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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (22 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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—¿Cómo guisa usted los salmonetes de roca?

Diecisiete

A la mañana siguiente, a las ocho en punto, se presentó ante el jefe superior, que desde las siete, como de costumbre, se encontraba en su despacho entre los murmullos de protesta de las mujeres de la limpieza que no podían desarrollar su tarea como es debido.

Montalbano le habló de la confesión de la señora Lapecora, le explicó que el pobre asesinado, casi como si quisiera evitar su trágico final, había escrito anónimos a su mujer y había recurrido directamente a su hijo, pero que ambos lo habían abandonado a su suerte. No le habló ni de Fahrid ni de Moussa, es decir, del rompecabezas más grande. No quería que el jefe superior, a punto de terminar su carrera, se viera implicado en un asunto que olía peor que la mierda.

Hasta aquel momento, todo le había ido bien, no se había visto obligado a contarle mentiras al jefe superior, se había limitado a pecar por omisión, contándole la verdad a medias.

—¿Por qué quiso convocar una rueda de prensa, usted que, por regla general, las evita como la peste?

Había previsto la pregunta y tenía preparada la respuesta que, por lo menos en parte, le permitía evitar la mentira y cometer tan sólo una omisión.

—Verá usted, es que la tal Karima era una prostituta muy especial. Mantenía relaciones no sólo con Lapecora, sino también con otros hombres. Todos ellos de edad madura, jubilados, comerciantes, profesores. Limitando el episodio, he tratado de evitar que se divulgaran comentarios envenenados e insinuaciones acerca de unos pobres desgraciados que, en el fondo, no hacían nada malo.

Estaba convencido de que su explicación era aceptable.

Y, en efecto, el jefe superior hizo sólo un comentario:

—Curiosa moral la suya, Montalbano. —Después preguntó—: Pero esta Karima, ¿ha desaparecido realmente?

—Parece ser que sí. Al enterarse del asesinato de su amante, se dio a la fuga con el niño, temiendo verse implicada en el homicidio.

—Oiga —añadió el jefe superior—, ¿qué era aquella historia del coche?

—¿Cuál?

—Vamos, Montalbano, el coche que, al final, resultó que pertenecía a los Servicios Secretos.

Montalbano soltó una carcajada. La había estado ensayando la víspera delante del espejo y había insistido hasta conseguir que le saliera bien. Pero ahora, contrariamente a lo previsto, le salió falsa, demasiado estudiada. Sin embargo, para mantener al margen de toda aquella historia a su jefe, que era un hombre de bien, no le quedaría más remedio que contar una mentira.

—¿Por qué se ríe? ——le preguntó sorprendido el jefe superior.

—De vergüenza, se lo aseguro. La persona que me había facilitado aquel número de matrícula me llamó al día siguiente para decirme que se había equivocado. Las letras coincidían, pero la cifra no era doscientos treinta y siete, sino ochocientos treinta y siete. Estoy desolado, le pido disculpas.

El jefe superior lo miró a los ojos durante un tiempo que al comisario le pareció una eternidad. Después habló en voz baja.

—Si usted quiere que me lo trague, me lo tragaré. Pero tenga cuidado, Montalbano. Esta gente no bromea. Son capaces de todo y, además, cuando la han hecho buena, echan la culpa a sus compañeros descarriados. Que no existen. Por naturaleza y constitución, los descarriados son siempre ellos.

Montalbano no supo qué decir. El jefe superior cambió de tema.

—Esta noche vendrá usted a cenar a mi casa. No quiero excusas. Cenará lo que haya. Es absolutamente necesario que le diga un par de cosas. No se las quiero decir aquí, en mi despacho, porque adquirirían un carácter burocrático que no es de mi agrado.

El día era precioso, no había ni una sola nube en el cielo, y, sin embargo, Montalbano tuvo la sensación de que una nube había oscurecido el sol, enfriando repentinamente la estancia.

Sobre el escritorio de su despacho había una carta dirigida a él. Tal como siempre hacía, trató de descubrir su procedencia a través del matasellos, pero no lo consiguió, pues era indescifrable. Abrió el sobre y leyó.

Dottore
Montalbano, usted personalmente no me conoce y yo no sé cómo es usted. Me llamo Arcangelo Prestifilippo y soy socio de su padre en la empresa vinícola que, gracias a Dios, va muy bien y es muy rentable. Su padre nunca habla de usted, pero yo he descubierto que en su casa guarda todos los periódicos que escriben sobre usted y, cuando algunas veces lo ve en la televisión, se pone a llorar, pero procura disimularlo.

Querido
dottore
, me duele el corazón porque la noticia que tengo que darle con esta carta no es buena. Desde que la señora Giulia, la segunda mujer de su padre, subió al Cielo hace más de cuatro años, mi socio y amigo ya no fue el mismo. Después, el año pasado, empezó a encontrarse mal, le faltaba la respiración cuando subía una escalera y le daba vueltas la cabeza. No quería ir al médico, no había manera. Y yo, aprovechando que había venido al pueblo mi hijo, que trabaja en Milán y es un buen médico, lo llevé a casa de su padre. Mi hijo lo visitó y le habló muy en serio, quería que su padre ingresara en un hospital. Tanto insistió que logró acompañar a su padre al hospital antes de regresar a Milán. Al cabo de diez días —yo lo iba a ver todas las tardes—, el médico me dijo que habían hecho todos los análisis y que su padre padecía aquel mal tan terrible en los pulmones. Y, de esta manera, su padre empezó a entrar y salir del hospital, donde le hicieron una cura que le hizo perder todo el cabello, pero no mejoró para nada. Me prohibió expresamente que se lo dijera a usted, dijo que no quería que usted se preocupara. Pero ayer por la tarde hablé con el médico y éste me dijo que su padre ya ha llegado al final, que le queda un mes, día más, día menos. Y yo, a pesar de la prohibición absoluta de su padre, he pensado que usted tenía que saberlo. Su padre está ingresado en la clínica Porticelli, el número de teléfono es el 341234. Tiene el teléfono en la habitación. Pero quizá sería mejor que usted fuera a verlo personalmente, fingiendo no saber nada de su enfermedad. Usted ya tiene mi número de teléfono, es el de la empresa vinícola en la que trabajo todo el santo día.

Le envío un saludo y créame que lo siento.

Arcangelo Prestifilippo

El leve temblor de las manos le dificultó la tarea de volver a introducir la carta en el sobre y guardársela en el bolsillo. Se había apoderado de él un profundo cansancio que lo obligó a cerrar los ojos y apoyar la espalda en el respaldo del sillón. Le costaba respirar y le pareció que en la estancia faltaba el aire. Se levantó haciendo un esfuerzo y entró en el despacho de Augello.

—¿Qué ocurre? —la preguntó Mimì en cuanto le vio la cara.

—Nada. Oye, tengo cosas que hacer, quiero decir que necesito estar solo y un poco tranquilo.

—¿Te puedo ayudar en algo?

—Sí. Encárgate tú de todo. Nos vemos mañana. Que no me llame nadie a casa.

Pasó por la tienda de frutos secos, se compró un cucurucho y dio comienzo a su paseo por el muelle. Mil pensamientos cruzaban por su cabeza, pero no conseguía atrapar ninguno. Al llegar al faro, no se detuvo. Justo bajo el faro había una enorme y resbaladiza roca, cubierta de musgo verde. Consiguió llegar hasta allí, corriendo a cada momento el riesgo de ir a parar al mar, y se sentó con el cucurucho en la mano. Pero no lo abrió, experimentaba la sensación de una ola que le subía desde algún lugar del cuerpo hasta el pecho y la garganta, donde formaba una especie de nudo que le cortaba la respiración. Sentía deseos de llorar, pero no podía. Después, en medio de la confusión de los pensamientos que le traspasaban el cerebro, unas palabras adquirieron más nitidez hasta el extremo de constituir un verso:

«Padre, que todos los días te mueres un poco...» ¿Qué era? ¿Una poesía? ¿De quién? ¿Cuándo la había leído? Repitió el verso a media voz:

—Padre, que todos los días te mueres un poco...

Y, finalmente, de su garganta cerrada hasta aquel instante, brotó el grito, pero, más que un grito, fue el hondo lamento de un animal herido, seguido de inmediato por unas lágrimas imparables y liberadoras.

Cuando el año anterior había resultado herido en el transcurso de un tiroteo y estaba ingresado en el hospital, Livia le había dicho que su padre llamaba todos los días. Había ido a verlo una sola vez, cuando ya estaba convaleciente. Entonces ya debía de estar enfermo. A él sólo le pareció que estaba un poco más delgado. Pero iba más elegante que de costumbre, pues siempre había tenido especial empeño en vestir bien. Le preguntó si necesitaba algo. «Puedo», le explicó.

¿Cuándo se había producido aquel silencioso alejamiento entre él y su padre? Había sido, eso Montalbano no podía negarlo, un padre solícito y afectuoso. Había intentado por todos los medios que la pérdida de su madre le pesara lo menos posible. Las, afortunadamente, pocas veces que en su adolescencia había estado enfermo, su padre no había ido al despacho para no dejarlo solo. ¿Qué era, pues, lo que había fallado? Puede que hubiera habido entre ambos una ausencia total de comunicación, nunca conseguían encontrar las palabras adecuadas para manifestarse mutuamente sus sentimientos. Muchas veces, siendo muy joven, Montalbano había pensado: «Mi padre es un hombre cerrado». Y probablemente lo era; pero, esto lo acababa de comprender ahora, sentado en aquella roca, su padre habría pensado lo mismo de él. Sin embargo, había sido muy considerado: para volver a casarse, había esperado a que su hijo terminara los estudios universitarios y ganara las oposiciones. Pese a lo cual, cuando su padre llevó a casa a su nueva mujer, él se sintió incomprensiblemente ofendido. Y entre ambos se levantó una muralla; de cristal, por supuesto, pero una muralla. Y, de esta manera, las reuniones entre ambos se habían ido reduciendo progresivamente a una o dos veces al año: su padre solía presentarse con unas cuantas cajas de botellas de vino producido por sus bodegas, se quedaba medio día con él y se iba. A Montalbano el vino le parecía excelente y lo regalaba con orgullo a sus amigos, explicándoles que pertenecía a la bodega de su padre. ¿Pero le había dicho alguna vez a él que el vino era excelente? Rebuscó en su memoria: jamás. De la misma manera que su padre coleccionaba los periódicos que hablaban de él o se echaba a llorar cuando lo veía en la televisión, pero jamás lo había felicitado cuando conseguía culminar con éxito alguna investigación.

* * *

Permaneció más de dos horas sentado en la roca y, cuando se levantó para regresar al pueblo, ya había tomado una decisión. No iría a ver a su padre. Si éste lo viera, comprendería la gravedad de su enfermedad y sería peor. Por otra parte, no sabía hasta qué extremo su presencia sería del agrado de aquél. Además, los moribundos lo aterrorizaban: no estaba seguro de poder soportar el horror y el espanto de ver morir a su padre, huiría corriendo, al borde del colapso.

Cuando llegó a Marinella, aún no se había quitado de encima el áspero y profundo cansancio. Se quitó la ropa, se puso el traje de baño y se fue a nadar. Nadó hasta que empezó a experimentar calambres en las piernas. Regresó a la casa y comprendió que no estaba en condiciones de ir a cenar a casa del jefe superior.

—Soy Montalbano. Lo siento pero...

—¿No puede venir?

—No, lo lamento.

—¿Trabajo?

¿Por qué no decirle la verdad?

—No, señor jefe superior. He recibido una carta sobre mi padre. Me escriben que se está muriendo.

En un primer momento, el jefe superior no dijo nada, pero Montalbano lo oyó lanzar un profundo suspiro.

—Mire, Montalbano, si quiere ir a verlo, incluso durante algún tiempo, vaya sin falta; no se preocupe, ya encontraré la manera de sustituirlo provisionalmente.

—No, no iré. Se lo agradezco.

Esta vez el jefe superior tampoco dijo nada, impresionado por las palabras del comisario, pero, como era un hombre educado, no insistió en el tema.

—Me siento un poco incómodo, Montalbano.

—Le ruego que no tenga reparos conmigo.

—¿Recuerda que en la cena tenía intención de decirle un par de cosas?

—Claro.

—Se las diré por teléfono, aunque, tal como ya le he dicho, me sienta incómodo. Puede que no sea el momento más oportuno, pero temo que se entere por medio de terceros, qué sé yo, de la prensa... Usted seguramente no lo sabe pero, hace casi un año, yo pedí la jubilación anticipada.

—Dios mío, no me diga que...

—Sí, me la han concedido.

—Pero ¿por qué se quiere ir?

—Porque ya no sintonizo con el mundo y porque me siento cansado. Al juego de las apuestas sobre los resultados del fútbol yo lo llamo Sisal.

El comisario no lo entendió.

—Perdone, no le comprendo.

—Usted, ¿cómo lo llama?

—Totocalcio, como todo el mundo.

—¿Lo ve? Aquí está la diferencia. Hace algún tiempo, un periodista acusó al veterano Indro Montanelli de vejez y, entre las pruebas que adujo para demostrarlo, señaló que Montanelli seguía llamando Sisal a las apuestas deportivas, tal como se llamaban hace treinta años.

—¡Pero eso no significa nada! ¡Es sólo una ocurrencia!

—Significa, Montalbano, ¡vaya si significa! Significa aferrarse inconscientemente al pasado, no querer ver ciertos cambios, e incluso, negarse a verlos. Por otra parte, me faltaba sólo un año para la jubilación. En La Spezia conservo todavía la casa de mis padres y la estoy arreglando. Si le apetece, cuando vaya a Génova a ver a la señorita Livia, podrá visitarnos.

—¿Y cuándo...?

—¿Cuándo me voy? ¿A qué día estamos hoy?

—Doce de mayo.

—Oficialmente dejaré el cargo el diez de agosto.

El jefe superior carraspeó y el comisario comprendió que ahora venía lo segundo, quizá lo más difícil de decir.

—En cuanto a la otra cuestión...

Era evidente que el jefe superior dudaba. Montalbano acudió en su ayuda.

—Peor de la que ya me ha dicho no puede haber ninguna.

—Se refiere a su ascenso.

—¡No!

—Escuche, Montalbano. Su actitud ya no es defendible; tenga en cuenta, además, que, habiendo obtenido la jubilación anticipada, mi situación es, por así decirlo, contractualmente débil. Tengo que proponerlo y no habrá ningún obstáculo.

—¿Me trasladarán?

—Hay un noventa y nueve por ciento de probabilidades. Piense que, si yo no lo propusiera para el cargo, con todos los éxitos que se ha apuntado, el Ministerio podría interpretar negativamente este hecho y, al final, acabarían por trasladarlo de todos modos, pero sin ascenso. ¿No le interesa el aumento de sueldo?

BOOK: El ladrón de meriendas
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