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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (26 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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El comisario no se inmutó, el aroma que se escapaba del plato era denso y embriagador.

—¿Qué le pasa a Tanino, está enfermo? —preguntó preocupado Pintacuda.

—No, señor, está en la cocina —contestó Luicino.

Sólo entonces el profesor partió una albóndiga por la mitad con el tenedor y se la llevó a la boca. Montalbano aún no había hecho ningún gesto. Pintacuda masticó muy despacio, entornó los ojos y emitió una especie de gemido.

—Si uno se las come cuando está a punto de morir, le da igual ir al infierno —dijo muy despacio.

El comisario se introdujo media albóndiga en la boca y, con la lengua y el paladar, dio comienzo a un análisis científico tan preciso que, a su lado, los de Jacomuzzi hubieran sido de risa. Bueno pues: pescado y, sin ninguna duda, cebolla, guindilla, huevo batido, sal, pimienta y pan rallado. Pero faltaban todavía dos sabores que se percibían bajo el regusto de la mantequilla que se había utilizado para freírlas. Al segundo bocado, identificó lo que no había descubierto primero: comino y cilantro.

—¡Koftas!

—¿Qué ha dicho? —preguntó Pintacuda.

—Estamos comiendo un plato indio preparado a la perfección.

—Me importa un carajo de donde sea —dijo el profesor—. Yo sólo sé que es un sueño. Y le ruego que no vuelva a dirigirme la palabra hasta que terminemos de cenar.

Pintacuda mandó quitar la mesa y propuso la ya habitual partida de ajedrez que Montalbano perdía habitualmente.

—Perdone, pero primero quisiera saludar a Tanino.

—Lo acompaño.

El cocinero le estaba echando una bronca tremenda a su ayudante por no haber limpiado bien las sartenes.

—De esta manera, al día siguiente conservan el sabor de la víspera y uno ya no se entera de lo que está comiendo —explicó a sus visitantes.

—Oiga —le dijo Montalbano—, ¿es cierto que usted jamás ha salido de Sicilia?

Debió de adoptar involuntariamente un tono de policía, pues Tanino pareció regresar a la época en que se dedicaba a la delincuencia.

—¡Jamás, se lo juro, comisario! ¡Tengo testigos!

Lo cual significaba que no tenía más remedio que haber aprendido a preparar aquel plato en algún restaurante de comida extranjera.

—¿Ha mantenido algún trato con indios?

—¿Con los del cine? ¿Los pieles rojas?

—Dejémoslo correr —dijo Montalbano.

Y saludó con un abrazo al protagonista de aquel milagro culinario.

Durante sus cinco días de ausencia, le comunicó Fazio, no había ocurrido nada importante. Carmelo Arnone, el del estanco de las inmediaciones de la estación, le había pegado cuatro tiros a Angelo Cannizzaro, el de la mercería, por un asunto de faldas. Mimì Augello, que pasaba casualmente por allí, se había enfrentado valerosamente con el agresor y lo había desarmado.

—Lo cual significa —comentó Montalbano— que, seguramente, Cannizzaro sólo se debió de pegar un pequeño susto.

Era de todos sabido que Carmelo Arnone no sabía manejar la pistola y que ni siquiera era capaz de alcanzar una vaca a diez centímetros de distancia.

—Pues no.

—¿Le dio? —preguntó Montalbano, asombrado.

En realidad, añadió Fazio, esta vez tampoco lo consiguió, pero una de las balas, tras alcanzar una farola del alumbrado, rebotó y se detuvo entre los omóplatos de Cannizzaro. Una heridita de nada, pues la bala ya había perdido la fuerza. Pero por el pueblo corrió enseguida la voz de que Carmelo Arnone había disparado vilmente por la espalda a Angelo Cannizzaro. Pasqualino, el hermano de éste, el que se dedica a la venta de habas y lleva unas gafas con cristales de dos dedos de grosor, cogió un arma y, al ver a Carmelo Arnone, le pegó un tiro, pero no sólo erró dos veces el disparo sino que, encima, se equivocó de persona. En efecto, había confundido a Carmelo con su hermano Filippo, el propietario de la verdulería, a causa del ligero parecido entre ambos Arnone. En cuanto al fallo del tiro, el primer disparo se perdió cualquiera sabía dónde, mientras que el segundo hirió en el dedo meñique de la mano izquierda a un comerciante de Canicatti que se encontraba en Vigàta por asuntos de su incumbencia. Llegada a este punto, la pistola se encasquilló, pues de lo contrario, Pasqualino Arnone, disparando al azar, hubiera causado la segunda matanza de los inocentes. Ah, y después se habían producido dos hurtos, cuatro robos por el procedimiento del tirón y tres incendios de automóviles. Lo de siempre.

Llamaron y entró Tortorella empujando la puerta con el pie, pues iba cargado con más de tres kilos de papeles.

—¿Aprovechamos ahora que está usted aquí?

—¡Tortore, hablas como si yo llevara ausente cien años!

Nunca firmaba sin haber leído cuidadosamente de qué se trataba y, por eso, a la hora del almuerzo ya había despachado algo más de un kilo. Notaba un cierto estímulo en la boca del estómago, pero decidió no ir a la
trattoria
San Calogero, pues no quería profanar tan pronto el recuerdo del cocinero Tanino, inspirado directamente por la Virgen. Era necesario que la traición estuviera por lo menos parcialmente justificada por la abstinencia.

Terminó de estampar firmas a las ocho de la tarde cuando ya le dolían no sólo los dedos, sino también el brazo.

Llegó a casa muerto de hambre. Ahora se notaba un agujero en la boca del estómago. ¿Cómo tenía que comportarse? ¿Abrir el horno y el frigorífico para ver qué le había preparado Adelina? Pensó que, si el hecho de pasar de un restaurante a otro se podía considerar técnicamente una traición, el hecho de pasar de Tanino a Adelina no lo era en absoluto, es más, se podía presentar como un regreso a la familia tras un paréntesis de adulterio. El horno estaba vacío y en el frigorífico había unas diez aceitunas, tres sardinas y un poquito de atún de Lampedusa en un pequeño recipiente de cristal. El pan, envuelto en un papel, estaba sobre la mesa de la cocina al lado de una nota de la asistenta.

Como usía no me dice cuándo vuelve, yo preparo y preparo y después tengo que tirar a la basura la gracia de Dios. Ya no prepararé nada más.

Adelina se negaba a seguir derrochando, por supuesto, pero, sobre todo, se debía de haber ofendido porque él no le había dicho adónde iba («Ya sé que soy una asistenta, ¡pero a veces usía me trata como a una asistenta!»).

Se comió de mala gana un par de aceitunas con un poco de pan y las quiso acompañar con el vino de su padre. Encendió el televisor y sintonizó Retelibera, pues era la hora del telediario.

Nicolò Zito estaba terminando de comentar la detención, por malversación y concusión, de un asesor de Fela. Después pasó a la crónica de sucesos. En las afueras de Sommatino, entre Caltanissetta y Enna, se había descubierto el cuerpo de una mujer en avanzado estado de putrefacción.

Montalbano se incorporó de golpe en su sillón.

La mujer había sido estrangulada, introducida en un saco y posteriormente arrojada a un pozo seco bastante hondo. A su lado se había encontrado una maletita que había permitido la identificación de la víctima: Karima Moussa, de treinta y cuatro años, natural de Túnez, pero desde hacía varios años residente en Vigàta.

En la pequeña pantalla apareció la fotografía de Karima con François, la que el comisario le había facilitado a Nicolò.

¿Recordaban los telespectadores que Retelibera había informado de la desaparición de la mujer? En cambio, del niño, su hijo, no había ni rastro. Según el comisario Diliberto, que se encargaba de las investigaciones, el autor del homicidio podía ser el anónimo protector de la tunecina. En cualquier caso, quedaban, según el comisario, numerosos puntos oscuros por aclarar.

Montalbano soltó un relincho. Apagó el televisor y sonrió. Lohengrin Pera había cumplido su palabra. Se levantó, se desperezó, volvió a sentarse y se quedó dormido de golpe en el sillón. Un sueño animal, quizá sin sueños, de saco de patatas.

* * *

A la mañana siguiente llamó desde el despacho al jefe superior, auto invitándose a cenar. Después llamó a la comisaría de Sommatino.

—¿Diliberto? Soy Montalbano. Llamo desde Vigàta.

—Hola, colega. Dime.

—Te llamo por el asunto de la mujer que habéis encontrado en el pozo.

—Karima Moussa.

—Sí. ¿La habéis identificado con toda seguridad?

—Sin el menor asomo de duda. En la maletita, había, entre otras cosas, una tarjeta de cajero automático de la Banca Agrícola de Montelusa.

—Perdona que te interrumpa, pero es que cualquiera puede poner...

—Déjame terminar. Hace tres años esta mujer sufrió un accidente y tuvieron que aplicarle doce puntos de sutura en el brazo derecho en el hospital de Montelusa. Todo corresponde. La cicatriz es visible a pesar del avanzado estado de putrefacción del cadáver.

—Mira, Diliberto, yo acabo de regresar a Vigàta esta mañana después de unos días de vacaciones. No tengo muchas noticias, me he enterado del hallazgo a través de una emisora de televisión local. Decían que tú tenías ciertas dudas.

—No se refieren a la identificación. Estoy seguro de que la mujer fue asesinada en otro lugar y sepultada en un sitio que no es aquel en el que nosotros la hemos encontrado tras recibir una llamada anónima. Por eso me pregunto: ¿por qué han exhumado y trasladado el cadáver? ¿Qué necesidad tenían de hacerlo?

—¿Por qué estás seguro?

—Mira, la maletita de Karima se ensució de materia orgánica durante su primera permanencia al lado del cadáver. Por lo que, para llevar la maletita hasta el pozo donde la hemos encontrado, la tuvieron que envolver con un periódico.

—¿Y qué?

—El periódico es de hace tres días. La mujer, en cambio, fue asesinada por lo menos diez días antes de esa fecha. El forense pone la mano en el fuego. Por consiguiente, tendré que tratar de averiguar el motivo del traslado. Y no se me ocurre ninguna idea, no acierto a comprenderlo.

Montalbano la idea la tenía, pero no se la podía facilitar a su compañero. ¡Pero es que aquellos cabrones de los Servicios Secretos no daban ni una! Como la vez en que, ante la necesidad de hacer creer que en determinado día cierto aparato libio había caído en Sila, habían armado la de Dios es Cristo. Y después, en la autopsia, había resultado que el piloto del aparato había fallecido quince días antes del impacto. El cadáver volador.

Después de la cena, sobria pero de altísima calidad, Montalbano y su jefe se retiraron al estudio. Por su parte, la mujer del jefe superior se fue a ver la televisión.

El relato de Montalbano fue muy largo, y tan detallado que ni siquiera omitió la rotura voluntaria de las gafitas de Lohengrin Pera. En determinado momento, el relato se transformó en confesión. Pero la absolución del superior tardó en llegar. Éste se sentía francamente molesto por el hecho de que lo hubieran excluido del juego.

—Estoy muy disgustado con usted, Montalbano. Me ha privado de la posibilidad de divertirme un poco antes de retirarme.

* * *

Mi queridísima Livia:

Esta carta te sorprenderá por lo menos por dos razones. La primera es la propia carta, el hecho de que yo la haya escrito y enviado. En cambio, cartas no escritas te he enviado muchas, por lo menos una al día. Me he dado cuenta de que, en todos estos años, sólo te he enviado de vez en cuando postales con «burocráticos y comisariales» saludos, tal como tú los llamas.

La segunda razón, por la cual no sólo te sorprenderás sino que creo te alegrarás, es su contenido.

Desde que te fuiste, hace exactamente cincuenta y cinco días (como ves, llevo la cuenta), han ocurrido muchas cosas, algunas de las cuales nos conciernen. Pero decir que han «ocurrido» es un error, sería mejor decir que yo he hecho que ocurrieran.

Tú una vez me reprochaste mi tendencia a hacer el papel de Dios, cambiando, con pequeñas o grandes omisiones, y también con falseamientos más o menos culpables, el curso de los acontecimientos (de los demás). Puede que sea cierto, es más, lo es sin la menor duda, pero ¿no crees que eso entra también en el oficio al que me dedico?

En cualquier caso, quiero apresurarme a decirte que pienso hablarte de otra, ¿cómo diría?, de mis transgresiones, pero esta vez encaminada a modificar, en nuestro beneficio y no contra o en favor de otros, toda una serie de acontecimientos. Pero antes quiero hablarte de François.

Ni tú ni yo hemos vuelto a pronunciar este nombre desde la última noche que tú pasaste en Marinella, cuando me reprochaste no haber comprendido que aquel niño podía convertirse en el hijo que jamás tendríamos. Por si fuera poco, te dolía la forma en que yo te había arrebatado al niño. Pero es que tenía miedo, y con razón. Se había convertido en un peligroso testigo, temía que lo hicieran desaparecer («neutralizar», dicen eufemísticamente ellos).

La omisión se ha dejado sentir en nuestras conversaciones telefónicas, confiriéndoles un carácter evasivo y un poco desganado. Hoy quiero aclararte que, si no te he hablado antes de François, dándote tal vez la impresión de que lo había olvidado, lo hice para no alimentar en ti unas peligrosas ilusiones, y que, si ahora te hablo de él, significa que este temor mío ya ha desaparecido.

¿Recuerdas aquella mañana en Marinella, cuando François huyó para ir en busca de su madre? Pues bien, mientras yo lo acompañaba a casa, él me dijo que no quería ir a parar a un orfelinato. Yo le contesté que eso jamás ocurriría. Le di mi palabra de honor y nos estrechamos la mano. Había adquirido un compromiso y lo tendría que cumplir a toda costa.

En estos cincuenta y cinco días, Mimì Augello ha llamado, a petición mía, tres veces a la semana a su hermana para saber cómo estaba el niño. Las respuestas siempre han sido tranquilizadoras.

Anteayer, y en compañía de Mimì, fui a verlo (por cierto, le tendrías que escribir una carta a Mimì para agradecerle su generosa amistad). Tuve ocasión de observar a François mientras jugaba con el sobrino de Augello que tiene su misma edad: estaba contento y despreocupado. En cuanto me vio, me reconoció de inmediato y su expresión cambió, como si se hubiera puesto triste. La memoria de los niños es intermitente, como la de los viejos: seguramente se acordó de su madre. Me dio un fuerte abrazo y después, mirándome con los ojos brillantes, pero sin lágrimas —creo que es un niño que no llora fácilmente—, no me hizo la pregunta que yo temía, es decir, si tenía noticias de Karima. En su lugar, me dijo en voz baja: «Llévame con Livia.»

No con su madre, sino contigo. Se debe de haber convencido de que no volverá a ver a su madre. Y esto, por desgracia, corresponde a la verdad.

Tú sabes que desde el primer momento y por triste experiencia, tuve el convencimiento de que Karima había sido asesinada. Para hacer lo que tenía intención de hacer, tuve que emprender una peligrosa acción para obligar a los cómplices del asesinato a salir de su escondrijo. El siguiente paso fue el de obligarlos a que el cuerpo de la mujer fuera descubierto de tal manera que no se albergara ninguna duda sobre su identidad. Me ha ido bien. Y, de esta manera, he podido actuar «oficialmente» con respecto a François, ya declarado huérfano de madre. He contado con la ayuda del jefe superior, que ha puesto en marcha todas sus amistades. Si no se hubiera descubierto el cuerpo de Karima, mis pasos se hubieran enredado en toda una serie de ataduras burocráticas que habrían retrasado muchos años la solución de nuestro problema.

Me doy cuenta de que te estoy escribiendo una carta demasiado larga y voy a cambiar de registro.

1) François, a los ojos de la ley, tanto de la nuestra como de la tunecina, se encuentra en una situación paradójica. Es, efectivamente, un huérfano que no existe, pues su nacimiento no se registró ni en Sicilia ni en Túnez.

2) El juez de Montelusa que se ocupa de estas cosas ha regularizado de alguna manera la situación de François, sólo durante el tiempo necesario para la tramitación de las diligencias, confiando su custodia provisional a la hermana de Mimì.

3) El propio juez me ha informado de que, teóricamente, sería posible en Italia la adopción por parte de una mujer soltera, pero ha añadido que, en la práctica, no es así. Y me ha citado el caso de una actriz sometida desde hace años a sentencias, dictámenes y medidas contradictorias entre sí.

4) Lo mejor que se podría hacer para abreviar, según el juez, sería que nosotros dos nos casáramos.

5) Por consiguiente, prepara los papeles.

Te abrazo y te beso.

Salvo

P.D. Un notario de Vigàta amigo mío administrará un fondo de quinientos millones de liras a plazo fijo en nombre de François, del cual éste podrá entrar en posesión cuando alcance la mayoría de edad. Me parece justo que nuestro hijo nazca oficialmente en el mismo momento de poner los pies en nuestra casa, pero me parece más que justo que lo ayude en la vida la que fue su verdadera madre, a quien pertenecía el dinero.

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