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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (23 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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El cerebro del comisario estaba funcionando a toda marcha, echaba humo en busca de alguna posible solución. Entrevió una y se lanzó de cabeza.

—¿Y si, a partir de este momento, yo dejara de practicar detenciones?

—No le entiendo.

—Quiero decir que si empiezo a fingir que no resuelvo los casos, que no investigo como es debido y me dejo escapar...

—... bobadas, está diciendo estupideces. No lo entiendo, pero, cada vez que le hablo de ascensos, usted se echa hacia atrás y empieza a razonar como un niño.

Dedicó una hora más a pasear por la casa, colocando los libros en su sitio, quitando el polvo de los cristales que cubrían los cinco grabados que poseía, cosa que Adelina no hacía jamás. No encendió el televisor. Consultó el reloj, ya eran casi las diez de la noche. Subió al coche y se dirigió a Montelusa. En los tres cines daban «Le affinita elettive» de los hermanos Taviani, «Io bailo da sola» de Bertolucci e «In viaggio con Pippo». No lo dudó ni un instante, eligió los dibujos animados. La sala estaba vacía. Regresó al vestíbulo, donde estaba el que le había arrancado el resguardo de la entrada.

—¡Pero si no hay nadie!

—Está usted. ¿Qué quiere, compañía? Es tarde, a esta hora los niños ya se han ido a dormir. Usted es el único que permanece en vela.

Se lo pasó tan bien que, en determinado momento, se sorprendió riendo solo en la sala vacía.

Llega un momento, pensó, en que te das cuenta de que tu vida ha cambiado. Pero ¿cuándo ha ocurrido?, te preguntas. Y no encuentras la respuesta, varios hechos imperceptibles se han ido acumulando hasta determinar un cambio radical. O, a lo mejor, unos hechos muy visibles cuyo alcance no has calculado. Miras y miras, pero no encuentras la respuesta al «cuándo». ¡Como si esto tuviera importancia! En cambio, él hubiera podido contestar con toda exactitud a la pregunta. Mi vida cambió exactamente el doce de mayo, hubiera dicho.

Al lado de la puerta principal del chalet, Montalbano había mandado instalar un farolito que se encendía automáticamente cuando se hacía de noche. Precisamente bajo aquella luz vio, desde la carretera provincial, un vehículo estacionado en la pequeña explanada delante de la casa. Enfiló el sendero que conducía al chalet y se detuvo a escasos centímetros del automóvil. Era, tal como ya esperaba, un BMW gris metalizado. El número de la matrícula era AM 237 GW. Pero no se veía ni un alma, el hombre que lo conducía se habría escondido, sin duda, en las inmediaciones. Montalbano llegó a la conclusión de que lo mejor era fingir indiferencia. Bajó de su coche silbando, cerró la portezuela y entonces vio a un hombre que lo esperaba. No se había dado cuenta antes, porque éste se encontraba de pie al otro lado del coche pero era tan bajito que no superaba la altura del vehículo. Prácticamente un enano, o poco más. Correctamente vestido, gafitas de montura dorada.

—Se ha hecho esperar mucho —dijo el hombrecillo, adelantándose.

Con las llaves en la mano, Montalbano se encaminó hacia la puerta. El semienano le cortó el paso, sacudiendo una especie de carnet.

—Aquí tiene mi documentación —dijo.

El comisario apartó la manita que sostenía el carnet, abrió la puerta y entró. El otro lo siguió.

—Soy el coronel Lohengrin Pera —dijo la figurilla.

El comisario se detuvo en seco como si lo hubieran encañonado con un revólver por la espalda. Se volvió muy despacio y estudió al coronel. Sus padres le debían de haber puesto aquel nombre para compensar en cierto modo su estatura y su apellido. Montalbano contempló fascinado los zapatitos del coronel: se los debían de hacer a la medida, pues no entraban ni siquiera en la categoría de zapatos de «hombrecito», tal como los llamaban los zapateros. Y, sin embargo, había sido aceptado, lo cual significaba que debía de alcanzar por los pelos la estatura exigida. Pero los ojos, detrás de los cristales de las gafas, eran vivos, vigilantes, peligrosos. Montalbano tuvo la certeza de estar en presencia del cerebro de la operación Moussa. Se dirigió a la cocina, seguido constantemente por el coronel, puso a calentar en el horno los salmonetes con salsa que Adelina le había preparado y empezó a poner la mesa sin decir nada. Sobre la mesa había un libro de setecientas páginas que había comprado en un tenderete y jamás había abierto, pero cuyo título le había llamado la atención: «Metafísica del ser parcial». Lo cogió, se puso de puntillas, lo colocó en la estantería y apretó el botón de la cámara. Como obedeciendo a la orden de «¡acción!», el coronel Lohengrin Pera se sentó en el sillón apropiado.

Dieciocho

Montalbano tardó media hora larga en comerse los salmonetes, en parte porque quería saborearlos tal como se merecían y en parte para hacerle comprender al coronel que lo que tuviera que decirle le importaba un carajo. Ni siquiera le ofreció un vaso de vino, actuaba como si estuviera solo, hasta el punto de que, en determinado momento, soltó incluso un sonoro eructo. Por su parte, Lohengrin Pera, una vez sentado, ya no se movió, y se limitó a mirar al comisario con sus ojillos de serpiente. Sólo cuando Montalbano hubo terminado de beber una tacita de café, el coronel empezó a hablar.

—Habrá comprendido, sin duda, por qué razón he venido a verlo.

El comisario se levantó, se dirigió a la cocina, dejó la taza en el fregadero y regresó.

—Estoy jugando con las cartas boca arriba —añadió sólo entonces el coronel—, quizá con usted sea la mejor manera. Por eso he querido utilizar el vehículo, los datos de cuyo propietario usted ha solicitado conocer nada menos que dos veces.

Se sacó del bolsillo dos hojas de papel que Montalbano reconoció como los faxes que había enviado al Registro de Vehículos de Motor.

—Sólo que usted ya conocía al propietario del vehículo, su jefe superior le debió de haber dicho que se trataba de un número de matrícula blindado. Lo cual significa que si, a pesar de ello, usted envió los faxes, éstos eran algo más que una petición de información, por más que muy imprudente. Entonces comprendí, y corríjame si me equivoco, que, por alguna razón, usted pretendía que saliéramos del escondrijo. Y aquí estoy, hemos accedido a sus deseos.

—¿Me permite un momento? —preguntó Montalbano.

Sin esperar la respuesta, se levantó, salió, se dirigió a la cocina y regresó con un plato, en el cual descansaba un enorme trozo de helado duro de
cassata
siciliana. El coronel se dispuso pacientemente a esperar a que se terminara de comer el helado.

—Siga, por favor —le dijo amablemente el comisario—. De esta manera no me lo puedo comer, tengo que esperar a que se derrita un poco.

—Antes de seguir adelante —añadió el coronel, cuyos nervios debían de ser de acero—, permita que le haga una aclaración. En su segundo fax, usted se refiere al homicidio de una mujer llamada Aisha. Con aquella muerte nosotros no tenemos nada que ver. Se trató ciertamente de una desgracia. Si hubiera sido necesario eliminarla, lo habríamos hecho enseguida.

—No me cabe la menor duda. Y, además, lo había comprendido muy bien.

—Entonces, ¿por qué escribió otra cosa en su fax?

—Para poner toda la carne en el asador.

—Ya. ¿Usted ha leído los escritos y los discursos de Mussolini?

—No figuran entre mis lecturas preferidas.

—En uno de sus últimos escritos, Mussolini afirma que al pueblo hay que tratarlo como a un burro, con el palo y la zanahoria.

—¡Siempre original, Mussolini! ¿Sabe una cosa?

—Dígame.

—Esta misma frase la decía mi abuelo, que era campesino, pero él sólo se refería al burro.

—¿Puedo seguir con la metáfora?

—¡Faltaría más!

—Sus faxes, el hecho de haber convencido a su compañero Valente de Mazàra de que interrogara al patrón del pesquero y al jefe de Gabinete del prefecto: estos y otros hechos han sido sus palos para obligarnos a salir del escondrijo.

—Y la zanahoria, ¿dónde está?

—Son sus declaraciones durante la rueda de prensa que dio tras la detención de la señora Lapecora por el asesinato de su marido. Allí sí que hubiera podido meternos dentro a la fuerza agarrándonos por el cabello, pero no lo quiso hacer, circunscribió cuidadosamente el delito dentro de los confines de los celos y la codicia. Pero era una zanahoria amenazadora, decía...

—Coronel, le aconsejo que se deje de metáforas, hemos llegado a la zanahoria parlante...

—De acuerdo. Usted, con la rueda de prensa, nos quiso hacer saber que estaba en posesión de otros datos que, de momento, no quería utilizar. ¿Es así?

El comisario acercó la cucharilla al helado, la llenó y se la llevó a la boca.

—Aún está duro —le comunicó a Lohengrin Pera.

—Usted es capaz de desmoralizar a cualquiera —comentó el coronel, pero siguió adelante a pesar de todo—. Con las cartas boca arriba, ¿me quiere decir todo lo que sabe sobre el asunto?

—¿Qué asunto?

—El asesinato de Ahmed Moussa.

Había conseguido hacerle pronunciar el nombre, debidamente grabado por la cinta de la cámara.

—No.

—¿Por qué?

—Porque me encanta su voz, oírlo hablar.

—¿Me puede dar un vaso de agua?

A primera vista, Lohengrin Pera estaba absolutamente tranquilo y en calma, pero por dentro debía de estar acercándose al punto de ebullición. La petición de agua era una señal inequívoca.

—Vaya usted mismo a buscárselo a la cocina.

Mientras el coronel cogía el vaso y abría el grifo, Montalbano, que lo estaba contemplando de espaldas, observó un bulto bajo la chaqueta, a la altura de la nalga derecha. ¿A ver si el enano iba armado con una pistola dos veces más grande que él? Se puso en estado de alerta y se acercó un amado cuchillo que utilizaba para cortar el pan.

—Seré explícito y breve —adelantó Lohengrin Pera, sentándose y secándose los labios con un pañuelito que parecía un sello bordado—. Hace poco más de dos años, nuestros colegas de Túnez nos propusieron colaborar en una delicada operación encaminada a neutralizar a un peligroso terrorista cuyo nombre usted me ha hecho repetir ahora mismo.

—Perdone —dijo Montalbano—, pero mi vocabulario es más bien limitado. ¿Por neutralizar usted entiende la eliminación física?

—Llámelo como quiera. Consultamos, naturalmente, con nuestros superiores y recibimos la orden de no colaborar. Sin embargo, cuando no había transcurrido ni un mes, nos encontramos en la desagradable situación de tener que ser nosotros los que pidiéramos ayuda a nuestros amigos de Túnez.

—¡Qué casualidad! —exclamó Montalbano.

—Pues sí. Ellos, sin la menor discusión, nos prestaron la ayuda solicitada, y nosotros nos vimos en la obligación moral...

—¡No! —gritó Montalbano.

Lohengrin Pera pegó un brinco.

—¿Qué ocurre?

—Ha dicho «moral» —dijo Montalbano.

—Como quiera, digamos simplemente obligación, sin adjetivos, ¿así le parece mejor? Disculpe, antes de seguir adelante, tengo que hacer una llamada, lo había olvidado.

—Por favor —dijo el comisario, indicándole el teléfono.

—Gracias. Tengo el móvil.

Lohengrin Pera no iba armado, el bulto del trasero era un teléfono móvil. Marcó el número de tal manera que Montalbano no lo pudiera leer.

—¿Oiga? Soy Pera. Todo bien, estamos hablando.

Apagó el móvil y lo dejó en la mesa.

—Nuestros colegas de Túnez habían descubierto que, desde hacía varios años, la hermana predilecta de Ahmed, Karima, vivía en Sicilia y que, por su trabajo, tenía un amplio círculo de amistades.

—Amplio, no —lo corrigió Montalbano—; selecto, sí. Era una puta de fiar, inspiraba confianza.

—Fahrid, la mano derecha de Ahmed, propuso a su jefe abrir una base operativa en Sicilia, sirviéndose precisamente de Karima. Ahmed confiaba bastante en Fahrid, ignorando por completo que su mano derecha había sido comprada por los servicios secretos tunecinos. Gracias a nuestra discreta ayuda, Fahrid llegó y entró en contacto con Karima, la cual, tras efectuar una cuidadosa criba de sus clientes, eligió a Lapecora. Tal vez con la amenaza de revelar sus relaciones a la esposa, Karima obligó a Lapecora a abrir de nuevo su antigua empresa de importación y exportación para que les sirviera de tapadera. Fahrid podía mantener contacto con Ahmed, escribiendo cartas comerciales cifradas a una inexistente empresa de Túnez. Por cierto, en la rueda de prensa, usted dijo que Lapecora escribió unos anónimos a su mujer revelándole la aventura amorosa. ¿Por qué?

—Porque el asunto le estaba empezando a oler a chamusquina.

—¿Cree que sospechaba la verdad?

—¡Qué va! Como mucho, habría pensado que se trataba de un asunto de narcotráfico. Si hubiera descubierto que era el centro de una intriga internacional, se habría muerto del susto.

—Yo también lo creo. Durante algún tiempo, nuestra misión fue calmar las impaciencias tunecinas, pues queríamos estar seguros de que, en cuanto arrojáramos el anzuelo, el pez lo mordería.

—Perdone, pero ¿quién era el joven rubio que de vez en cuando andaba por ahí con Fahrid?

El coronel le dirigió una mirada de admiración.

—¿Eso también lo sabe? Uno de nuestros hombres que de vez en cuando, comprobaba que tal iban las cosas.

—Y, de paso, se tiraba a Karima.

—Son cosas que ocurren. Al final, Fahrid convenció a Ahmed de que se trasladara a Italia, dándole a entender la posibilidad de hacerse con un gran cargamento de armas. Siempre bajo nuestra invisible protección, Ahmed Moussa llegó a Mazàra, siguiendo las instrucciones de Fahrid. El patrón de la embarcación, cediendo a las presiones del jefe Gabinete del prefecto, accedió a aceptar como tripulante a Ahmed, dado que la cita entre éste y el inexistente traficante de armas se tenía que celebrar en alta mar. Ahmed Moussa cayó en la trampa sin sospechar nada en absoluto, incluso encendió un cigarrillo, tal como le habían dicho que hiciera para facilitar la identificación. Pero el
commendatore
Spadaccia, el jefe de Gabinete, había cometido un gravísimo error.

—No le había dicho al patrón del barco que no se trataba de una cita clandestina, sino de una emboscada —dijo Montalbano.

—Podríamos definirlo así. El patrón, tal como le habían ordenado que hiciera, arrojó al agua la documentación de Ahmed y se repartió con la tripulación los setenta millones de liras que éste llevaba en el bolsillo. Después, en lugar de regresar a Mazàra, cambió de rumbo, pues nos tenía miedo.

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