Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—¿El puesto de guardián en jefe de la esfinge no es apetecible?
—No faltan los candidatos —admitió el escribano—, pero el actual titular los desalienta.
—¿Por qué?
—Es un soldado con experiencia, con una notable hoja de servicios y, además, un buen hombre. Vela por la esfinge con gran celo, aunque el viejo león de piedra sea lo bastante impresionante como para defenderse solo. ¿Quién va a pensar en atacarlo?
—Un puesto honorífico, por lo que parece.
—Así es, el guardián en jefe ha reclutado a otros veteranos para asegurarles una pequeña renta. Se encargan entre cinco de la vigilancia nocturna.
—¿Estáis al corriente de su traslado?
—Traslado… ¿Bromeáis?
—He aquí el documento oficial.
—Es muy sorprendente. ¿Qué falta ha cometido?
—Vuestro razonamiento es el mío; no se precisa.
—No os preocupéis; sin duda, es una decisión militar cuya lógica se nos escapa.
Viento del Norte
lanzó un característico rebuzno: el asno advertía de un peligro. Pazair se levantó y salió. Se halló frente a frente con un enorme babuino sujetado por su dueño con una correa. De mirada agresiva, voluminosa cabeza, con el busto cubierto de una espesa pelambrera, el mono tenía una merecida reputación de ferocidad. No era extraño que una fiera sucumbiese a sus golpes y mordiscos, y algún león había huido al aproximarse una bandada de babuinos furiosos.
Su dueño, un nubio de abultados músculos, impresionaba tanto como el animal.
—Espero que lo sujetéis bien.
—Este babuino policía
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está a vuestras órdenes, juez Pazair, igual que yo.
—Sois Kem.
El nubio asintió.
—Se habla de vos en el barrio; al parecer estáis agitándolo todo, para ser un juez.
—No me gusta vuestro tono.
—Tendréis que acostumbraros.
—De ningún modo. O me mostráis el respeto que se debe a un superior, o tendréis que dimitir.
Ambos hombres se desafiaron largo rato con la mirada. El perro del juez y el mono del policía hicieron lo mismo.
—Vuestro predecesor me dejaba libertad de movimiento.
—Pues no es mi caso.
—Os equivocáis; paseándome por las calles con mi babuino, disuado a los ladrones.
—Ya veremos. ¿Vuestra hoja de servicios?
—Será mejor que os avise de que tengo un negro pasado. Pertenecía al cuerpo de arqueros encargado de custodiar una de las fortalezas del Gran Sur. Me alisté por amor a Egipto, como muchos jóvenes de mi tribu. Fui feliz durante varios años; sin desearlo, descubrí un tráfico de oro entre oficiales. La jerarquía no me escuchó; durante una riña, maté a uno de los ladrones, mi superior directo. En el proceso, fui condenado a que me cortaran la nariz. La que llevo ahora es de madera pintada. Ya no temo los golpes. Sin embargo, los jueces reconocieron mi lealtad; por ello me asignaron un puesto en la policía. Si deseáis verificarlo, mi expediente está en los archivos del despacho militar.
—Pues bien, vamos a ello.
Kem no esperaba esta reacción. Mientras el asno y el escribano custodiaban el despacho, el juez y el policía, acompañados por el babuino y el perro, que seguían observándose, se dirigieron hacia el centro administrativo de los ejércitos.
—¿Cuánto tiempo hace que residís en Menfis?
—Un año —respondió Kem—; añoro el Sur.
—¿Conocéis al responsable de la seguridad de la esfinge de Gizeh?
—Me he cruzado con él un par de veces.
—¿Os inspira confianza?
—Es un veterano célebre. Su reputación había llegado hasta mi fortaleza. Un cargo tan honorífico no se le confía a cualquiera.
—¿Tiene algún peligro?
—¡Ninguno! ¿Quién va a atacar la esfinge? Se trata de una guardia de honor cuyos miembros deben vigilar, sobre todo, que la arena no cubra el monumento.
Los transeúntes se apartaban ante el cuarteto. Todos conocían la rapidez de intervención del babuino, capaz de hundir sus colmillos en la pierna de un ladrón o de romperle el cuello antes de que su dueño interviniera. Cuando Kem y su mono patrullaban, las malas intenciones desaparecían.
—¿Conocéis la dirección de ese veterano?
—Habita una vivienda oficial, junto al cuartel principal.
—He tenido una mala idea; volvamos al despacho.
—¿Ya no deseáis verificar mi expediente?
—Yo quería consultar el suyo; pero no va a decirme nada más. Os espero mañana, al amanecer. ¿Cómo se llama vuestro babuino?
—
Matón
.
A
l ocaso, el juez cerró el despacho y fue a pasear con su perro por las orillas del Nilo. ¿Iba a obstinarse en aquel minúsculo expediente que podía cerrar poniéndole, simplemente, su sello? Atravesarse en un banal procedimiento administrativo no tenía ningún sentido. ¿Pero era, realmente, banal? Un campesino, en contacto con la naturaleza y los animales, desarrolla su intuición; Pazair experimentaba una sensación tan extraña, casi inquietante, que deseaba llevar a cabo una investigación, aunque fuera breve, para poder avalar sin remordimientos aquel traslado.
Bravo
era juguetón, pero el agua no le gustaba. Trotaba bastante lejos del río, por el que pasaban barcos de carga, esbeltos veleros y pequeñas barcas. Unos paseaban, otros hacían sus entregas, otros viajaban. El Nilo no sólo alimentaba Egipto sino que le ofrecía, también, una vía de circulación cómoda y rápida en la que vientos y corrientes se completaban de un modo milagroso. Grandes barcos, de experimentada tripulación, abandonaban Menfis para dirigirse al mar; algunos emprenderían largas expediciones a tierras lejanas. Pazair no los envidiaba; su suerte le parecía cruel, porque se los llevaba lejos de un país del que amaba cada parcela de tierra, cada colina, cada pista desértica, cada aldea. Todos los egipcios temían morir en el extranjero; la ley exigía que su cuerpo fuera repatriado para que viviera su eternidad junto a sus antepasados bajo la protección de sus dioses.
Bravo
emitió una especie de lamento; un pequeño mono verde, ágil como la brisa, acababa de arrojarle agua en el trasero y le había mojado. Mortificado y vejado, el perro mostró los colmillos mientras se sacudía; el bromista, asustado, saltó a los brazos de su dueña, una joven de unos veinte años.
—No es malo —afirmó Pazair—, pero detesta mojarse.
—Mi mona merece su nombre:
Traviesa
no deja de gastar bromas, especialmente a los perros. Siempre intento, sin éxito alguno, que entre en razón.
La voz era tan dulce que tranquilizó a
Bravo
, que olisqueó la pierna de la propietaria de la mona y la lamió.
—¡
Bravo
!
—Dejadle; creo que me ha aceptado y me satisface.
—¿Aceptará
Traviesa
mi amistad?
—Acercaos para comprobarlo.
Pazair estaba paralizado: no se atrevía a avanzar. En la aldea, algunas muchachas merodeaban a su alrededor, sin que aquello le preocupase; obsesionado por los estudios y el aprendizaje de su oficio, desdeñaba amoríos y sentimientos. La práctica de la ley le había hecho madurar antes de tiempo pero, ante aquella mujer, se sentía desarmado.
Era hermosa.
Hermosa como una aurora de primavera, como un loto que florece, como una ola brillando en mitad del Nilo. Algo más baja que él, con los cabellos tirando a rubio, el rostro muy puro, de líneas tiernas, tenía una mirada directa y unos ojos de un azul estival. En su esbelto cuello llevaba un collar de lapislázuli; en sus muñecas y en sus tobillos, brazaletes de cornalina. Su vestido de lino dejaba adivinar unos pechos firmes y erguidos, unas caderas delgadas perfectamente modeladas y unas piernas largas y finas. Sus pies y sus manos eran un placer para la mirada por su delicadeza y su elegancia.
—¿Tenéis miedo? —preguntó intrigada.
—No, claro que no.
Acercarse a ella supondría contemplarla de cerca, respirar su perfume, tocarla casi… No tenía valor para hacerlo.
Comprendiendo que no se movería, la joven dio tres pasos en su dirección y le ofreció la pequeña mona verde. Con mano temblorosa le acarició la frente y
Traviesa
, con ágiles dedos, le rascó la nariz.
—Es su modo de identificar a un amigo.
Bravo
no protestó. Entre el perro y la mona se había pactado una tregua.
—La compré en un mercado donde vendían productos de Nubia; parecía tan desgraciada, tan perdida, que no pude resistirlo.
En la muñeca izquierda llevaba un extraño objeto.
—¿Os intriga mi reloj portátil
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? Me es indispensable para ejercer mi profesión. Me llamo Neferet y soy médico.
Neferet, «la bella, la perfecta, la cumplida»… ¿De qué otro modo podía llamarse? Su piel dorada parecía irreal; cada palabra que pronunciaba parecía uno de los cantos hechiceros que se escuchaban, al ocaso, en la campiña.
—¿Puedo preguntaros vuestro nombre?
No tenía perdón; al no presentarse, se mostraba de una condenable descortesía.
—Pazair… Soy uno de los jueces de la provincia.
—¿Nacisteis aquí?
—No, en la región tebana. Acabo de llegar a Menfis.
—¡También yo nací allí! —sonrió encantada—. ¿Vuestro perro ha terminado ya su paseo?
—¡No, no! Es infatigable.
—Caminemos, ¿os parece? Necesito tomar el aire; esta semana ha sido agotadora.
—¿Ejercéis ya?
—Todavía no; estoy terminando mi quinto año de aprendizaje. Primero aprendí farmacia y la preparación de remedios, luego actué como veterinaria en el templo de Dendara. Me enseñaron a verificar la pureza de la sangre de las bestias para el sacrificio, y a curar toda clase de animales, desde el gato al toro. Los errores eran duramente sancionados: con el bastón, como los muchachos.
A Pazair le dolió la idea del suplicio infligido a aquel cuerpo arrebatador.
—La severidad de nuestros ancianos maestros es la mejor educación —dijo ella—; cuando el oído de la espalda se abre, nunca más olvida la enseñanza. Luego fui admitida en la escuela de medicina de Sais, donde recibí el título de «encargada de los que sufren», tras haber estudiado y practicado distintas especialidades: medicina de los ojos, del vientre, del ano, de la cabeza, de los órganos ocultos, de los líquidos disueltos en los humores, y cirugía.
—¿Y qué más exigen de vos?
—Podría ser especialista, pero es el escalón más bajo; me limitaré a ello si no soy capaz de ser generalista. El especialista ve sólo un aspecto de la enfermedad, una manifestación limitada de la verdad. Un dolor en un lugar preciso no significa que se conozca el origen del mal. Un especialista sólo puede establecer un diagnóstico parcial. El verdadero ideal del médico es ser generalista; pero la prueba es tan dura que la mayoría renuncia a ello.
—¿Cómo puedo ayudaros?
—Tendré que enfrentarme sola con mis maestros.
—¡Ojalá lo consigáis!
Cruzaron un parterre de acianos, donde
Bravo
retozó, y se sentaron a la sombra de un sauce rojo.
—He hablado mucho —se lamentó ella—; no suelo hacerlo. ¿Atraéis acaso las confesiones?
—Forman parte de mi oficio. Robos, pagos con retraso, contratos de venta, querellas familiares, adulterio, agresiones, tasas injustas, calumnias y otros mil delitos, ésa será mi labor cotidiana. Debo dirigir las investigaciones, comprobar las declaraciones, reconstruir los hechos y juzgar.
—¡Es abrumador!
—Vuestra profesión no lo es menos. Os gusta curar y a mí me gusta que se haga justicia; regatear esfuerzos sería una traición.
—Detesto aprovecharme de las circunstancias, pero…
—Hablad, os lo ruego.
—Uno de mis proveedores de hierbas medicinales ha desaparecido. Es un hombre tosco, pero honesto y competente; algunos colegas y yo lo hemos denunciado recientemente. ¿Podríais acelerar las investigaciones?
—Haré lo que esté en mi mano; ¿cuál es su nombre?
—Kani.
—¡Kani!
—¿Le conocéis acaso?
—Un intendente de la propiedad de Qadash le había alistado por la fuerza. Hoy, ya está absuelto.
—¿Gracias a vos?
—Yo investigué y juzgué.
Ella le besó en ambas mejillas.
Pazair, que no era de naturaleza soñadora, se creyó transportado a uno de los paraísos reservados a los justos.
—¿Qadash… el famoso dentista?
—El mismo.
—Fue un buen profesional, según dicen, pero debería haberse jubilado hace ya mucho tiempo.
La mona verde bostezó y se tumbó en el hombro de Neferet.
—Tengo que marcharme; he sido muy feliz hablando con vos. Sin duda, tendremos ocasión de volver a vemos; os agradezco de todo corazón que hayáis salvado a Kani.
No caminaba, danzaba; su paso era ligero, sus andares luminosos.
Pazair permaneció largo tiempo bajo el sauce rojo para grabarse en la memoria el menor de sus gestos, la más ínfima de sus miradas, el color de su voz.
Bravo
posó la pata derecha sobre las rodillas de su dueño.
—Tú lo has comprendido… Estoy locamente enamorado.
K
em y su babuino acudieron a la cita.
—¿Estáis decidido a llevarme a casa del guardián en jefe de la esfinge? —preguntó Pazair.
—A vuestras órdenes.
—Ese tono me disgusta tanto como el otro; la ironía no es menos corrosiva que la agresividad.
El nubio se sintió muy ofendido por la observación del juez.
—No tengo la intención de inclinarme ante vos.
—Sed un buen policía y nos entenderemos.
El babuino y su dueño miraron fijamente a Pazair; en los ojos de ambos se leía un furor contenido.
—En marcha.
Comenzaba la mañana y las calles se animaban; las amas de casa charlaban por los codos, algunos aguadores distribuían el precioso líquido y los artesanos abrían sus puestos. Gracias al babuino, la muchedumbre se apartaba.
El guardián en jefe vivía en una morada parecida a la de Branir, aunque menos coqueta. En el umbral, una niñita jugaba con una muñeca de madera; cuando vio al gran mono, se asustó y entró en su casa aullando. Su madre, enojada, salió en seguida.
—¿Por qué asustáis a la niña? ¡Apartad a vuestro monstruo!
—¿Sois la esposa del guardián en jefe de la esfinge?
—¿Con qué derecho me interrogáis?
—Soy el juez Pazair.