se condenaba con la pena capital.
—Ignoro la existencia de ese tesoro.
—¿Cómo justificáis su presencia en vuestro local?
—Malevolencia.
—¿Tenéis enemigos?
—Haciéndome condenar, se interrumpirían mis investigaciones y se perjudicaría a Egipto.
—No sois de origen egipcio sino beduino.
—Lo había olvidado.
—Mentisteis al vigilante de los laboratorios afirmando que habíais nacido en Menfis.
—Nos entendimos mal. Quería decir que me sentía por completo menfita.
—El ejército comprobó, como es debido, y corroboró vuestra afirmación. ¿No estaba el servicio de verificación bajo vuestra responsabilidad, general Asher?
—Es posible —murmuró el interpelado.
—Por lo tanto, avalasteis una mentira.
—Yo no, algún funcionario colocado bajo mis órdenes.
—La ley os hace responsable de los errores de vuestros subordinados.
—Lo admito, ¿pero quién va a sancionar semejante menudencia? Los escribas se equivocan cada día al redactar sus informes. Además, Chechi se ha convertido en un verdadero egipcio. Su profesión demuestra la confianza que se le otorgó y de la que se ha mostrado digno.