El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (5 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada
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Pazair fue muy bien recibido por el intendente de la propiedad, satisfecho de recibir por fin a un juez competente y deseoso de resolver un misterio que envenenaba la vida de los boyeros. Unos servidores le lavaron los pies y le ofrecieron un paño nuevo, comprometiéndose a limpiar el que llevaba; dos muchachuelos alimentaron al asno y al perro. Qadash fue avisado de la llegada del magistrado y, a toda prisa, hizo que levantaran un estrado coronado por un pórtico rojo y negro de columnitas lotiformes; Qadash, Pazair y el escriba de los rebaños se instalaron allí, protegidos del sol.

Cuando apareció el dueño de la propiedad, con un largo bastón en su mano derecha, seguido por los portadores de sus sandalias, su parasol y su sillón, unos músicos tocaron el tamboril y la flauta, y jóvenes campesinas le ofrecieron flores de loto.

Qadash era un hombre de unos sesenta años, con una abundante cabellera blanca; alto, de nariz prominente, sembrada de venillas violetas, frente baja y pómulos salientes, secaba a menudo sus ojos lagrimeantes. Pazair se extrañó por el color rojo de sus manos; no cabía duda, el dentista sufría de mala circulación sanguínea.

Qadash le miró con ojos suspicaces.

—¿Sois vos el nuevo juez?

—Para serviros. Es agradable comprobar que los campesinos están alegres cuando el dueño de la propiedad tiene el corazón noble y maneja con firmeza el bastón de mando.

—Joven, si respetáis a los mayores haréis carrera.

El dentista, que tenía dificultades al hablar, iba muy elegante. Mandil, corpiño de piel de felino, ancho collar de siete vueltas de perlas azules, blancas y rojas, y brazaletes en las muñecas le daban un aspecto orgulloso.

—Sentémonos —propuso.

Se acomodó en su sillón de madera pintada; Pazair ocupó un asiento cúbico. Ante él, al igual que ante el escriba de los rebaños, una mesilla baja destinada a recibir el material de escritura.

—Según su declaración —recordó el juez—, poseéis ciento veintiuna cabezas de vacuno, setenta corderos, seiscientas cabras y otros tantos cerdos.

—Exacto. En el último censo, hace dos meses, faltaba un buey. Y mis animales son de gran valor; el más flaco podría ser cambiado por una túnica de lino y diez sacos de cebada. Quiero que detengáis al ladrón.

—¿Habéis realizado una investigación?

—No es cosa mía.

El juez se volvió hacia el escriba de los rebaños, que estaba sentado en una estera.

—¿Qué escribisteis en vuestro registro?

—El número de los animales que me mostraron.

—¿A quién interrogasteis?

—A nadie. Mi trabajo consiste en anotar, no en preguntar.

Pazair no iba a sacar nada en claro. Irritado, sacó de su cesto una tablilla de sicómoro cubierta de una fina capa de yeso, un pincel de junco tallado, de veinticinco centímetros de largo, y un cubilete con agua donde preparó tinta negra. Cuando estuvo listo, Qadash hizo una señal al jefe de los boyeros para que comenzara el desfile.

Dando una palmada en el cuello del enorme buey que iba en cabeza, puso en marcha la procesión. El animal se movió con lentitud, seguido por sus pesados y plácidos congéneres.

—Espléndidos, ¿verdad?

—Felicitad a los cuidadores —recomendó Pazair.

—El ladrón debe de ser un hitita o un nubio —estimó Qadash—; hay demasiados extranjeros en Menfis.

—¿No es vuestro nombre de origen libio?

El dentista no pudo disimular su contrariedad.

—Vivo en Egipto desde hace mucho tiempo y pertenezco a la mejor sociedad; la riqueza de mi propiedad lo demuestra sin duda alguna. He curado a los más ilustres cortesanos, sabedlo, y permaneced en vuestro lugar.

Portadores de fruta, de manojos de puerros, de cestos llenos de lechugas y frascos de perfume acompañaban a los animales. Evidentemente, no se trataba de una simple verificación de censo. Qadash quería deslumbrar al nuevo juez mostrándole la magnitud de su fortuna.

Bravo
se había deslizado silenciosamente bajo el sitial de su dueño y contemplaba el desfile de las cabezas de ganado.

—¿De qué provincia sois? —preguntó el dentista.

—Yo soy quien hace la investigación.

Dos bueyes uncidos pasaron ante el estrado; el de más edad se tendió en el suelo y se negó a avanzar. «Deja de hacerte el muerto», dijo el boyero; el acusado le miró con ojos temerosos, pero no se movió.

—Pégale —ordenó Qadash.

—Un momento —exigió Pazair mientras bajaba del estrado.

El juez acarició los lomos del buey, lo tranquilizó y, con la ayuda del boyero, intentó ponerlo en pie. El buey se levantó y Pazair regresó a su lugar.

—Sois muy sensible —ironizó Qadash.

—Detesto la violencia.

—¿No es necesaria, a veces? Egipto ha tenido que combatir contra el invasor, muchos hombres murieron por nuestra libertad. ¿Les condenaríais?

Pazair se concentró en el desfile de los animales; el escriba de los rebaños contaba. Al finalizar el censo, faltaba un buey con respecto a la declaración del propietario.

—¡Intolerable! —rugió Qadash, cuyo rostro se empurpuró—. Me roban en mi propia casa y nadie quiere denunciar al culpable.

—Vuestros animales deben estar marcados.

—¡Naturalmente!

—Haced venir a los hombres que utilizaron las marcas.

Eran quince; el juez los interrogó uno tras otro y los aisló de modo que no pudieran comunicarse entre sí.

—Ya tengo a vuestro ladrón —anunció a Qadash.

—¿Cómo se llama?

—Kani.

—Pido la inmediata convocatoria de un tribunal.

Pazair aceptó. Eligió como jurados a un boyero, una pastora de cabras, al escriba de los rebaños y a uno de los guardas de la propiedad.

Kani, que no había intentado huir, se presentó libremente ante el estrado y aguantó la furiosa mirada de Qadash, que se mantenía a un lado. El acusado era un hombre pesado y recio, de piel oscura surcada por profundas arrugas.

—¿Reconocéis vuestra culpabilidad? —preguntó el juez.

—No.

Qadash golpeó el suelo con su bastón.

—¡Este bandido es un insolente! ¡Que sea inmediatamente castigado!

—Callaos —ordenó el juez—; si turbáis la audiencia, interrumpiré el procedimiento.

El dentista se apartó enojado.

—¿Habéis marcado un buey con el nombre de Qadash? —preguntó Pazair.

—Sí —respondió Kani.

—El animal ha desaparecido.

—Se me escapó. Lo encontraréis en un campo vecino.

—¿Por qué esa negligencia?

—No soy boyero, sino jardinero. Mi verdadero trabajo consiste en regar pequeñas parcelas de tierra; durante todo el día llevo en los hombros una pértiga y derramo sobre los cultivos el contenido de pesadas cántaras. Por la noche no puedo descansar; debo regar las plantas más frágiles, cuidar las regatas, reforzar las paredes de tierra. Si deseáis una prueba, examinad mi nuca; veréis las huellas de dos abscesos. Es la enfermedad del jardinero, no la del boyero.

—¿Por qué cambiasteis de oficio?

—Porque el intendente de Qadash se apoderó de mí cuando estaba entregando unas legumbres. Fui obligado a ocuparme de los bueyes y a abandonar mi huerto.

Pazair convocó a los testigos; se estableció la veracidad de las palabras de Kani. El tribunal lo absolvió; como indemnización, el juez ordenó que el buey fuera de su propiedad y que Qadash le entregara una importante cantidad de alimento a cambio de los días de trabajo perdidos.

El jardinero se inclinó ante el juez. Pazair pudo leer en sus ojos un profundo agradecimiento.

—Raptar a un campesino es una falta muy grave —recordó al dueño de la propiedad.

La sangre subió al rostro del dentista.

—¡No soy responsable! No estaba al corriente; que mi intendente sea castigado como merece.

—Ya conocéis la pena: cincuenta bastonazos y pérdida de su cargo, para ser de nuevo campesino.

—La ley es la ley.

El intendente no negó nada ante el tribunal; fue condenado y la sentencia se ejecutó sin demora.

Cuando el juez Pazair abandonó la propiedad, Qadash no fue a saludarle.

CAPÍTULO 5

B
ravo
dormía a los pies de su dueño, soñando en un festín, mientras
Viento del Norte
, disfrutando su forraje fresco, hacía de centinela a la puerta del despacho donde Pazair estaba consultando, desde el amanecer, los expedientes pendientes. El volumen de las dificultades no le abrumaba, al contrario; estaba decidido a recuperar el retraso y a no dejar nada de lado.

El escribano Iarrot llegó a media mañana con el rostro descompuesto.

—Parecéis abatido —observó Pazair.

—Una disputa. Mi mujer es insoportable; me casé con ella para que me preparara suculentos platos, y se niega a cocinar. La existencia está haciéndose imposible.

—¿Pensáis divorciaros?

—No, a causa de mi hija; quiero que sea bailarina. Mi mujer tiene otros proyectos que yo no acepto. Ni el uno ni el otro estamos dispuestos a ceder.

—Me temo que es una situación inextricable.

—También yo. ¿Fue bien vuestra investigación en casa de Qadash?

—Estoy dándole el último toque a mi informe: buey encontrado, jardinero absuelto e intendente condenado. A mi entender, el dentista también es responsable, pero no puedo probarlo.

—A ése no le toquéis; tiene contactos.

—¿Clientela acomodada?

—Ha cuidado las más ilustres bocas; las malas lenguas comentan que ha perdido el pulso y que es mejor evitarle si se desea conservar sanos los dientes.

Bravo
gruñó; su dueño le interrumpió con una caricia.

Cuando se comportaba así, manifestaba una mesurada hostilidad. A primera vista, no apreciaba demasiado al escribano.

Pazair puso su sello en el papiro donde había consignado sus conclusiones sobre el caso del buey robado. Iarrot admiró aquella escritura fina y regular; el juez trazaba los jeroglíficos sin la menor vacilación, dibujaba con firmeza su pensamiento.

—¿No habréis puesto en cuestión a Qadash?

—Claro que sí.

—Es peligroso.

—¿Qué teméis?

—No… lo sé.

—Sed más preciso, Iarrot.

—La justicia es tan compleja…

—No lo creo así: a un lado la verdad, al otro la mentira. Si cedemos a esta última, aunque sólo sea por el grosor de una uña, la justicia ya no reina.

—Habláis así porque sois joven; cuando tengáis más experiencia, vuestras opiniones serán menos tajantes.

—Espero que no. En la aldea, muchos me oponían este argumento; creo que no tiene valor.

—Pretendéis ignorar el peso de la jerarquía.

—¿Acaso está Qadash por encima de la ley?

Iarrot soltó un suspiro.

—Parecéis inteligente y valeroso, juez Pazair; no finjáis no entenderlo.

—Si la jerarquía es injusta, el país corre hacia su perdición.

—Os aplastará, como a los demás; limitaos a resolver los problemas que se os sometan y confiad a vuestros superiores los asuntos delicados. Vuestro predecesor era un hombre sensato que supo evitar los escollos. Os han ofrecido un buen ascenso; no lo estropeéis.

—Me han nombrado para este puesto gracias a mis métodos; ¿por qué iba a cambiarlos?

—Aprovechad vuestra oportunidad sin perturbar el orden establecido.

—No conozco más orden que el de la Regla.

Harto, el escribano se golpeó el pecho.

—¡Corréis hacia un precipicio! Yo os he avisado.

—Mañana llevaréis mi informe a la administración de la provincia.

—Como queráis.

—Hay un detalle que me intriga; no dudo de vuestro celo, pero, ¿sois vos acaso todo mi personal?

Iarrot pareció molesto.

—En cierto modo, sí.

—¿Qué significa eso?

—Bueno, hay un tal Kem…

—¿Su función?

—Policía. Tiene que practicar las detenciones que vos decretéis.

—¡Papel fundamental, a mi entender!

—Vuestro predecesor no hizo detener a nadie; si sospechaba de un criminal, se remitía a una jurisdicción mejor provista. Y como Kem se aburre en el despacho, patrulla.

—¿Tendré el privilegio de conocerle?

—Viene de vez en cuando. No le abordéis por las bravas, tiene un carácter detestable. Me da miedo. No contéis conmigo para dirigirle una observación desagradable.

«Restablecer el orden en mi propio despacho no será cosa fácil», pensó Pazair mientras advertía que pronto faltaría papiro.

—¿Dónde lo obtenéis?

—En casa de Bel-Tran, el mejor fabricante de Menfis. Sus precios son muy altos, pero el material es excelente y no se gasta. Os lo aconsejo.

—Aclaradme una duda, Iarrot; ¿es un consejo del todo desinteresado?

—¡Pero cómo osáis!

—Me equivocaba.

Pazair examinó las demandas recientes; ninguna tenía un carácter grave o urgente. Luego pasó a las listas de personal que debía controlar y a los nombramientos que debía aprobar; un trivial trabajo administrativo que sólo requería ponerle su sello.

Iarrot se había sentado sobre su pierna izquierda doblada, y mantenía la otra ante sí; con una paleta bajo el brazo y un cálamo
[15]
tras la oreja izquierda, limpiaba los pinceles mientras observaba a Pazair.

—¿Hace mucho que estáis trabajando?

—Desde el amanecer.

—Es muy pronto.

—Una costumbre aldeana.

—¿Una costumbre… cotidiana?

—Mi maestro me enseñó que un solo día de negligencia era una catástrofe. El corazón sólo puede aprender si el oído permanece atento y la razón es dócil; ¿y qué mejor, para lograrlo, que las buenas costumbres? De lo contrario, el mono que duerme en nosotros comienza a bailar, y la capilla se ve privada de su dios.

El tono del escribano se ensombreció.

—No es una existencia agradable.

—Somos servidores de la justicia.

—Por cierto, mis horarios de trabajo…

—Ocho horas diarias, seis días laborables y dos de descanso, y dos meses de vacaciones gracias a las distintas fiestas
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… ¿De acuerdo?

El escribano asintió. No hizo falta que el juez insistiera para que comprendiese que debería hacer ciertos esfuerzos por lo que a su puntualidad se refería.

Un breve expediente intrigó a Pazair. El guardián en jefe encargado de la vigilancia de la esfinge de Gizeh acababa de ser trasladado a los depósitos del puerto. Brutal revés en su carrera: el hombre debía haber cometido una falta grave. Pero ésta no se indicaba como solía hacerse. Y, sin embargo, el juez principal de la provincia había puesto su sello; ya sólo faltaba el de Pazair, porque el soldado vivía en su circunscripción. Una simple formalidad que hubiera debido realizar sin reflexión alguna.

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