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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (17 page)

BOOK: El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada
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—No lo parece. No he consultado los documentos oficiales, pero…

—Pero vuestros contactos os han permitido conocer su contenido. Eso no es muy correcto, Mentmosé.

El jefe de la policía temía aquel ataque.

—Son antiguas costumbres.

—Habrá que modificarlas. Y, si no hay anomalías, ¿cuál es la razón de vuestra visita?

—El juez Pazair.

—¿Un magistrado indigno?

La voz de Mentmosé se hizo más gangosa.

—No hago acusación alguna, me preocupa su comportamiento.

—¿Acaso no respeta la ley?

—Está convencido de que la desaparición del guardián en jefe, un veterano de excelente reputación, se produjo en circunstancias anormales.

—¿Tiene pruebas?

—Ninguna. Tengo la sensación de que ese joven juez quiere sembrar cierta agitación para ir forjándose una reputación. Deploro esa actitud.

—Lo celebro, Mentmosé. Y, sobre el fondo del asunto, ¿cuál es vuestra opinión?

—No tiene mucho valor.

—Al contrario. Estoy impaciente por conocerla.

La trampa se había abierto de par en par.

Al jefe de la policía le horrorizaba comprometerse en un sentido u otro, por miedo a que le reprocharan una toma de posición clara.

El visir abrió los ojos. Su mirada, azul y fría, atravesaba el alma.

—Es probable que ningún misterio rodee la muerte de esos infelices, pero conozco mal el expediente y no puedo pronunciarme de modo definitivo.

—Si el propio jefe de la policía duda, ¿por qué no va a mostrarse dubitativo un juez? Su primer deber es no admitir las verdades fabricadas.

—Naturalmente —murmuró Mentmosé.

—No se nombra a un incapaz para un cargo en Menfis; sin duda, Pazair llamó la atención por sus cualidades.

—La atmósfera de una gran ciudad, la ambición, el manejo de poderes excesivos… ¿No soporta ese joven responsabilidades demasiado pesadas?

—Ya lo veremos —decidió el visir—; si es así, le destituiré. Mientras, dejemos que prosiga. Cuento con vos para ayudarle.

Bagey echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Convencido de que le observaba a través de sus entornados párpados, Mentmosé se levantó, se inclinó y salió, reservando la cólera para sus servidores.

Sólido, fornido, con la piel tostada por el sol, Kani se presentó en el despacho del juez Pazair poco después del alba. Se sentó ante la puerta cerrada, junto a
Viento del Norte
. Un asno era el sueño de Kani. Le ayudaría a llevar las pesadas cargas y aliviaría su espalda, torturada por el peso de las jarras de agua, vertidas una a una para regar el huerto. Como
Viento del Norte
abría de par en par sus orejas, le habló de las jornadas siempre iguales, de su amor por la tierra, del cuidado con que excavaba las acequias para el riego, del placer de ver crecer las plantas.

Sus confidencias fueron interrumpidas por Pazair, que se mantenía alerta.

—¿Kani… deseabais verme?

El jardinero inclinó la cabeza afirmativamente.

—Entrad.

Kani vaciló. El despacho del juez le asustaba, igual que la ciudad. Se sentía incómodo lejos del campo. Demasiado ruido, demasiados hedores nauseabundos, demasiados horizontes cerrados. Si su porvenir no hubiera estado en juego, jamás se habría aventurado por las callejas de Menfis.

—Me he perdido diez veces —explicó.

—¿Nuevos problemas con Qadash?

—Sí.

—¿De qué os acusa?

—Quiero marcharme pero él se niega.

—¿Marcharos?

—Este año, mi huerto ha producido tres veces más legumbres que la cantidad fijada. En consecuencia, puedo convertirme en trabajador independiente.

—Es legal.

—Qadash lo niega.

—Describidme vuestro pedazo de tierra.

El médico en jefe recibió a Neferet en el sombreado parque de su suntuosa mansión. Sentado bajo una acacia florida, bebía vino rosado, fresco y ligero. Un servidor le abanicaba.

—¡Bella Neferet, qué feliz soy de veros!

La muchacha, vestida de un modo austero, llevaba una peluca corta, a la antigua.

—Venís muy severa hoy; ¿no está este vestido pasado de moda?

—Me habéis interrumpido en mi trabajo del laboratorio; me gustaría conocer la razón de vuestra convocatoria.

Nebamon ordenó a su servidor que se alejara. Seguro de su encanto, convencido de que la belleza del lugar agradaría a Neferet, estaba dispuesto a ofrecerle una última oportunidad.

—No os caigo simpático.

—Espero vuestra respuesta.

—Disfrutad de tan magnífica jornada, de este delicioso vino, del paraíso donde vivimos. Sois bella e inteligente, más dotada para la medicina que el más experimentado de nuestros facultativos. Pero no tenéis fortuna ni experiencia; si no os ayudo, vegetaréis en una aldea. Al principio, vuestra fuerza moral os permitirá superar la prueba; pero cuando llegue la madurez, lamentaréis vuestra pretendida pureza. Una carrera no se edifica sobre un ideal, Neferet.

Con los brazos cruzados, la muchacha contemplaba el estanque donde unos patos retozaban entre los lotos.

—Aprenderéis a amarme, a mí y a mi modo de actuar.

—Vuestras ambiciones no me conciernen.

—Sois digna de convertiros en la esposa del médico en jefe de la corte.

—Desengañaos.

—Conozco bien a las mujeres.

—¿Estáis seguro?

La zalamera sonrisa de Nebamon se crispó.

—¿Olvidáis, acaso, que soy dueño de vuestro porvenir?

—Está en manos de los dioses, no en las vuestras.

Nebamon se levantó, con el rostro grave.

—Dejad a los dioses y preocupaos de mí.

—No contéis con ello.

—Es mi última advertencia.

—¿Puedo regresar al laboratorio?

—Según los informes que acabo de recibir, vuestros conocimientos en farmacología son insuficientes.

Neferet no perdió los nervios; separó los brazos y miró a su acusador.

—Sabéis muy bien que es falso.

—Los informes son formales.

—¿Sus autores?

—Farmacéuticos que aprecian su cargo y merecen un ascenso por su atención. Si sois incapaz de preparar remedios complejos, no tengo derecho a integraros en un cuerpo de élite. Supongo que sabéis lo que eso significa. La imposibilidad de ascender en la jerarquía. Os estancaréis y no podréis utilizar los mejores productos de los laboratorios; dependen de mí y su acceso os será prohibido.

—Estáis condenando a los enfermos.

—Confiaréis vuestros pacientes a colegas más competentes que vos. Cuando la mediocridad de vuestra existencia sea demasiado pesada, os arrastraréis a mis pies.

La silla de manos de Denes le dejó ante la mansión de Qadash precisamente cuando el juez Pazair se dirigía al portero.

—¿Dolor de muelas? —preguntó el transportista.

—Problema jurídico.

—¡Mejor para vos! Yo tengo una desencarnadura. ¿Tiene problemas Qadash?

—Unos detalles que resolver.

El dentista de las manos rojas saludó a sus clientes.

—¿Por quién debo comenzar?

—Denes es vuestro paciente. Por mi parte, vengo a resolver el asunto de Kani.

—¿Mi jardinero?

—Ya no lo es. Su trabajo le da derecho a la independencia.

—¡Tonterías! Es mi empleado y seguirá siéndolo.

—Poned vuestro sello en este documento.

—Me niego.

La voz de Qadash temblaba.

—En ese caso, iniciaré un procedimiento contra vos.

Denes intervino.

—¡No nos pongamos nerviosos! Deja marchar al jardinero, Qadash; te procuraré otro.

—Es una cuestión de principios —protestó el dentista.

—¡Mejor es un buen arreglo que un mal proceso! Olvida a ese Kani.

Refunfuñando, Qadash siguió los consejos de Denes.

Letópolis era una pequeña ciudad del delta rodeada de trigales; su colegio de sacerdotes se consagraba a los misterios del dios Horus, el halcón de alas tan vastas como el cosmos. Neferet fue recibida por el superior, un amigo de Branir, al que no había ocultado su expulsión del cuerpo de médicos oficiales. El dignatario le dio acceso a la capilla que contenía una estatua de Anubis, dios con cuerpo de hombre y cabeza de chacal, que había revelado los secretos de la momificación y abría a las almas de los justos las puertas del otro mundo. Transformaba la carne inerte en cuerpo de luz. Neferet rodeó la estatua; sobre el pilar dorsal se había inscrito un largo texto jeroglífico, verdadero tratado de medicina consagrado al tratamiento de las enfermedades infecciosas y a la purificación de la linfa. Lo grabó en su memoría. Branir había decidido transmitirle un arte de curar al que Nebamon nunca tendría acceso.

La jornada había sido agotadora. Pazair se relajaba disfrutando de la paz del anochecer en la terraza de Branir.
Bravo

CAPÍTULO 18

N
os vamos a Tebas —anunció Pazair a
Viento del Norte
.

El asno recibió la noticia con satisfacción. Cuando el escribano Iarrot advirtió los preparativos del viaje, se preocupó.

—¿Una larga ausencia?

—Lo ignoro.

—¿Dónde podré encontraros en caso de necesidad?

—Dejad que los expedientes esperen.

—Pero…

—E intentad ser puntual; vuestra hija no sufrirá por ello.

Kem vivía cerca del arsenal, en un edificio de dos pisos donde se habían dispuesto una decena de viviendas de dos y tres habitaciones. El juez había elegido el día de descanso del nubio esperando encontrarle en el nido.

El babuino, con la mirada fija, abrió la puerta.

La estancia principal estaba llena de cuchillos, de lanzas y hondas. El policía reparaba un arco.

—¿Vos aquí?

—¿Está lista vuestra bolsa?

—¿No habíais renunciado a desplazaros?

—He cambiado de opinión.

—A vuestras órdenes.

Suti había manejado la honda, la lanza, el puñal, la maza, el garrote, el hacha, el escudo rectangular de madera durante tres días con bastante destreza. Había demostrado la seguridad de un soldado veterano y despertó la admiración de los oficiales encargados de encuadrar a los futuros reclutas.

Tras el período de prueba, los candidatos a la vida militar habían sido reunidos en el gran patio del cuartel principal de Menfis. En uno de los lados estaban los compartimentos de los caballos, que contemplaban el espectáculo intrigados; en el centro, un enorme depósito de agua. Suti había visitado los establos, construidos sobre pavimento de guijarros cruzados por regueras que daban salida a las aguas residuales. Los jinetes y los conductores de carros cepillaban a sus caballos; bien alimentados, limpios, cuidados, gozaban de las mejores condiciones de existencia. El joven había apreciado también el alojamiento de los soldados, sombreado por una hilera de árboles.

Pero seguía siendo alérgico a la disciplina. Tres días de órdenes y ladridos de los mandos subalternos le habían hecho perder la afición a la aventura de uniforme. La ceremonia de reclutamiento se celebraba de acuerdo con reglas precisas; dirigiéndose a los voluntarios, un oficial intentaba convencerlos descubriendo los placeres que gozarían en las filas del ejército. Seguridad, respetabilidad y jubilación confortable eran las principales ventajas. Unos abanderados levantaban los estandartes de los principales regimientos, dedicados a los dioses Amón, Ra, Ptah y Seth.

Un escriba real se disponía a anotar en su registro los nombres de los enrolados. Tras él se amontonaban serones llenos de vituallas; los generales ofrecerían un banquete durante el que se consumiría buey, aves, legumbres y fruta.

—La gran vida —murmuró uno de los compañeros de Suti.

—No para mí.

—¿Renuncias?

—Prefiero la libertad.

—¡Estás loco! Según el capitán, eres el mejor de la promoción. Te habrían dado un buen puesto para empezar.

—Busco la aventura, no el alistamiento.

—Yo en tu lugar lo pensaría.

Un mensajero de palacio que llevaba un papiro atravesó el gran patio con pasos presurosos. Mostró el documentó al escriba real. Éste se levantó y dio unas breves órdenes. En menos de un minuto, todas las puertas del cuartel estuvieron cerradas.

De entre los voluntarios brotaron algunos murmullos.

—Calma —exigió el oficial que había pronunciado el lenificativo discurso—. Acabamos de recibir instrucciones. Por decreto del faraón, todos estáis enrolados. Unos irán a los cuarteles de provincias, otros partirán mañana mismo a Asia.

—Estado de emergencia o guerra —comentó el compañero de Suti.

—Me importa un bledo.

—No hagas el idiota. Si intentas huir, te considerarán un desertor.

El argumento no carecía de peso. Suti evaluó sus posibilidades de saltar el muro y desaparecer en las callejas vecinas: nulas. Ya no estaba en la escuela de los escribas, sino en un cuartel poblado de arqueros y hombres hábiles con la lanza.

Uno a uno, los alistados, de buen o mal grado, pasaron ante el escriba real. Como los demás militares, había cambiado su agradable sonrisa por una expresión huraña.

—Suti… excelentes resultados. Destino: ejército de Asia. Serás arquero junto al oficial de cargo. Partida, mañana al alba. El siguiente.

Suti vio su nombre inscrito en una tablilla. Ahora, desertar se hacía imposible, a menos que permaneciera en el extranjero y no viera nunca más Egipto ni a Pazair. Estaba condenado a convertirse en héroe.

—¿Estaré a las órdenes del general Asher?

El escriba levantó sus ojos irritados.

—He dicho: el siguiente.

Suti recibió una camisa, una túnica, un manto, una coraza, grebas de cuero, un casco, un hacha pequeña de doble filo y un arco de madera de acacia, mucho más grueso en el centro. De un metro setenta de largo, difícil de tensar, el arma lanzaba flechas a sesenta metros en tiro directo y a ciento ochenta metros en tiro parabólico.

—¿Y el banquete?

—Aquí tienes pan, una libra de carne seca, aceite e higos —repuso el oficial de intendencia—. Come, saca agua de la cisterna y duerme. Mañana probarás el polvo.

En el barco que bogaba hacia el sur sólo se hablaba del decreto de Ramsés el Grande, ampliamente difundido por numerosos heraldos. El faraón había ordenado purificar todos los templos, inventariar todos los tesoros del país, evaluar el contenido de los graneros y las reservas públicas, doblar las ofrendas a los dioses y preparar una expedición militar a Asia.

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