El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (41 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada
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Neferet dormía en el piso, Pazair estudiaba un expediente en la planta baja. Por el rebuzno del asno comprendió que alguien se aproximaba.

Salió. No había nadie.

En el suelo encontró un fragmento de papiro. Una caligrafía rápida, sin faltas: «Branir está en peligro. Acudid pronto.»

El juez corrió en la oscuridad.

Los aledaños de la casa de Branir parecían tranquilos, pero la puerta, a pesar de lo avanzado de la hora, estaba abierta. Pazair atravesó la primera estancia y vio a su maestro sentado, apoyado en la pared, con la cabeza inclinada sobre su pecho.

En su cuello estaba hincada una aguja de nácar, manchada de sangre.

El corazón no hablaba ya en sus venas. Trastornado, Pazair se rindió a la evidencia. Habían asesinado a Branir.

Varios policías entraron y rodearon al juez. A su cabeza, Mentmosé.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

—Un mensaje me ha avisado de que Branir corría peligro.

—Mostradlo.

—Lo he dejado en la calle, delante de mi casa.

—Lo verificaremos.

—¿Por qué esa suspicacia?

—Porque os acuso de asesinato.

Mentmosé despertó al decano del porche en mitad de la noche. Refunfuñando, el magistrado se sorprendió al ver a Pazair entre dos policías.

—Antes de hacer públicos los hechos —declaró Mentmosé—, deseo consultaros.

—¿Habéis detenido al juez Pazair?

—Asesinato.

—¿A quién ha matado?

—A Branir.

—Es absurdo —intervino Pazair—. Era mi maestro y le veneraba.

—¿Por qué sois tan afirmativo, Mentmosé?

—Flagrante delito. Pazair ha clavado una aguja de nácar en el cuello de Branir; la víctima ha sangrado poco. Cuando mis hombres y yo entramos en la casa, acababa de cometer su fechoría.

—Es falso —protestó Pazair—. Acababa de descubrir el cadáver.

—¿Habéis llamado a un médico para que examinara el cuerpo?

—A Nebamon.

Pese a la tristeza que le oprimía el corazón, Pazair intentó reaccionar.

—Vuestra presencia en aquel lugar y a estas horas, con una escuadra, resulta sorprendente. ¿Cómo la justificáis, Mentmosé?

—Ronda nocturna. De vez en cuando, actúo con mis subordinados. No hay mejor modo de conocer sus dificultades y resolverlas. Hemos tenido la suerte de sorprender a un criminal con las manos en la masa.

—¿Quién os ha enviado, Mentmosé, quién ha organizado esta emboscada?

Los dos policías agarraron a Pazair de los brazos. El decano se alejó con el jefe de la policía.

—Respondedme, Mentmosé: ¿estabais allí por casualidad?

—No por completo. Un mensaje anónimo ha llegado esta tarde a mi despacho. Al caer la noche me he apostado junto al domicilio de Branir. He visto entrar a Pazair y he intervenido en seguida, pero era demasiado tarde.

—¿Su culpabilidad es indudable?

—No le he visto clavar la aguja en el cuerpo de su víctima, ¿pero cómo dudarlo?

—El matiz es importante. Después del escándalo Asher, semejante drama… ¡Y pone en cuestión a un juez colocado bajo mi responsabilidad!

—Que la justicia cumpla con su deber, yo he cumplido con el mío.

—Queda un punto oscuro: el móvil.

—Es secundario.

—De ningún modo.

El decano del porche parecía turbado.

—Llevad a Pazair a un lugar seguro. Oficialmente, habrá abandonado Menfis para realizar una misión especial en Asia, relacionada con el caso Asher. La región es peligrosa; corre el riesgo de ser víctima de un accidente o de caer asesinado por un merodeador.

—Mentmosé, ¿no os atreveréis a…?

—Nos conocemos desde hace mucho tiempo, decano. Sólo nos guía el interés del país. No os gustaría que investigara para descubrir la identidad del autor del mensaje anónimo. Este ínfimo juez es un personaje muy molesto; a Menfis le gusta la tranquilidad.

Pazair interrumpió el diálogo.

—Os equivocáis atacando a un juez. Regresaré y descubriré la verdad. Por el nombre del faraón, juro que volveré.

El decano del porche cerró los ojos y se tapó los oídos.

Loca de inquietud, Neferet había avisado a los habitantes del barrio. Algunos habían oído el rebuzno de
Viento del Norte
, pero nadie pudo darle la menor indicación sobre la desaparición del juez. Avisado, Suti no obtuvo ninguna información digna de interés. La mansión de Branir estaba cerrada. La desorientada Neferet sólo podía consultar al decano del porche.

—Pazair ha desaparecido.

El alto magistrado pareció estupefacto.

—¡Qué idea! Tranquilizaos: cumple una misión secreta en el marco de su investigación.

—¿Dónde está?

—Si lo supiera, no tendría derecho a revelároslo. Pero no me ha dado detalles y no conozco su itinerario.

—¡No me ha dicho nada!

—Y le felicito por ello. En caso contrario, habría merecido una advertencia.

—¡Se ha marchado durante la noche, sin una palabra!

—No cabe duda, deseaba evitaros un momento penoso.

—Pasado mañana teníamos que trasladarnos a casa de Branir. Deseaba hablar con él, pero ya está camino de Karnak.

La voz del decano se ensombreció.

—Pobre hija mía… ¿No estáis informada? Branir ha muerto esta noche. Sus antiguos colegas le organizarán unos magníficos funerales.

CAPÍTULO 41

E
l pequeño mono verde ya no jugaba, el perro rechazaba la comida, los grandes ojos del asno lloraban. Abrumada por la muerte de Branir y la desaparición de su marido, Neferet no tenía fuerzas para actuar.

Suti y Kem acudieron en su ayuda. Uno y otro corrieron de cuartel en cuartel, de administración en administración, de funcionario en funcionario, para obtener una información, por mínima que fuera, sobre la misión confiada a Pazair. Pero las puertas se cerraron y los labios permanecieron mudos.

Desamparada. Neferet supo hasta qué punto amaba a Pazair. Durante mucho tiempo había contenido sus sentimientos por miedo a comprometerse a la ligera. La insistencia del joven los había hecho aumentar día tras día. Había unido su ser al de Pazair. Separados, se marchitaría. Lejos de él, la vida perdía su sentido.

Acompañada por Suti, Neferet colocó unos lotos en la capilla de la tumba de Branir. El maestro no desaparecería, huésped de los sabios que comunicaban con el sol resucitado. Su alma obtendría la energía necesaria para realizar incesantes viajes entre el más allá y las tinieblas de la tumba, desde la que seguiría brillando.

Nervioso, Suti fue incapaz de rezar. Salió de la capilla, recogió una piedra y la arrojó a lo lejos. Neferet posó la mano en su hombro.

—Volverá, estoy segura.

—He intentado ya, diez veces, poner al maldito decano del porche entre la espada y la pared. Es más resbaladizo que una serpiente. Sólo saber decir dos palabras: «Misión secreta.» Y ahora, se niega a recibirme.

—¿Qué proyecto has concebido?

—Marchar a Asia y encontrar a Pazair.

—¿Sin ninguna pista seria?

—Conservo amigos en el ejército.

—¿Te han ayudado?

Suti bajó la mirada.

—Nadie sabe nada, como si Pazair se hubiera convertido en humo. ¿Imaginas su angustia cuando sepa la muerte de su maestro?

Neferet tenía frío.

Abandonaron el cementerio con el corazón en un puño.

El babuino policía devoró un muslo de pollo con feroz apetito. Agotado, Kem se lavó en un barreño de agua tibia y perfumada, y se puso un paño limpio.

Neferet le sirvió carne y legumbre.

—No tengo hambre.

—¿Cuánto tiempo hace que no habéis dormido?

—Tres días, tal vez más.

—¿Ningún resultado?

—Ninguno. No he ahorrado esfuerzos, pero los informadores permanecen mudos. Sólo tengo una seguridad: Pazair ha abandonado Menfis.

—Entonces se ha marchado a Asia…

—¿Sin decíroslo?

Desde el techo del gran templo de Ptah, Ramsés el Grande contemplaba la ciudad, febril a veces, alegre siempre. Más allá de la muralla blanca, los verdeantes campos, bordeados de desiertos donde vivían los muertos. Tras haber dirigido casi diez horas de ritual, el soberano estaba aislado disfrutando el aire vivificante del anochecer.

En palacio, en la corte, en las provincias, nada había cambiado. La amenaza parecía haberse alejado, arrastrada por la corriente del río. Pero Ramsés recordaba las profecías del viejo sabio Ipu-Ur que anunciaban que el crimen se extendería, que la gran pirámide sería violada y los secretos del poder caerían en manos de un reducido número de insensatos, dispuestos a destruir una civilización milenaria para satisfacer sus intereses y su locura.

De niño, al leer el célebre texto bajo la férula del instructor, se había rebelado contra aquella visión pesimista; si reinaba, la apartaría para siempre. Vanidoso y fútil, había olvidado que ningún ser, ni siquiera el faraón, podía extirpar el mal del corazón de los hombres.

Hoy, más solo que un viajero perdido en el desierto mientras centenares de cortesanos le incensaban, debía combatir unas tinieblas tan espesas que pronto ocultarían el sol. Ramsés era demasiado lúcido como para albergar ilusiones; aquella lucha estaba perdida de antemano porque ignoraba el rostro del enemigo y no podía tomar la iniciativa.

Prisionero en su propio país, víctima ofrecida a la más horrible de las decadencias, con el espíritu corroído por un mal incurable, el más adulado de los reyes de Egipto se zambullía en el fin de su reinado como en el agua glauca de una ciénaga. Su postrera dignidad era aceptar el destino sin proferir los lamentos de un cobarde.

Cuando los conjurados se reunieron, una franca sonrisa adornaba sus labios. Se felicitaron por la estrategia adoptada, coronada por un sino favorable. ¿Acaso la suerte no sonreía a los conquistadores? Si habían brotado criticas, aquí y allá, fustigando el comportamiento de alguno o condenando una imprudencia, ya no estaban justificadas en aquel período triunfal, preludio del nacimiento de un nuevo Estado. Olvidada ya la sangre derramada, desaparecidos los últimos remordimientos.

Cada uno había hecho su parte del trabajo, nadie había caído bajo los golpes del juez Pazair; al no ceder ante el pánico, el grupo de conjurados había demostrado su cohesión, precioso tesoro que sería preciso conservar en el futuro y próximo reparto de poderes.

Ya sólo quedaba una formalidad que cumplir para apartar definitivamente el fantasma del juez Pazair.

El rebuzno del asno avisó a Neferet de una presencia hostil. En plena noche, encendió una lámpara, abrió la contraventana y miró hacia la calle. Dos soldados golpeaban su puerta. Levantaron los ojos.

—¿Sois Neferet?

—Sí, pero…

—Seguidnos.

—¿Por qué motivo?

—Orden superior.

—¿Y si me niego?

—Tendremos que obligaros a ello.

Bravo
gruñó. Neferet habría podido gritar y despertar al barrio, pero tranquilizó al perro, se echó un chal en los hombros y bajó. La presencia de aquellos dos soldados debía de estar relacionada con la misión de Pazair. ¿Qué importaba su seguridad si obtenía, por fin, una información seria?

El trío atravesó la ciudad dormida a marchas forzadas en dirección al cuartel central. Llegados a buen puerto, Neferet fue entregada por los soldados a un oficial que, sin decir palabra, la condujo al despacho del general Asher.

Sentado en una estera, rodeado de papiros desenrollados, siguió concentrado en su trabajo.

—Sentaos, Neferet.

—Prefiero permanecer de pie.

—¿Queréis leche tibia?

—¿Por qué me convocáis a hora tan insólita?

La voz del general se hizo agresiva.

—¿Conocéis la razón de la partida de Pazair?

—No tuvo tiempo de decírmelo.

—¡Qué obstinación! No ha aceptado su derrota y ha querido traer el famoso cadáver que no existe. ¿Por qué me persigue con tanto odio?

—Pazair es juez, busca la verdad.

—¡La verdad se reveló en el proceso, pero no le gustaba! Sólo contaban mi destitución y mi deshonor.

—Vuestro estado de ánimo no me interesa en absoluto, general. ¿Tenéis algo más que decirme?

—Si, Neferet.

Asher desenrolló un papiro.

—He recibido este informe hace menos de una hora. Lleva el sello del decano del porche; ha sido verificado.

—¿Cuál es… cuál es su contenido?

—Pazair ha muerto.

Neferet cerró los ojos. Deseó apagarse como un loto marchito, desaparecer en un soplo.

—Un accidente en un sendero montañoso —explicó el general—. Pazair no conocía la región. Con su imprudencia habitual, se lanzó a una loca aventura.

Las palabras le abrasaron la garganta, pero Neferet tenía que hacer la pregunta.

—¿Cuándo repatriaréis su cuerpo?

—Proseguimos la búsqueda, pero sin esperanzas. En aquel paraje, los torrentes son furiosos y las gargantas inaccesibles. Me inclino ante vuestra pena, Neferet; Pazair era un hombre de calidad.

—La justicia no existe —dijo Kem deponiendo sus armas.

—¿Habéis visto a Suti? —preguntó Neferet inquieta.

—Gastará sus pies en los caminos, pero no renunciará antes de haber encontrado a Pazair; sigue convencido de que su amigo no ha muerto.

—Y si…

El nubio inclinó la cabeza.

—Seguiré investigando —afirmó Neferet.

—Es inútil.

—El mal no debe triunfar.

—Triunfa siempre.

—No, Kem; si así fuera, Egipto no existiría. La justicia fundó este país y Pazair quería verla brillar. No tenemos derecho a doblegarnos ante la mentira.

—Estaré a vuestro lado, Neferet.

Neferet se sentó a orillas del canal, en el lugar donde había encontrado por primera vez a Pazair. Se aproximaba el invierno; violento, el viento hizo oscilar la turquesa que llevaba al cuello. ¿Por qué no la había protegido el precioso talismán? Vacilante, la joven frotó la piedra preciosa entre el pulgar y el índice mientras pensaba en la diosa Hator, madre de las turquesas y soberana del amor.

Aparecieron las primeras estrellas brotando del más allá; sintió violentamente la presencia del ser amado, como si la frontera de la muerte desapareciese. Un loco pensamiento se convirtió en esperanza: ¿el alma de Branir, el maestro asesinado, no habría velado por su discípulo?

Sí, Pazair volvería. Sí, el juez de Egipto disiparía las tinieblas para que la luz reviviera.

FIN

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