El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (26 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada
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—¿Y a quién afectarán?

—Se murmura que parte de las cosechas almacenadas en los silos se desvía en beneficio de particulares. Son sólo rumores, pero insistentes.

—¿No ha investigado la policía?

—Sin éxito. ¿Aceptáis almorzar con nosotros?

—No quisiera ser inoportuno.

—Mi esposa y yo os acogemos con alegría.

Silkis inclinó la cabeza y ofreció al juez una sonrisa aprobadora.

Pazair apreció la excelencia de los manjares: hígado de oca, ensalada a las finas hierbas con aceite de oliva, guisantes frescos, granadas y pasteles, todo acompañado por un vino tinto del delta que databa del primer año del reinado de Ramsés el Grande. Los niños comieron aparte, pero exigieron pasteles.

—¿Pensáis fundar una familia? —le preguntó Silkis.

—Mis funciones me absorben —repuso Pazair.

—Una mujer y algunos niños, ¿no es ése el objetivo de la existencia? No existe mayor satisfacción —afirmó Bel-Tran.

Creyendo pasar desapercibida, la pelirroja sisó un pastel. Su padre la agarró de la muñeca.

—No habrá juegos ni paseo.

La niña rompió a llorar pataleando.

—Eres demasiado intransigente —protestó Silkis—. No es tan grave.

—¡Tener todo lo que se desea y robar, es lamentable!

—¿No hiciste lo mismo cuando eras niño?

—Mis padres eran pobres, nunca he robado nada a nadie y no admito que mi hija se comporte de ese modo.

La acusada lloró más aún.

—Llévatela, ¿quieres?

Silkis obedeció.

—¡Los avatares de la educación! Gracias a Dios, las alegrías son más numerosas que las penas.

Bel-Tran mostró a Pazair el lote de hojas de papiro que le destinaba. Propuso reforzarlas por los extremos y añadir algunos rollos de menor calidad y de color blancuzco; servirían de borrador.

Los dos hombres se saludaron calurosamente.

El calvo cráneo de Mentmosé se enrojeció revelando la cólera que dominaba a duras penas.

—¡Rumores, juez Pazair, sólo rumores!

—Pero vos lo investigasteis, sin embargo.

—Rutina.

—¿Sin ningún resultado?

—¡Ninguno! ¿Quién va a atreverse a robar el trigo almacenado en un silo del Estado? ¡Es grotesco! ¿Y por qué os ocupáis de este asunto?

—Porque el silo está bajo mi jurisdicción.

El jefe de la policía bajó un poco la voz.

—Es cierto, lo había olvidado. ¿Y vuestra prueba?

—La más hermosa que pueda existir: un escrito.

Mentmosé leyó el documento.

—El verificador hizo notar que la mitad de la reserva había sido utilizada… ¿qué hay de anormal en ello?

—El silo está lleno, yo mismo lo he comprobado.

El jefe de la policía se levantó, volvió la espalda al juez y miró por la ventana.

—La nota está firmada.

—Un nombre falso. No figura en la lista de los funcionarios acreditados. ¿No sois el mejor situado para encontrar a ese extraño personaje?

—Supongo que habréis interrogado al intendente de los graneros.

—Afirma que sólo ha visto dos veces al hombre con el que trata y que no conoce su verdadero nombre. ¿Son mentiras, desde vuestro punto de vista?

—Tal vez no.

Pese a la presencia del babuino, el intendente no había dicho nada más. Pazair creía pues en su sinceridad.

—¡Una verdadera conspiración!

—Es posible.

—Evidentemente, el intendente es su instigador.

—Desconfío de las evidencias.

—Confiadme a ese bandido, juez Pazair. Yo le haré hablar.

—Ni hablar.

—¿Qué proponéis?

—Una permanente y discreta guardia del silo; cuando el ladrón y sus acólitos vengan a buscar el grano, los cogeréis en flagrante delito, y obtendréis el nombre de todos los culpables.

—La desaparición del intendente los habrá puesto sobre aviso.

—Por eso debe seguir ocupando su puesto.

—Azaroso y complicado plan.

—Al contrario. Si tenéis algo mejor, me inclinaré.

—Haré lo necesario.

CAPÍTULO 26

L
a casa de Branir era el único reducto de paz donde se atenuaban los tormentos que oprimían a Pazair. Había escrito una larga carta a Neferet donde le declaraba de nuevo su amor y le suplicaba que respondiera con el corazón. Se reprochaba importunarla, pero no podía disimular su pasión. En adelante, su vida estaba en manos de Neferet.

Branir ofrecía flores al busto de los antepasados, en la primera estancia de su morada. Pazair se recogió a su lado. Acianos de cálices verdes y flores amarillas de persea luchaban contra el olvido y prolongaban la presencia de los sabios que vivían en los paraísos de Osiris.

Concluida la ceremonia, maestro y discípulo subieron a la terraza. A Pazair le gustaba aquella hora en la que la luz del día moría para renacer en la de la noche.

—Tu juventud se va como cuero desgastado. Fue feliz y tranquila. Ahora, tienes que llenar tu vida.

—Lo sabéis todo de mi.

—¿Incluso lo que te niegas a confiarme?

—Con vos, la cháchara es inútil. ¿Creéis que me aceptará?

—Neferet nunca hace comedia. Actuará de acuerdo con la verdad.

De vez en cuando, oleadas de angustia estrechaban la garganta de Pazair.

—Tal vez me he vuelto loco.

—Sólo hay una locura: desear lo que pertenece a otro.

—Olvido lo que me enseñasteis, construir la propia inteligencia para la rectitud, permaneciendo pausado y preciso, no preocuparse de la propia felicidad, actuar de modo que los hombres caminen en paz, se construyan los templos y los vergeles florezcan para los dioses
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. Mi pasión me abrasa, y alimento su fuego.

—Así está bien. Va hasta el fondo de tu ser. Hasta el punto donde no puedas volver atrás. Y quiera el cielo que no te separes del recto camino.

—No desatiendo mis deberes.

—¿El caso de la esfinge?

—Callejón sin salida.

—¿Sin esperanzas?

—O echar mano al quinto veterano u obtener revelaciones sobre el general Asher gracias a Suti.

—Es muy poco.

—No renunciaré, aunque deba esperar varios años antes de obtener un nuevo indicio. No olvidéis que poseo la prueba de la mentira del ejército: cinco veteranos oficialmente muertos cuando uno de ellos se había hecho panadero en Tebas.

—El quinto está vivo —declaró Branir, como si lo tuviera a su lado—. No renuncies, la desgracia merodea.

Se hizo un largo silencio. La solemnidad del tono había conmovido al juez. Su maestro tenía dones de videncia; a veces, una realidad, invisible aún, se le imponía.

—Pronto dejaré esta casa —anunció—. Ha llegado la hora de residir en el templo para terminar allí mis días. El silencio de los dioses de Karnak llenará mis oídos, y dialogaré con las piedras de eternidad. Cada día será más sereno que el anterior, y me dirigiré hacia la gran edad que prepara para comparecer ante el tribunal de Osiris.

Pazair se rebeló.

—Necesito vuestras enseñanzas.

—¿Qué consejos puedo darte? Mañana tomaré mi bastón de vejez y caminaré hacia el Bello Occidente, de donde nadie regresa.

—Si he descubierto una enfermedad temible para Egipto y si me es posible combatirla, me será indispensable vuestra autoridad moral. Vuestra intervención podría resultar decisiva. Tened paciencia, os lo ruego.

—Sea como sea, esta casa te pertenecerá en cuanto me haya retirado al templo.

Chechi encendió el fuego con huesos de dátil y carbón vegetal, depositó en las llamas un crisol en forma de cuerno y las activó por medio de un fuelle. Intentó, una vez más, poner a punto un nuevo método para la fusión del metal vertiendo la colada en unos moldes especiales. Dotado de excepcional memoria, no anotaba nada por miedo a ser traicionado. Sus dos asistentes, mocetones robustos e infatigables, eran capaces de avivar el fuego durante horas y horas soplando en largos tallos huecos.

Pronto estaría lista el arma incansable; equipados con espadas y lanzas de una robustez a toda prueba, los soldados del faraón romperían los cascos y atravesarían las armaduras de los asiáticos.

Gritos y ruidos de lucha interrumpieron sus reflexiones. Chechi abrió la puerta del laboratorio y dio con dos guardias que sujetaban por los brazos a un hombre de edad madura, con los cabellos blancos y las manos enrojecidas; jadeaba como un caballo agotado, sus ojos lagrimeaban, su paño estaba desgarrado.

—Se ha introducido en el depósito de los metales —explicó uno de los guardias—. Cuando le hemos interpelado, ha intentado huir.

Chechi reconoció en seguida al dentista Qadash, pero no manifestó la menor sorpresa.

—¡Soltadme, brutos! —exigió el facultativo.

—Sois un ladrón —replicó el jefe de los guardias.

¿Qué locura se había apoderado de Qadash? Hacía mucho tiempo que soñaba en el hierro celeste para fabricar sus instrumentos quirúrgicos y ser de nuevo un dentista sin rival. Había perdido la cabeza por su beneficio personal, olvidando el plan de los conjurados.

—Enviaré a uno de mis hombres al despacho del decano del porche —anunció el oficial—. Necesitamos un juez inmediatamente.

So pena de despertar sospechas, Chechi no podía oponerse a esta gestión.

Importunado en mitad de la noche, el escribano del decano del porche no consideró necesario despertar a su jefe, bastante puntilloso en lo referente a sus horas de sueño. Consultó la lista de magistrados y eligió al último nombrado, un tal Pazair. Por ser el más bajo en la jerarquía, tenía que aprender su oficio.

Pazair no dormía. Soñaba con Neferet, la imaginaba a su lado, tierna y tranquilizadora, le habría hablado de sus investigaciones, y ella de sus pacientes. Llevando entre dos el peso de sus respectivos cargos, disfrutarían el sabor de una felicidad sencilla, renaciendo con cada sol.

Viento del Norte
comenzó a rebuznar.
Bravo
ladró. El juez se levantó y abrió la ventana. Un guardia armado le mostró la orden emitida por el escribano del decano del porche. Con un corto manto en los hombros, Pazair siguió al guardia hasta el cuartel.

Ante la escalera que llevaba al sótano, dos soldados cruzaban sus lanzas. Las separaron para dejar pasar al juez, a quien Chechi recibió en el umbral de su laboratorio.

—Esperaba al decano del porche.

—Siento decepcionaros. He sido nombrado de oficio. ¿Qué os sucede?

—Una tentativa de robo.

—¿Algún sospechoso?

—El culpable ha sido detenido.

—Bastará con relatar los hechos, proceder a la inculpación y juzgarle inmediatamente.

Chechi pareció molesto.

—Debo interrogarle. ¿Dónde está?

—En el pasillo, a vuestra izquierda.

Sentado en un yunque y vigilado por un guardia armado, el culpable respingó al ver a Pazair.

—¡Qadash! ¿Qué estáis haciendo aquí?

—Paseaba cerca de este cuartel cuando he sido agredido y traído a la fuerza a este lugar.

—No es cierto —protestó el guardia—. Este hombre se ha introducido en un almacén, y le hemos interceptado.

—¡Mentira! Presento una demanda por agresión.

—Varios testigos os acusan —recordó Chechi.

—¿Qué contiene este almacén? —preguntó Pazair.

—Metales, sobre todo cobre.

Pazair se dirigió al dentista.

—¿Os falta acaso materia prima para vuestros instrumentos?

—Soy víctima de un malentendido.

Chechi se aproximó al juez y le murmuró unas palabras al oído.

—Como queráis.

Se aislaron en el laboratorio.

—Las investigaciones que estoy haciendo aquí exigen la mayor discreción. ¿Podríais organizar un proceso a puerta cerrada?

—De ningún modo.

—Hay casos particulares…

—No insistáis.

—Qadash es un dentista honorable y rico. No me explico su acción.

—¿De qué naturaleza son vuestras investigaciones?

—Armamento. ¿Comprendéis?

—No existe ley específica para vuestra actividad. Si Qadash es acusado de robo se defenderá como le parezca y vos compareceréis.

—¿Y tendré que responder a las preguntas?

—Claro.

Chechi se acarició los pelos del bigote.

—En ese caso, prefiero no presentar denuncia.

—Tenéis derecho a ello.

—Lo hago en interés de Egipto. Unos oídos indiscretos, en el tribunal o fuera de él, serían una catástrofe. Os entrego a Qadash; desde mi punto de vista, no ha ocurrido nada. En cuanto a vos, juez Pazair, no olvidéis que estáis obligado al secreto.

Pazair salió del cuartel en compañía del dentista.

—No hay cargo alguno contra vos.

—¡Pero yo acuso!

—Testimonios desfavorables, presencia insólita en este lugar y a hora indebida, sospechas de robo… Es un lamentable expediente.

Qadash tosió, eructó y escupió.

—De acuerdo, abandono.

—Yo no.

—¿Cómo?

—Acepto levantarme en plena noche, investigar en no importa qué condiciones, pero no que me tomen por un imbécil. Explicaos u os acuso de injuria a un magistrado.

Las palabras del dentista se hicieron vacilantes.

—¡Cobre de primera calidad, con un grado de pureza perfecto! Sueño en él desde hace años.

—¿Cómo sabíais que existía este almacén?

—El oficial que supervisa el cuartel es un cliente.., charlatán. Presumió, y probé suerte. Antaño, los cuarteles no estaban tan bien custodiados.

—¿Habiais decidido robar?

—¡No, pagar! Habría cambiado el metal por varios bueyes gordos. A los militares les gustan mucho. Y mi material hubiera sido maravilloso, ligero, preciso. Pero ese bigotudo bajito, ¡qué frialdad…! Ha sido imposible pactar con él.

—No todo Egipto está corrompido.

—¿Corrupción? ¿Pero qué estáis imaginando? Si dos individuos efectúan una transacción, no son forzosamente traficantes. Tenéis una visión pesimista de la especie humana.

Qadash se alejó mascullando.

Pazair vagabundeó en la noche. Las explicaciones del dentista no le convencían. Un almacén de metales, un cuartel… ¡De nuevo el ejército! Aquel incidente, sin embargo, no parecía relacionarse con la desaparición de los veteranos, sino con la angustia de un dentista en decadencia que negaba el desfallecimiento de su mano.

Había luna llena. Según la leyenda, una liebre armada con un cuchillo habitaba en ella. Genio belicoso, cortaba la cabeza de las tinieblas. El juez la habría contratado, de buena gana, como escribano. El sol nocturno crecía y menguaba, se llenaba y se vaciaba de luz; la barca aérea llevaría sus pensamientos a Neferet.

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