Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Un hombre de corazón violento sólo puede ser un agitador, al igual que un charlatán; si quieres ser fuerte, hazte el artesano de tus frases, moldéalas, pues el lenguaje es el arma más poderosa para quien sabe manejarlo.
—Añoro la aldea.
—La añorarás durante toda tu vida.
—¿Por qué me han destinado aquí?
—Tu propia conducta determina tu destino.
Pazair durmió poco y mal, con el perro a sus pies y el asno acostado a su cabecera. Los acontecimientos se encadenaban con excesiva rapidez y no le daban tiempo para recuperar su equilibrio; atrapado en un torbellino, no disponía ya de sus puntos de orientación habituales y, aunque le pesara, tenía que abandonarse a una aventura de desconocidos colores.
Despierto en cuanto amaneció, tomó una ducha, se purificó la boca con natrón
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, y desayunó en compañía de Branir, que le puso en manos de uno de los mejores barberos de la ciudad. Sentado en un taburete de tres patas ante su cliente, igualmente instalado, el artesano humedeció la piel de Pazair y la cubrió con una untuosa espuma. Sacó del estuche de cuero una navaja compuesta por una hoja de cobre y un mango de madera, manejándola con consumada habilidad.
Vestido con un paño nuevo y una ancha camisa diáfana, perfumada, Pazair parecía dispuesto a afrontar la prueba.
—Tengo la sensación de ir disfrazado —le confesó a Branir.
—La apariencia no es nada, pero no la desdeñes; lo importante es que sepas manejar el timón y que el fluir de los días no te aleje de la justicia, pues el equilibrio de un país depende de su práctica. Sé digno de ti mismo, hijo mío.
P
azair siguió a Branir, que le guió por el barrio de Ptah. Tranquilo por la suerte del asno y el perro, el joven lo estaba menos por lo que se refería a la suya.
No lejos del palacio habían sido construidos varios edificios administrativos cuyos accesos estaban controlados por soldados. El viejo médico se dirigió a un suboficial; tras haber escuchado su petición, desapareció por unos instantes y regresó acompañado por un alto magistrado, el delegado del visir.
—Me complace volver a veros, Branir; he aquí, pues, a vuestro protegido.
—Pazair está muy emocionado.
—Dada su edad, no es una reacción criticable. ¿Está dispuesto, sin embargo, a cumplir con sus nuevas funciones?
Pazair, sorprendido por la ironía del gran personaje, intervino secamente.
—¿Lo dudáis acaso?
El delegado frunció el entrecejo.
—Os lo arrebato, Branir; tenemos que proceder a la investidura.
La cálida mirada del anciano médico le dio a su discípulo el valor que todavía le faltaba; fueran cuales fuesen las dificultades, sería digno de él.
Pazair fue conducido a una pequeña estancia rectangular de paredes blancas y desnudas; el delegado le invitó a sentarse en una estera, en la posición del escriba, ante un tribunal compuesto por él mismo, el administrador de la provincia de Menfis, el representante del despacho de trabajo y uno de los servidores del dios Ptah que ocupaba un elevado puesto en la jerarquía sagrada. Los cuatro llevaban pesadas pelucas y amplios paños. Huraños, sus rostros no expresaban sentimiento alguno.
—Os halláis en el lugar de «la evaluación de la diferencia»
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—declaró el delegado del visir, jefe de la justicia—. Aquí os convertiréis en un hombre distinto de los demás, destinado a juzgar a vuestros semejantes. Como vuestros colegas de la provincia de Gizeh, dirigiréis investigaciones, presidiréis los tribunales locales que se hallen bajo vuestra autoridad y os remitiréis a vuestros superiores cuando los asuntos superen vuestra competencia. ¿Os comprometéis a ello?
—Me comprometo.
—¿Sois consciente de que la palabra dada no puede recuperarse?
—Soy consciente de ello.
—Que este tribunal proceda de acuerdo con los mandamientos de la Regla juzgando al futuro juez.
El administrador de la provincia se expresó con voz grave y pausada.
—¿Qué jurados convocaréis para formar vuestro tribunal?
—Escribas, artesanos, policías, hombres experimentados, mujeres respetables, viudas.
—¿De qué modo intervendréis en sus deliberaciones?
—No intervendré en modo alguno. Todos se expresarán sin ser influenciados, y respetaré cada opinión para formar mi juicio.
—¿En cualquier circunstancia?
—Excepto en una: si uno de los jurados es corrupto. Interrumpiré entonces el proceso para acusarle sin dilación alguna.
—¿Cómo actuaréis ante un caso de crimen? —preguntó el representante del despacho de trabajo.
—Haré una investigación preliminar, abriré un expediente y lo transmitiré al despacho del visir.
El servidor del dios Ptah colocó su brazo derecho sobre su pecho con el puño cerrado tocando su hombro.
—Ningún acto será olvidado en el juicio del más allá. Tu corazón será depositado en uno de los platillos de la balanza y confrontado con la Regla. ¿De qué modo se transmitió la ley que debes hacer respetar?
—Existen cuarenta y dos provincias y cuarenta y dos rollos de la ley. Pero su espíritu no fue escrito y no debe estarlo. La verdad sólo puede transmitirse oralmente, de la boca del maestro al oído del discípulo.
El servidor de Ptah sonrió, pero el delegado del visir todavía no estaba satisfecho.
—¿Cómo definís la Regla?
—El pan y la cerveza.
—¿Qué significa esta respuesta?
—La justicia para todos, grandes y pequeños.
—¿Por qué está simbolizada la Regla por una pluma de avestruz?
—Porque es el barquero entre nuestro mundo y el de los dioses; la pluma es la rectora, tanto el timón del pájaro como el del ser. La Regla, aliento de vida, debe permanecer en la nariz de los hombres y expulsar el mal de cuerpos y corazones. Si la justicia desapareciera, el trigo dejaría de crecer, los rebeldes tomarían el poder y ya no se celebrarían las fiestas.
El administrador de la provincia se levantó y colocó ante Pazair un bloque de piedra calcárea.
—Poned las manos sobre esta piedra blanca.
El joven lo hizo. No temblaba.
—Sea testigo de vuestro juramento; recordará siempre las palabras que habéis pronunciado y será vuestra acusadora si traicionáis la Regla.
El administrador y el representante del despacho de trabajo se colocaron a uno y otro lado del juez.
—Levantaos —ordenó el delegado del visir.
—He aquí vuestro anillo con el sello —dijo mientras le entregaba una placa rectangular soldada a un aro que Pazair se puso en el dedo corazón de su mano derecha. En la parte plana de la placa de oro se había escrito: «Juez Pazair.»
—Los documentos en los que pongáis vuestro sello tendrán valor oficial y comprometerán vuestra responsabilidad; no uséis a la ligera este anillo.
El despacho del juez estaba situado en el arrabal sur de Menfis, a medio camino entre el Nilo y el canal del oeste, y al sur del templo de Hator. El joven campesino, que esperaba una imponente morada, quedó muy decepcionado. La administración sólo le había asignado una casa baja con dos pisos.
Sentado en el umbral había un ordenanza adormilado. Pazair le dio una palmada en el hombro; se sobresaltó.
—Quisiera entrar.
—El despacho está cerrado.
—Soy el juez.
—Lo dudo… Ha muerto.
—Soy Pazair, su sucesor.
—Ah, sois vos… El escribano Iarrot me dio vuestro nombre, es cierto. ¿Tenéis alguna prueba de vuestra identidad?
Pazair le mostró el anillo con el sello.
—Mi misión era vigilar el lugar hasta que llegaseis; ahora ha terminado.
—¿Cuándo veré a mi escribano?
—Lo ignoro. Debe resolver un problema delicado.
—¿Cuál?
—La leña para la calefacción. En invierno, hace frío; el año pasado, el Tesoro se negó a entregar madera a este despacho porque la demanda no había sido redactada en tres ejemplares. Iarrot ha ido al servicio de archivos para regularizar la situación. Os deseo buena suerte, juez Pazair; en Menfis no podréis aburriros.
Y el ordenanza desapareció.
Pazair empujó lentamente la puerta de sus nuevos dominios. El despacho era una estancia bastante grande, llena de armarios y arcones donde se guardaban rollos de papiro atados o sellados. En el suelo, una sospechosa capa de polvo. Ante aquel inesperado peligro, Pazair no vaciló. Pese a la dignidad de su función, tomó una escoba formada por largas fibras rígidas unidas en unas madejas que se sujetaban por dos séxtuples ligaduras de cordel; el mango era muy rígido y permitía un manejo flexible y regular.
Concluida la limpieza, el juez hizo inventario del contenido de los archivos: papeles del catastro, del fisco, informes varios, denuncias, extractos de cuentas y pagos de salarios en grano, en cestos o en tejido, cartas con listas de personal… Sus competencias se extendían a los más variados terrenos.
En el mayor de los armarios, el indispensable material del escriba; paletas vaciadas en su parte superior para recibir la tinta roja y la tinta negra, panes de tinta sólida, cubiletes, bolsas de pigmento en polvo, bolsas de pinceles, rascadores, gomas, trituradores de piedra, cordeles de lino, un caparazón de tortuga para proceder a las mezclas, un babuino de arcilla que evocaba a Thot, dueño de los jeroglíficos, fragmentos de calcáreo que servían de borrador, tablillas de arcilla, de calcáreo y de madera. El conjunto era de buena calidad.
En un cofrecillo de acacia había un objeto precioso: un reloj de agua. El pequeño recipiente troncocónico estaba graduado, en su interior, de acuerdo con dos escalas distintas, de doce muescas; el agua fluía por un agujero en el fondo del reloj, y medía así las horas. Sin duda, el escribano consideraba necesario velar por el tiempo pasado en su lugar de trabajo.
Se imponía una tarea. Pazair tomó un pincel de junco finamente cortado, mojó la punta en un cubilete lleno de agua y dejó caer una gota en la paleta que pensaba utilizar. Murmuró la plegaria que recitaban todos los escribas antes de escribir: «agua del tintero para tu
ka
, Imhotep»; así se veneraba al creador de la primera pirámide, arquitecto, médico, astrólogo y modelo de quienes practicaban los jeroglíficos.
El juez subió al primer piso.
La vivienda oficial no había sido ocupada desde hacía mucho tiempo. El predecesor de Pazair, que prefería vivir en una casita en las afueras de la ciudad, había olvidado ocuparse de las tres habitaciones que estaban llenas de pulgas, moscas, ratones y arañas. El joven no se desalentó; se sentía con fuerzas para librar aquel combate. En el campo, era necesario, a menudo, desinfectar las viviendas y expulsar a los huéspedes indeseables.
Tras haberse procurado los ingredientes necesarios en las tiendas del barrio, Pazair se puso manos a la obra. Roció los muros y el suelo con el agua en la que había disuelto natrón, luego las espolvoreó con un compuesto de carbón pulverizado y de planta
bebet
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, cuyo poderoso perfume alejaba insectos y miseria. Finalmente mezcló incienso, mirra, cinamomo
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y miel e hizo una fumigación que purificara el local y le diera un olor agradable. Para adquirir aquellos costosos productos se había endeudado y había gastado la mayor parte de su próximo salario.
Agotado, desenrolló su estera y se tendió de espaldas. Algo le molestaba y le impedía dormir: el anillo del sello. No se lo quitó. El pastor Pepi no se había equivocado: ya no tenía elección.
E
l sol estaba ya alto en el cielo cuando el escribano Iarrot, con pesados pasos, llegó al despacho. Grueso, mofletudo, de tez rubicunda y con la cara enrojecida, nunca se movía sin acompasar su marcha con un bastón en el que estaba grabado su nombre y que le convertía en un personaje importante y respetado. En su satisfecha cuarentena, Iarrot era el colmado padre de una niña, motivo de todas sus preocupaciones. Cada día se peleaba con su esposa a causa de la educación de la chiquilla, a la que no quería contrariar por ningún motivo. La casa resonaba con sus disputas, cada vez más violentas.
Con gran sorpresa por su parte, un obrero mezclaba yeso con calcáreo pulverizado para hacerlo más blanco, verificaba la calidad del producto vertiéndolo en un cono de calcáreo y, luego, colmaba un agujero en la fachada de la vivienda del juez.
—Yo no he encargado ningún trabajo —dijo furibundo larrot.
—Yo sí; más aún, los ejecuto sin tardanza.
—¿Con qué derecho?
—Soy el juez Pazair.
—Pero… ¡sois muy joven!
—¿Y sois vos, acaso, mi escribano?
—En efecto.
—La jornada está ya muy avanzada.
—Cierto, cierto… Pero unos problemas familiares me han retrasado.
—¿Alguna urgencia? —preguntó Pazair sin dejar de enyesar.
—La denuncia de un constructor. Disponía de ladrillos, pero le faltaban asnos para el transporte. Acusa al arrendador de sabotear su obra.
—Ya está resuelto.
—¿De qué modo?
—Esta mañana he visto al arrendador. Indemnizará al constructor y transportará los ladrillos mañana mismo; hemos evitado un proceso.
—¿Sois también… yesero?
—Sólo un aficionado con pocas dotes. Nuestro presupuesto es bastante escaso; de modo que, en la mayoría de los casos, tendremos que arreglárnoslas. ¿Qué más?
—Os esperan para un censo de rebaños.
—¿No basta con el escriba especializado?
—El dueño de la propiedad, el dentista, Qadash, está convencido de que uno de sus empleados le roba. Pide una investigación; vuestro predecesor la retrasó tanto como le fue posible. A decir verdad, yo le comprendía muy bien. Si lo deseáis, encontraré argumentos para seguir difiriéndola.
—No será necesario. Por cierto, ¿sabéis manejar una escoba?
Y como el escribano permaneció mudo, el juez le tendió el precioso objeto.
A
Viento del Norte
no le disgustaba disfrutar de nuevo el aire de la campiña; el asno transportaba material para el juez con buen paso, mientras
Bravo
vagabundeaba a su alrededor, feliz cuando perseguía algún pájaro. De acuerdo con su costumbre,
Viento del Norte
había erguido sus orejas cuando el juez le había indicado que se dirigían a la propiedad del dentista Qadash, situada a dos horas de camino de la meseta de Gizeh, hacia el sur; el asno había tomado la dirección correcta.