El ladrón de cuerpos (61 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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— ¡No! —Me tocó la mano. —No llames. Es preferible ir. Tendríamos que... ver... con nuestros propios ojos. Yo tengo que verlo. Tengo... cierto presentimiento.

—Yo también. —Pero era algo más que un presentimiento. Después de todo, yo había visto a ese viejo de pelo gris acerado sacudirse con silenciosas convulsiones sobre la cama manchada de sangre.

28

Se trataba de un inmenso hospital adonde se derivaban todos los casos de emergencia, e incluso a esa hora de la noche había un gran movimiento de ambulancias en las diversas entradas, mientras médicos de chaquetilla blanca trabajaban afanosamente con víctimas del tránsito callejero, de infartos, de sangrientas cuchilladas o del consabido revólver. Pero a David Talbot lo habían llevado lejos de las luces refulgentes y del ruido implacable, al silencioso ámbito de un piso superior que se llamaba, sencillamente, Unidad de Cuidados Intensivos.

—Espérame aquí —le ordené a David, al tiempo que le señalaba una aséptica salita, con lúgubre mobiliario moderno y un puñado de revistas muy gastadas—. No te muevas de aquí.

Reinaba un silencio total en el ancho pasillo. Me encaminé hacia las puertas del fondo.

Apenas un segundo más tarde regresé. David tenía la mirada perdida, sus largas piernas cruzadas por adelante, los brazos una vez más plegados sobre el pecho.

Me miró como si despertara de un sueño.

Yo empecé de nuevo a temblar, y la serena quietud de su rostro sólo empeoró mi miedo y mi terrible remordimiento.

—David Talbot —susurré, luchando por usar palabras sencillas— murió hace media hora.

No demostró reacción alguna, como si yo no hubiese abierto la boca. Lo único que se me ocurrió pensar fue: ¡la decisión la tomé por ti! Hice entrar al Ladrón de Cuerpos en tu mundo aunque me advertiste de los peligros.

¡Y fui yo el que ultimó al otro cuerpo! Sólo Dios sabe lo que vas a pensar cuando tomes conciencia de lo ocurrido. Todavía no te das cuenta.

Lentamente se puso de pie.

—Claro que me doy cuenta —afirmó con voz pausada. Se acercó y me apoyó las manos en los hombros; su manera de actuar era tan parecida a la del antiguo Talbot, que me daba la impresión de estar mirando a dos seres conjugios en uno solo. —Piensa en Fausto, mi estimado amigo.

Pero tú no fuiste Mefistófeles, sino sólo Lestat, que reaccionó con furia.

¡Además, ya está hecho!

Se alejó unos pasos, volvió a quedar con la mirada ausente, y en el acto su rostro perdió todo rastro de congoja. Estaba absorto en sus pensamientos, aislado de mí, que seguía todo tembloroso procurando tranquilizarme, tratando de creer que eso era lo que él quería.

Después analicé una vez más la cuestión desde la perspectiva suya.

¿Cómo podía David no querer eso? También llegué a otra conclusión: que había perdido a mi amigo para siempre. Ya nunca más aceptaría estar conmigo. Cualquier asomo de posibilidad había desaparecido, ante ese milagro. No podía ser de otra manera. La idea fue penetrándome callada, profundamente. Volví a pensar en Gretchen, en la expresión de su rostro.

Y durante un instante fugaz estuve de nuevo en la habitación con el falso David, que me miraba con sus bellos ojos marrones y me pedía el Don Misterioso.

Un leve sufrimiento me recorrió; luego, lo que empezó como un débil resplandor se convirtió en algo más intenso y luminoso, como si un fuego atroz consumiera mi cuerpo.

No dije nada. Paseé la mirada por las desagradables luces fluorescentes empotradas en el techo de azulejos, por los muebles insulsos, manchados y con hilachas sueltas, por una revista ajada que en su tapa mostraba a un niño sonriente. Lo miré a él. Poco a poco el dolor fue cediendo y se transformó en una molestia sorda. Aguardé. En ese momento no habría podido pronunciar ni una palabra, por ningún motivo.

Al rato de estar cavilando, él dio la impresión de despertar de un hechizo. La gracia felina de sus movimientos volvió a embelesarme como desde el primer momento. Afirmó con voz apagada que debía ver el cadáver, porque eso sin duda se podía hacer.

Le contesté que sí con la cabeza.

Luego metió la mano en el bolsillo y sacó un pasaporte británico —el fraguado, que seguramente había conseguido en Barbados— y se puso a mirarlo como tratando de descifrar un misterio importante. Acto seguido me lo entregó, aunque no me imaginaba para qué. Vi ese rostro apuesto y juvenil, que exhibía todos los atributos de la inteligencia. ¿Por qué me mostraba la foto? Pero en el mismo acto de mirarla vi, bajo la cara nueva, el viejo nombre.

David Talbot.

Había usado su nombre verdadero en el documento falso, como si...

—Sí —explicó—, como si supiera que jamás voy a volver a ser el David

Talbot de antes.

Los restos del señor Talbot aún no habían sido llevados a la morgue porque un íntimo amigo suyo de Nueva Orleáns, de nombre Aaron Lightner, estaba por llegar de un momento a otro en su avión particular.

El cuerpo yacía en un cuartito inmaculado. Era un anciano de espesa cabellera gris y parecía dormido, con la cabeza apoyada sobre una almohada y los brazos a los costados. Ya tenía las mejillas un tanto hundidas, lo cual le alargaba la cara; bajo la luz amarilla de la lámpara, la nariz parecía un poco más afilada de lo que era, y además dura, como hecha no de cartílago sino de hueso.

Le habían sacado el traje de hilo; luego lo lavaron y vistieron con una sencilla túnica de algodón. Sobre él extendieron la sobre cama, pero dieron vuelta el borde de la sábana celeste por encima de la manta blanca y estiraron todo muy bien sobre el pecho. Los párpados parecían demasiado amoldados a los ojos, como si la piel ya se estuviera aflojando, e incluso consumiendo. Para los agudos sentidos de un vampiro, ya se percibía la fragancia de la muerte.

Pero eso David no lo iba a saber, como tampoco percibiría ese aroma.

Estaba parado junto a la cama contemplando el cadáver, su propio rostro inerte, con la piel amarillenta y la barba crecida, que le daba un aspecto desprolijo. Con mano insegura tocó su propio pelo canoso, acarició un instante sus ondas. Luego la retiró y se quedó sosegado, mirando simplemente, como si estuviera presentando sus respetos en un sepelio.

—Está muerto —murmuró—. Muerto de verdad. —Lanzó un profundo suspiro y sus ojos recorrieron el techo del cuartito, las paredes, la ventana con sus cortinas cerradas, el aburrido linóleo del piso. —No percibo que haya vida en él ni cerca de él —agregó con el mismo tono apagado.

—No, nada —concordé—. Ya empezó el proceso de descomposición.

— ¡Pensé que él iba a estar aquí! —agregó—. Supuse que lo iba a sentir cerca de mí, luchando por volver a meterse adentro.

—A lo mejor está aquí y no puede hacerlo. Qué espeluznante, hasta para él.

—No, aquí no hay nadie —insistió. Luego siguió mirando su antiguo cuerpo como si no pudiera quitarle los ojos de encima.

Pasaban los minutos. Vi algo de tensión en su rostro, su piel tensa que reflejaba alguna emoción y luego volvía a distender se. ¿Ya se había resignado? Estaba cerrado a mí como nunca, y en ese nuevo cuerpo parecía más desorientado, aunque su espíritu se transparentara con tan fina luz.

Una vez más suspiró, retrocedió un paso y juntos abandonamos la habitación.

En el hall pintado de beige nos detuvimos bajo las luces fluorescentes.

Del otro lado del ventanal, protegido con su tela metálica, Miami resplandecía y titilaba; un rumor ahogado llegaba desde la autopista cercana, y la catarata de faros encendidos pasaba rozan do a peligrosa distancia hasta donde la ruta giraba y volvía a elevar se sobre sus largas patas de hormigón.

—Como comprenderás, perdiste Talbot Manor —le dije—, porque pertenecía al hombre que murió.

—Sí, ya lo pensé —me respondió, desanimado—. Soy de la clase de ingleses que le da importancia a esas cosas. ¡Pensar que irá a parar a manos de un primo, y éste lo único que va a hacer será ponerla en venta cuanto antes!

—La compro yo y te la vuelvo a dar.

—Tal vez lo haga la orden: en mi testamento los nombro herederos de casi todos mis bienes.

—No estés tan seguro. ¡Puede ser que ni la Talamasca esté preparada para esto! Además, los humanos suelen transformar se en fieras cuando hay dinero de por medio. Llama a mi agente de París. Yo le voy a dejar instrucciones para que te dé absolutamente todo lo que desees. Me voy a encargar de que se te restituya hasta las última libra de tu fortuna, y por cierto la casa. Todo lo que yo pueda dar, es tuyo.

Lo noté algo asombrado, y profundamente conmovido.

No pude menos que preguntarme si yo había llegado a moverme con tanta soltura dentro de ese cuerpo alto y flexible. Mis movimientos por cierto habían sido impulsivos y hasta un tanto violentos. En realidad, había tomado con bastante indiferencia todo ese vigor físico. El, por el contrario, daba la impresión de haber adquirido un gran conocimiento de

cada hueso y tendón.

Mentalmente recreé la imagen del viejo David que caminaba a paso vivo por las calles adoquinadas de Amsterdam, esquivando las bicicletas. Ya en aquel entonces tenía el mismo garbo.

—Lestat, ya no eres responsable por mí. Esto no sucedió porque tú lo causaras.

Qué hondo pesar sentí en ese instante. Pero había palabras que debían ser pronunciadas.

—David —comencé, tratando de no demostrar mi amargura, —yo no habría podido vencerlo si no hubiese sido por ti. En Nueva Orleáns te dije que sería tu esclavo para siempre con tal de que me ayudaras a recuperar mi cuerpo, cosa que hiciste. —Me temblaba la voz. Pero, ¿por qué no decirlo todo? ¿Para qué prolongar el sufrimiento?. —Sé que te he perdido para siempre, David. Sé que ahora ya nunca vas a aceptar el Don Misterioso.

— ¿Por qué dices que me has perdido, Lestat? —preguntó, con ansiedad en la voz—. ¿Por qué tengo que morir para amarte? —Apretó los labios intentando detener un estallido de afecto. — ¿Por qué ese precio, sobre todo ahora que estoy vivo como no lo estaba antes? ¡Dios mío, supongo que comprendes la magnitud de lo que ocurrió! He renacido.

Apoyó la mano en mi hombro; sus dedos intentaron apretar ese cuerpo extraño que apenas si sintió el roce, o más bien lo sintió de una manera muy distinta, que él nunca iba a conocer.

—Te quiero, amigo mío—musitó con ardor—. Por favor, no me dejes ahora. Esta experiencia nos ha acercado tanto...

—No, David. Estos últimos días nos sentíamos cerca porque los dos éramos mortales. Veíamos el mismo sol y el mismo atardecer, sentíamos la misma atracción de la tierra bajo nuestros pies. Bebíamos juntos y compartíamos el pan. Pudimos haber hecho el amor si lo hubieras permitido, pero ahora todo cambió. Tú tienes tu juventud, sí, y- toda la maravilla embriagadora que acompaña al milagro, pero cuando te miro, sigo viendo a la muerte, David. Veo a alguien que camina bajo el sol y la muerte que le pisa los talones. Sé que no puedo ser tu compañero, ni tú el mío. Me produce demasiado dolor.

Agachó la cabeza en silencio, luchando valientemente por dominarse.

—No me dejes aún —pidió—. ¿Quién otro en este mundo puede entender?

De pronto quise suplicarle. Piensa, David: obtener la inmortalidad dentro de ese hermoso cuerpo joven. Quise mencionarle todos los lugares adonde podíamos ir juntos, como inmortales, y los prodigios que podíamos ver.

Quise describirle el templo misterioso que había descubierto en las entrañas del bosque tropical, contarle lo que me había parecido recorrer la jungla, intrépido, tener una visión capaz de penetrar hasta en los rincones más recónditos... Oh, estuve a punto de soltar todo ese torrente de palabras, y no hice esfuerzos por disimular ni mis pensamientos ni sentimientos. Sí, claro, has vuelto a ser joven y ahora puedes serlo para siempre. Es el mejor vehículo que nadie pudiera haber ideado para tu viaje a las tinieblas; ¡como si todo esto lo hubieran hecho los espíritus misteriosos para preparar te! Tienes en tus manos belleza y sabiduría. Nuestros dioses realizaron el hechizo. Ven, ven conmigo ahora.

Pero no articulé palabra; no le imploré. De pie allí en el pasillo, me permití aspirar el olor a sangre que emanaba de él, ese aroma que despiden todos los mortales pero que en cada uno es distinto. Cuánto me hizo sufrir reparar en esa nueva vitalidad, ese calor más intenso, y el latir de su corazón, ahora más lento, más seguro, que me llegaba como si el cuerpo me estuviera hablando de una manera en que no podía hablarle a él.

En aquel bar de Nueva Orleáns, yo había aspirado la misma fragancia de vida que ahora despedía este físico, pero no había sido lo mismo. No, en absoluto.

No me costó nada cerrarme a todo eso, y así lo hice. Me recluí en la callada soledad del hombre común. Rehuí su mirada. No quería oír más palabras imperfectas y de disculpa.

—Te veré pronto —dije—. Sé que me vas a necesitar. Precisarás a tu único testigo cuando el horror y el misterio ya sean demasiado. Y yo vendré, pero dame tiempo. Y recuerda: llama a mi agente de París. No confíes en la Talamasca. Supongo que no pensarás dejarles también esta vida, ¿verdad?

Cuando giré para marcharme, oí el ruido lejano de las puertas del ascensor. Había llegado su amigo, un hombrecito menudo, canoso, vestido de traje y chaleco, tal como solía hacerlo David. Qué preocupado se lo veía cuando caminaba hacia nosotros con paso ágil; luego sus ojos se posaron en mí, y disminuyó el ritmo.

Me alejé de prisa, sin dar importancia al hecho de que el hombre me reconoció, supo qué y quién era yo. Tanto mejor, pensé, porque entonces le va a creer a David cuando éste comience su singular relato.

La noche me aguardaba, como siempre. Y mi sed no podía esperar más.

Me detuve un instante sintiendo esa sed, ansiando rugir como bestia hambrienta. Sí, otra vez sangre cuando no hay otra cosa, cuando el mundo en toda su belleza parece vacío e insensible, cuando me siento completamente perdido. Quiero a mi vieja amiga la muerte, y la sangre que con ella fluye. Aquí está Lestat, el vampiro, padeciendo sed, y esta noche entre todas las noches, no se le negará.

Sin embargo, cuando enfilaba hacia las sucias callecitas latera les en busca de las víctimas crueles que tanto me gustaban, comprendí que había perdido mi bella ciudad de Miami. Al menos por un tiempito.

Seguí viendo con el ojo de la mente el cuarto del Park Central con sus ventanas abiertas al mar, y al falso David pidiéndome el Don Misterioso. Y a Gretchen. Alguna vez pensaría que en esos momentos no recordaba a Gretchen; recordaría que le conté la historia de Gretchen al hombre que yo suponía era David antes de que ambos subiéramos a ese cuarto, sintiendo que el corazón me daba un vuelco, pensando: ¡Por fin! ¡Por fin!

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