El ladrón de cuerpos (62 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Amargado, enojado, vacío, no quise volver a ver nunca más los bonitos hoteles de South Beach.

SEGUNDA PARTE - UNA VEZ FUERA DE LA NATURALEZA
29

Dos noches después, regresé a Nueva Orleáns. Había estado paseando por los cayos de Ronda, recorriendo pintorescos pueblitos del sur, caminando horas y horas por las playas, incluso hundiendo mis pies desnudos en la arena blanca.

Por fin estaba de vuelta, y los inevitables vientos se habían llevado el tiempo frío. El aire volvía a ser casi balsámico —mi Nueva Orleáns—, el cielo se veía alto y reluciente por sobre las nubes que corrían veloces.

De inmediato fui a ver a mi inquilina y llamé a Mojo, que estaba durmiendo en el patio de atrás porque el departamento le resultaba muy caluroso. No dio muestras de alegría cuando me vio, pero me reconoció al oír mi voz. No bien pronuncié su nombre ya fue mío una vez más.

Vino a mí, levantó las manazas para apoyarlas en mis hombros y me lamió toda la cara. Restregué mi nariz contra él, lo besé, hundí mi cara en su pelo brilloso. Me impresionó en él lo mismo que le había visto aquella primera noche en Georgetown: su fuerza y su buen temperamento.

¿Existió alguna vez una bestia de aspecto tan aterrador y al mismo tiempo tan dulce y llena de afecto? La combinación me parecía maravillosa. Me arrodillé sobre las viejas baldosas, jugueteé con él poniéndolo patas arriba, hundí mi cabeza en la pelambre de su pecho.

Soltó todos esos gruñiditos que emiten los perros cuando lo quieren a uno. Y cuando uno les paga con la misma moneda.

Mi inquilina, la simpática viejita que había presenciado todo desde la puerta de la cocina, lloraba por tener que separarse de Mojo, de manera que en el acto hicimos un trato: ella lo iba a cuidar, y yo iba a entrar por el jardín a buscarlo cada vez que quisiera. Me pareció perfecto, porque no era justo pretender que durmiera conmigo en una cripta; además, yo no necesitaba semejante guardián, ¿verdad?, por atractiva que de vez en cuando me resultara la idea.

Me despedí de la mujer con un beso rápido y cariñoso, no fuera que sintiese la cercanía de un demonio, y me alejé en seguida con Mojo por las hermosas callecitas del barrio francés. Me reía para mis adentros por la forma en que los mortales miraban a Mojo y, aterrados, daban un rodeo para esquivarlo, cuando... ¿adivinen quién era de temer?

La parada siguiente fue en el edifico de la calle Royale donde Claudia, Louis y yo habíamos pasado juntos cincuenta espléndidos y luminosos años de existencia terrena en la primera mitad del viejo siglo, un sitio parcialmente en ruinas, como ya he dicho.

Tenía que encontrarme allí con un muchacho joven, que se había hecho fama convirtiendo lóbregas casas en mansiones palaciegas. Juntos subimos la escalera hasta el derruido departamento.

—Quiero que quede como estaba hace cien años —le expliqué. —Pero le advierto: que no haya nada norteamericano, inglés ni Victoriano. Todo debe ser exclusivamente francés. —Luego fuimos recorriendo pieza por pieza, y él iba anotando en una libreta —aunque casi no podía ver en la penumbra— qué empapelado quería ahí, qué tono de barniz en aquella puerta, qué clase de bergére podía poner en este rincón, qué estilo de alfombra, india o persa, debía adquirir para tal o cual piso.

Qué fiel era mi memoria.

A cada instante lo instaba a escribir todo lo que yo le iba señalando.

—Busque un jarrón griego; no, una reproducción no; debe ser así de alto y tener figuras de bailarines. —Ah, ¿no era la oda de Keats la que me había inspirado para adquirirlo, hace tanto tiempo? ¿Adonde había ido a parar el jarrón? —Esa chimenea de ahí no es la original. Busque un frente de mármol blanco, con tallado de volutas, arqueado sobre el hueco del hogar. Ah, y aquellas otras hay que repararlas para que funcionen a carbón.

"Pienso venirme a vivir no bien usted termine, así que apresúrese. Ah, y algo más: cualquier cosa que encuentre en el edificio, tapada por el yeso, deberá entregármela.

Qué placer estar bajo esos techos altos, y qué felicidad iba a ser cuando las derruidas molduras estuvieran restauradas. Qué libre y tranquilo me sentía. El pasado estaba ahí, pero al mismo tiempo no lo estaba. Ya no había fantasmas susurrando cosas, si es que alguna vez los hubo.

Lentamente describí las arañas que quería. Cuando no me salía el término que necesitaba, dibujaba con palabras ilustraciones de lo que estaba allí antes. Quería poner lámparas de aceite aquí y allá, aunque, desde luego, debería haber electricidad en abundancia. Disimularíamos los televisores dentro de hermosos muebles para no arruinar el efecto.

Allí habría un armario para mis videocintas y discos láser. Los teléfonos irían disimulados también.

— ¡Ah, y un aparato de fax! ¡Quiero tener una de esas maravillas!

Busque la manera de esconderlo. Podría usar ese cuarto como oficina, siempre que quede elegante. No debe quedar nada a la vista que no sea de bronce lustrado, lana fina, buena madera o encaje de seda. Quiero un mural en ese dormitorio. Venga que le muestro. ¿Ve el empapelado?

Ese es el mural mismo. Traiga a un fotógrafo para que registre hasta la última pulgada en la placa y después empiece la restauración. Trabaje a conciencia, pero rápido.

Por último, terminamos con el interior oscuro y húmedo y llegó el momento de hablar del jardín trasero con su fuente rota, y sobre cómo restaurar la cocina. Pedí que hubiera buganvillas y coronas de novia — cómo me gustaba esa planta—, y enormes hibiscos, sí, como los que acababa de ver en el Caribe, y campanillas tropicales, por supuesto.

Bananeros... póngame también bananeros. Oh, los viejos tapiales se están cayendo. Remiéndelos, apuntálelos. Y en el porche de arriba quiero helechos de todo tipo. Está volviendo a hacer calor, ¿no?, así que van a andar bien.

De nuevo arriba, cruzando el largo hueco marrón de la casa hasta el porche de adelante.

Abrí la puerta - ventana y salí. La madera del piso estaba podrida. La elegante baranda de hierro no estaba tan herrumbrada. El techo habría que rehacerlo, sin duda, pero pronto me podría sentar allí como hacía en los viejos tiempos, a mirar la gente que pasaba por la acera de enfrente.

Desde luego, mis fieles y celosos lectores me encontrarían ahí de vez en cuando. Los lectores de las memorias de Louis, si llegaran a encontrar el departamento donde habíamos vivido, con seguridad reconocerían la casa. No importa. Lo tomaron por cierto, lo cual es distinto de creer en ello.

¿Y qué era ese otro hombre joven, de tez pálida, que les sonreía desde un balcón alto con los brazos apoyados en la baranda? Yo no debería alimentarme jamás con esos tiernos inocentes aun cuando desnudaran su cuello y me pidieran: "¡Lestat, aquí!" (Esto sucedió, estimado lector, en la plaza Jackson, y más de una vez).

—Debe apresurar se —indiqué al joven, que seguía anotando, tomando medidas, murmurando para sus adentros acerca de telas y colores, y sobresaltándose a cada instante pues de pronto encontraba a Mojo a su lado, frente a él o a sus píes—. Lo quiero terminado antes del verano.

—Cuando nos despedimos, se hallaba en un estado de gran agitación.

Yo no me fui; me quedé solo, con Mojo, en el vetusto edificio.

La buhardilla. En los viejos tiempos, nunca subía allí. Pero cerca del porche trasero había una antigua escalera oculta que llevaba a la habitación donde en una oportunidad Claudia atravesó mi fina piel blanca con un puñal enorme. Subí, entonces, hasta las habitaciones que había bajo el techo en pendiente. Oh, tenía la altura necesaria como para que pudiera caminar por allí un hombre de un metro ochenta, y las mansardas dejaban entrar la luz de la calle.

Ahí instalaría mi cueva, pensé, dentro de un duro sarcófago con una tapa que ningún mortal podría levantar. No sería difícil construir una pequeña cámara bajo el gablete, e instalarle dos gruesas puertas de bronce que yo mismo diseñaría. Y cuando me levante, bajaré a la casa y la encontraré tal como estaba en aquellas décadas maravillosas, sólo

que viviré rodeado de todos los prodigios tecnológicos que me hagan falta. No se rescatará el pasado: será perfectamente eclipsado.

— ¿No es así, Claudia? —murmuré. Nadie me respondió. No se oyó el sonido de un clavicordio, ni el canario trinando en su jaula. Pero de nuevo iba a tener pájaros cantores, sí, y la casa se llenaría con la soberbia música de Haydn y Mozart.

¡Oh, mi querida, cuánto me gustaría que estuvieras aquí!

Y mi espíritu siniestro vuelve a alegrarse, porque no sabe sentirse de otro modo durante mucho tiempo, y porque el dolor es un mar oscuro y profundo en el que me ahogaría si no remara arduamente en mi pequeña embarcación, rumbo a un sol que nunca habrá de salir.

Ya era más de medianoche y oía a mi alrededor el tenue canturreo de la ciudad, con un coro de voces entremezcladas, el traqueteo suave de un tren distante, la palpitante sirena de algún barco por el río, el rugir del tránsito por la calle Esplanade.

Entré en la vieja sala y me quedé mirando los parches de luz que entraban por los vidrios de las puertas. Me tendí sobre la madera desnuda y Mojo se echó a mi lado. Y nos quedamos dormidos.

No soñé con ella. Entonces, ¿por qué me puse a llorar suavemente cuando llegó el momento de buscar la seguridad de mi cripta? ¿Y dónde estaba mi Louis, mi traicionero y tozudo Louis? Ah, qué sufrimiento. Y se volvería más intenso cuando pronto volviera a verlo, ¿no?

Sobresaltado, comprobé que Mojo estaba lamiéndome las lágrimas de sangre de las mejillas.

— ¡No, eso no debes hacerlo nunca! —dije, y con una mano le apreté la boca—. Nunca; esa sangre, esa sangre maligna, nunca. —Me afectó muchísimo. Y en el acto él me obedeció, se alejó apenas un tanto de mí, con su noble estilo pausado.

¡Qué diabólicos me parecieron sus ojos al contemplarme! ¡Qué decepción! Volví a besarlo debajo de los ojos, la parte más tierna de su cara peluda.

De nuevo pensé en Louis, y el dolor fue como si me hubieran asestado un potente golpe en el pecho.

Mis emociones eran tan amargas, tan fuera de mi control, que me asusté, a tal punto que no pude sentir otra cosa que ese dolor.

Mentalmente fui rememorando a los demás. Evoqué cada rostro como si fuera la bruja de Endor parada junto a la caldera, invocan do las imágenes de los muertos.

Observé juntos a Maharet y Mekare, los gemelos pelirrojos, que quizá ni se habrían enterado de mi dilema, tan remotos se hallaban en su gran sabiduría, tan envueltos en preocupaciones inevitables y eternas; evoqué a Eric, Mael y Khayman, que me interesaban poco y nada pese a que voluntariamente se habían negado a acudir en mi ayuda. Nunca los consideré compañeros. Luego vi a Gabrielle, mi querida madre, que sin duda no se enteró del peligro que había corrido y debía andar deambulando por algún lejano continente, cual diosa harapienta que, como siempre, sólo confraternizaba con lo inanimado. Yo no sabía si se seguía alimentando de humanos; me asaltó un leve recuerdo de ella

mientras describía el abrazo de no sé qué bestia siniestra de los bosques. ¿Se había vuelto loca mi madre, donde quiera que estuviere?

Me parecía que no. Que aún existía, de eso estaba seguro. Que nunca podría encontrarla, de eso no me cabía duda.

A continuación me representé la imagen de Pandora. Pandora, la amante de Marius, quizá había perecido tiempo atrás. Hecha por Marius en la época de los romanos, la última vez que la vi la encontré al borde de la desesperación. Años atrás ella se había marchado de nuestra última cueva sin avisar. Fue la primera en partir.

En cuanto a Santino, el italiano, de él no tenía noticias ni esperaba nada. Era joven. A lo mejor nunca le llegaron mis lamentos. Y si le hubieran llegado, ¿por qué habría de escucharlos?

Luego imaginé a Armand, mi viejo enemigo y amigo Armand. Mi viejo adversario y compañero Armand, el niño angelical que había creado Isla Nocturna, nuestro último reducto.

¿Dónde estaba ahora? ¿Me había dejado ex profeso librado a mis propios recursos? ¿Y por qué no?

Permítaseme regresar a Marius, el gran maestro de antaño, que hace tantos siglos había creado a Armand con amor y ternura; Marius, el verdadero hijo de los dos milenios, que me hizo bajar hasta las profundidades de nuestra historia sin sentido y me ordenó adorar el mausoleo de Los que Deben Ser Conservados.

Los que Deben Ser Conservados. Muertos, idos ya como Claudia. Porque los reyes y reinas que hay entre nosotros pueden perecer al igual que nuestros tiernos vastagos.

Sin embargo, yo sigo adelante. Estoy aquí. Soy fuerte.

¡Y Marius, lo mismo que Louis, había sabido de mi sufrimiento! Se enteró, pero se negó a ayudarme.

Mi indignación se volvió más fuerte, más peligrosa. ¿Estaba Louis por ahí cerca, en esas mismas calles? Apreté los puños para contener la furia, luchando contra su forzosa expresión.

Marius, me diste la espalda, lo cual en realidad no me sorprendió.

Siempre fuiste el maestro, el progenitor, el sumo sacerdote. No te desprecio por ello. ¡Pero Louis! ¡Yo no podría negarte nada nunca, y tú me rechazas!

Sabía que no podía quedarme ahí. No confiaba en mí mismo si llegaba a verlo. Todavía no.

Una hora antes del amanecer, llevé de regreso a Mojo a su jardincito, me despedí de él con un beso y partí de prisa hacia los alrededores de la ciudad vieja. Cuando por fin llegué a la zona de los pantanos, elevé los brazos al cielo y ascendí, dejé atrás las nubes, seguí subiendo y subiendo hasta que, mecido por la canción del viento, comencé a revolearme con las corrientes más tenues; la alegría de poder contar con mis dones me embargaba el corazón.

30

Debo haber pasado una semana entera recorriendo el mundo. Primero fui a la nevosa Georgetown y busqué a esa mucha cha joven, frágil y patética a quien, en mi experiencia de humano, había violado imperdonablemente. Como pájaro exótico me miró, haciendo un esfuerzo por ver bien en la olorosa penumbra del pequeño restaurante de mortales, y no quiso reconocer que había vivido ese episodio con "mi amigo francés"; luego la desconcerté cuando puse en su mano un antiquísimo rosario de brillantes y esmeraldas. "Véndelo, si quieres, chérie", le dije. "El me pidió que te lo entregara para que lo emplees como quieras. Pero dime una cosa: ¿concebiste un hijo?".

Sacudió la cabeza al tiempo que murmuraba un "no". Me dieron ganas de besarla pues volvía a verla hermosa, pero no me atreví, no sólo porque la habría asustado, sino porque el deseo de matarla era demasiado intenso. Cierto instinto feroz puramente masculino me hacía desearla tan sólo porque antes la había deseado de otra manera.

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