Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Ahora bien, si fuera Louis el que pasaba por eso... si tú fueras el vampiro presumido de siempre y estuvieras sentado frente a él, observándolo, lo criticarías por todo lo que estuvo haciendo y pensando, lo condenarías por su timidez, por estar desaprovechando la experiencia, por no percibir las cosas.
Levanté una vez más el tenedor. Mastiqué otro bocado y lo tragué. Bueno, ahí noté algo de gusto. No era, eso sí, el sabor punzante y delicioso de la sangre, sino algo mucho más suave, más granulado, más gomoso. Bueno, Otro bocado más. Esto te puede llegar a gustar.
También puede ser que la comida no sea muy buena. Otro bocado.
—Eh, no te apures tanto —me dijo la mujer hermosa. Estaba apoyándose contra mí, pero no pude sentir su sabrosa dulzura a través del sobretodo.
Me volví, la miré de nuevo a los ojos y me maravillé de sus pestañas largas y curvas, de lo tierna que parecía su boca cuando sonreía. —Te vas a atragantar.
—Sí; tengo mucha hambre —le expliqué—. No lo vayas a tomar como ingratitud pero, ¿no tendrías algo que no fuera un mazacote coagulado como esto? Algo con más consistencia, como carne, por ejemplo...
Se rió.
—Eres un hombre muy extraño. ¿De dónde vienes?
—De Francia, zona de campo.
—Bueno, te traeré otra cosa.
No bien se hubo marchado bebí otro vaso de vino. Decididamente me estaba mareando, pero también sentía una tibieza interior que no me desagradaba. De repente me dieron ganas de reír y me di Cuenta de que estaba por lo menos algo ebrio, al fin.
‘Decidí observar a los Otros seres humanos que había en el Salón. Qué raro eso de no poder percibir sus aromas ni oírles los pensamientos Ni siquiera oía bien sus voces, sino apenas ruidos mezclados. Y muy extraño sentir frío y calor al mismo tiempo, la cabeza afectada por el aire excesivamente caldeado y los pies helados por la corriente de aire cercana al piso.
La joven puse ante mí un plato de carne (ternera, la llamé). Tomé un trocito, lo cual pareció impresionarla —tendría que haber usado cuchillo y tenedor—, lo mordí y me resultó bastante insípido, como los fideos.
Pero reconozco que era mejor, y mastiqué con gusto.
—Gracias, has sido muy amable conmigo. Eres un encanto, y te pido que me perdones por la forma en que te hablé hace un rato. De verdad lo digo.
Me dejó unos instantes para ir a cobrarle a una pareja que se retiraba y yo seguí con mi comida, mi primera comida de arena, goma, pedacitos de cuero y sal. Me reí para mis adentros. Más vino, pensé; es como no beber nada, pero algo de efecto me produce.
Después de llevarse el plato me trajo otra jarra de vino. Y yo seguí ahí, con las medias y los zapatos húmedos, fríos, incómodo en la banqueta de madera, esforzándome por ver en la penumbra, cada vez más borracho, hasta que por fin ella estuvo lista para partir.
En ese momento no me sentía más cómodo que cuando empezó todo. Y apenas me levanté me percaté de que casi no podía caminar. No tenía sensibilidad en las piernas, a tal punto que miré hacia abajo para cerciorarme de que estaban en su lugar.
A la mujer bonita le pareció muy divertido; a mí no tanto. Me ayudó a andar por la acera nevada, se dirigía a Mojo llamándolo “Perro” con gran respeto, y me aseguró que vivía a “unos pasitos” de ahí. Lo único bueno era que el frío ya no me molestaba tanto.
Me costaba mantener el equilibrio. Las piernas me resultaban de plomo.
Hasta los objetos más iluminados me parecían fuera de foco. Me dolía la
cabeza. Estaba seguro de que me iba a caer. Es más, el miedo a caerme se estaba convirtiendo en pánico.
Pero felizmente llegamos a su puerta y subimos una escalera alfombrada, esfuerzo que me agotó tanto que me dejó con el corazón agitado y la cara bañada en transpiración. ¡No veía casi nada! Era una locura. La oí poner la llave en la cerradura.
Me agredió otro hedor insoportable. El tétrico departamentito parecía una madriguera de cartón y madera terciada, con sus paredes cubiertas de afiches anodinos. Pero, ¿a qué se debía el olor? De repente comprendí que provenía de los gatos, a los que les permitía hacer sus necesidades en una caja de tierra, ya llena de excrementos, que había en el piso de un bañito, y pensé que se acababa todo, ¡que me iba a morir! Permanecí inmóvil, haciendo esfuerzos por no vomitar. Sentí de nuevo un dolor sordo en el estómago, pero esta vez no era hambre, y me daba la impresión de que el cinturón me apretaba enormemente.
Cuando el malestar se intensificó, me di cuenta de que debla abocarme a una tarea similar a la que ya habían efectuado los gatos. Tenía que hacerlo en ese instante o pasar vergüenza. Y había que entrar en ese mismo recinto. El corazón se me subió a la garganta.
—Qué te pasa? ¿Te sientes mal?
—j,Puedo usar ese cuarto? —pregunté, señalando la puerta abierta.
—Por supuesto. Entra nomás.
Pasaron diez minutos, tal vez más, hasta que salí. Sentía tal desagrado por el simple proceso de la evacuación —el olor, la sensación de hacerlo, el espectáculo— que no podía hablar. Pero ya había terminado. Sólo me quedaba la borrachera, la desdorosa experiencia de querer apagar la luz y errarle al interruptor, de querer tomar el picaporte y que mi mano —esa manaza inmensa— no lo hallara.
Encontré el dormitorio, muy caliente, abundante en muebles modernos de laminado ordinario, sin un estilo en particular.
La muchacha estaba toda desnuda, sentada en el costado de la cama.
Traté de verla con claridad pese a que una lámpara próxima distorsionaba la luz. Pero su rostro era una mezcla de sombras feas, y su piel parecía amarillenta. La rodeaba el olor rancio de la cama.
La única conclusión que pude sacar fue que era tremendamente delgada, como es habitual en las mujeres de esta época; las costillas se le traslucían en la piel blancuzca, sus pechos eran insólitamente pequeños, con pezones diminutos, y las caderas no existían. Parecía un espectro. Y sin embargo, ahí estaba sonriendo, como si eso fuera normal, con su hermoso pelo ondulado que le caía por la espalda, ocultando la tenue sombra de su pubis bajo una mano fláccida.
Bueno, era obvio cuál iba a ser la maravillosa experiencia humana que estaba a punto de ocurrir. Pero no sentía nada por esa ° mujer, nada. Le sonreí y comencé a desvestirme. Apenas me quité el sobretodo sentí frío. ¿Es que ella no lo sentía? Luego me saqué . el suéter, y en el acto me horrorizó el olor de mi propia transpiración. Santo Dios, ¿así era todo, antes? Y tan limpio que me había parecido ese cuerpo.
Ella no dio muestras de notarlo y mentalmente se lo agradecí. Me saqué la camisa, los zapatos, las medias y el calzoncillo. Seguía teniendo los pies fríos. De hecho, tenía frío y estaba desnudo, muy . desnudo y no sabía si me gustaba. De pronto me vi en el espejo de la Cómoda y advertí que el miembro, por supuesto, estaba dormido. Ella tampoco pareció sorprenderse.
—Ven aquí —me invitó—. Siéntate.
La obedecí temblando de arriba abajo. Después tosí. Al principio fue un espasmo que me tomó por sorpresa. Luego fue un ataque de toses incontrolables, y al final tan violentas que me dejaron un gran dolor en las costillas.
—Perdón.
—Me encanta tu acento francés —murmuró, al tiempo que me acariciaba el pelo y me pasaba las uñas por la mejilla.
Esa sensación sí que fue agradable. Incliné la cabeza y la besé en la garganta, y eso también fue lindo. No tan emocionante como aferrar a una víctima, pero lindo igual. Traté de recordar lo que sentía hace doscientos años, cuando era el terror de las chicas del pueblo. ¡Siempre se presentaba algún granjero a las puertas del castillo, me echaba maldiciones y me amenazaba con el puño en alto, asegurándome que si su hija quedaba embarazada tendría que hacerme responsable! En ese momento todo me parecía divertidísimo. Y las chicas, ay, qué encantadoras.
—Te pasa algo?
—No, nada. —La besé nuevamente en el cuello. También le sentí olor a transpiración, y no me gustó. Pero, ¿por qué? Esos olores no eran tan penetrantes como me resultaban antes, en mi antiguo cuerpo. Pero tenían que ver con algo de ese nuevo cuerpo: ésa era la parte desagradable. No podía protegerme de ellos y parecían ser capaces de invadirme y contaminarme. Por ejemplo, el sudor de su cuello ahora lo sentía en mis labios. Me di cuenta de lo que era, le sentí el gusto y me dieron ganas de alejarme de ella.
Oh, pero era una locura. Esa mujer era un ser humano, lo mismo que yo.
Gracias a Dios todo terminaría el viernes. ¡Pero qué derecho tenía yo de agradecer a Dios!
Los bultitos tibios de sus pezones rozaron mi pecho, y la carne que había tras ellos me pareció esponjosa, tierna. Le pasé un brazo para rodear su espalda menuda.
—Estás caliente. Creo que tienes fiebre —me dijo al oído, y me besó en el cuello de la misma manera como lo había hecho yo.
—No, estoy bien —aseguré, aunque no tenía ni idea de si era cierto o no.
¡Qué difícil labor!
De repente, su mano tocó mi miembro, desatando una inmediata estimulación. El miembro se alargó y endureció. La sensación, si bien localizada, me excitó. Cuando volví a mirar sus pechos, y el triangulito de pelo entre sus piernas, el miembro se volvió más duro aún. Sí, recuerdo muy bien todo eso. Mis ojos tienen relación con ello, y ahora ninguna otra
cosa importa. Hmmm. Lo que debes hacer es tenderla sobre la cama.
—Epa! —murmuró—. ¡Qué pedazo de artefacto!
—Te parece? —Bajé la mirada. Esa cosa monstruosa estaba al doble de su tamaño. Me pareció groseramente desproporcionada con respecto a todo lo demás. —Sí, tienes razón. Tendría que haberme imaginado que James lo iba a constatar primero.
—Quién es James?
—No, nada—farfullé. Tomé su rostro para volverlo hacia mí y besé sus labios finos, húmedos. Ella abrió la boca buscando mi lengua. Eso me agradó, pese al mal gusto que le sentí. No me importó. Luego se me cruzó por la mente la idea de la sangre, de beber su sangre.
¿Dónde estaba esa sensación intensa que experimentaba al acercarme a la víctima, el momento antes de clavarle los dientes en la piel, de sentir fluir la sangre en mi lengua?
No, no iba a ser tan fácil, ni tan ardiente. Será más bien una sensación entre las piernas y más parecida a un estremecimiento; pero qué estremecimiento, tengo que reconocerlo.
El sólo hecho de pensar en sangre aumentó mi pasión y la empujé bruscamente al lecho. Quería acabar; nada me importaba más que acabar.
—Espera un momento —me pidió.
—Esperar qué? —Me subí sobre ella, la besé de nuevo, hundí más la lengua en su boca. Nada de sangre. Ah, qué blanca. No hay sangre. Mi miembro se introdujo entre sus muslos calientes, y en ese momento casi me sale el chorro. Pero todavía faltaba.
—Dije que esperaras! —gritó, con las mejillas coloradas—. Tienes que poner te un preservativo.
—Qué diablos dices? —murmuré. Entendía el significado de las palabras pero no les encontraba sentido Estiré la mano hacia abajo y palpé la abertura húmeda, jugosa, que me pareció deliciosa - mente pequeña.
Me gritó que la soltara y me empujó con ambas manos. Estaba enrojecida, hermosa por la indignación, y cuando me quiso apartar con la rodilla, me dejé caer sobre ella. La penetré con el miembro y Sentí esa carne tierna, caliente y estrecha que me envolvía, que me dejaba sin aliento.
—No! ¡Basta! ¡Te dije que no! —vociferaba.
Pero no podía parar. Cómo diablos se le ocurría pensar que era momento para hablar de esas cosas, me dije medio enloquecido hasta que, en un momento de espasmódico entusiasmo, acabé. ¡Brotó rugiente Semen del miembro!
Un momento antes, había sido la eternidad, y al siguiente ya : había terminado todo, como si no hubiera empezado nunca. Quedé tendido encima de ella, exhausto, por supuesto empapado en sudor, levemente disgustado por lo pegajoso que había sido todo y por sus alaridos de terror.
Por último me di vuelta y quedé boca arriba. Me dolía la cabeza y todos los aromas espantosos de la habitación se intensificaron: un olor a sucio proveniente de la cama misma, con su colchón hundido, apelotonado; el olor fétido de los gatos.
Ella saltó de la cama. Parecía haberse vuelto loca. Temblorosa, gimoteando, manoteó una manta de un sillón para taparse y comenzó a gritarme que me fuera, que me fuera, que me fuera.
—Pero, ¿qué es lo que te pasa? —quise saber.
Me lanzó una andanada de maldiciones modernas.
—Estúpido, hijo de puta, idiota, sinvergüenza! —Cosas por el estilo. Dijo que podía haberle contagiado alguna enfermedad, y hasta mencionó varias. También podía haberla dejado embarazada, o sea que era un imbécil, un delincuente, y debía marcharme en ese mismo momento de ahí. Mejor que me fuera, dijo, porque si no, llamaba a la policía.
Sentí una oleada de somnolencia. Traté de ver bien a la muchacha pese a la oscuridad. Luego me acometieron unas nauseas más fuertes que antes.
Procuré dominarlas y sólo mediante un enérgico acto de voluntad conseguí no vomitar.
Por último, me incorporé y me puse de pie. La miré mientras ella se dedicaba a gritarme, a llorar, y de pronto comprendí que estaba sufriendo mucho, que realmente le había hecho doler y de hecho tenía un feo magullón en la cara.
Muy lentamente capté lo que había pasado. Ella pretendía que me pusiera un profiláctico y yo la tomé por la fuerza, por lo cual no disfrutó nada: sólo tuvo miedo. Recordé su imagen en el momento de mi clímax, recordé cómo se resistía, y llegué a la conclusión de que para ella era inconcebible que yo hubiera disfrutado la lucha, su indignación y sus protestas, que me hubiera complacido dominarla. Pero de alguna manera común y mezquina, creo que gocé.
Todo el asunto me resultó deprimente, me llenó de desesperanza. ¡El placer mismo no había sido nada! Esto no lo soporto ni un minuto más, pensé. Si hubiera podido llamar a James le habría ofrecido otra fortuna sólo para que regresara de inmediato. Llamar a James... Me había olvidado por completo de buscar un teléfono.
—Escúchame, machre —dije—, lo siento muchísimo. Todo salió mal, lo sé. Perdóname.
Hizo ademán de darme un sopapo, pero le sujeté la muñeca fácilmente y la obligué a bajar la mano, lastimándola un poco.
—Ya mismo te marchas o llamo a la policía.
—Te comprendo. Fue una torpeza de mi parte. Estuve muy mal Mucho peor que mal! —me espetó, con voz áspera.
Y esa vez sí me dio la bofetada. No tuve suficiente rapidez y quedé azorado por la fuerza del impacto, por la forma en que me ardió. Me pasé la mano por el lugar golpeado de la cara. Qué dolor molesto, injuriante.