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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (63 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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Haciendo caso omiso de las inconexas órdenes que les daban las bridas, los animales giraron bruscamente saltando por encima de cuantos cuerpos encontraron en busca de una salida a campo abierto. Cómo fueron capaces de hallar un hueco entre la aglomeración de soldados que se apiñaban por doquier, Nemenhat nunca lo supo. Él bastante tuvo con mantenerse sujeto a las riendas con una mano, mientras con la otra se cubría con el escudo de todo cuanto le caía. Pero
Montu
y
Set,
sí lo supieron, pues tras embestir a cuantos les cerraban el paso, salieron a la llanura, libres como el viento, y no pararon de correr hasta ganar la posición del campo egipcio.

Cuando detuvieron su vertiginosa carrera, ya las asistencias acudían en ayuda del príncipe que, desvanecido, fue inmediatamente llevado a su tienda con el rostro bañado por la sangre.

Allí acabó la batalla de las llanuras de Dyahi para Nemenhat, que quedó junto a su príncipe mientras el médico del faraón curaba la tremenda brecha que aquél tenía en la cabeza, y que le mantuvo inconsciente hasta bien entrada la noche. Quizá fuera mejor, pues así no tuvo que presenciar el cruel final de la contienda.

Eran las leyes de la guerra; el vencido tan sólo podía esperar la clemencia que el vencedor estimara oportuna para él y los suyos, como asimismo hubiera ocurrido si ellos hubieran ganado, y aunque Ramsés no fuera un hombre despiadado en absoluto, tampoco podía evitar lo que la victoria final traía consigo.

Miles y miles de cadáveres cubrían la llanura cuando el sol declinaba por el oeste. Lloros, quejidos y estertores sonaban aquí y allá mientras los
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hacían recuento exhaustivo de las bajas. Para ello, los soldados apilaban montones enteros de manos cortadas al enemigo, para así contar las víctimas. Los escribas las contabilizaban y anotaban los nombres de los soldados que les habían dado muerte, para que así pudieran acceder a las recompensas o condecoraciones que el faraón solía dar por número de bajas. Era una forma siniestra, sin duda, de registrar los muertos en el campo enemigo, que sin embargo se venía utilizando en el ejército egipcio desde los inicios de su historia, y que constituía un método de contabilidad fiable e incluso civilizado, si se comparaba con el utilizado por otros pueblos. Sin ir más lejos, los mercenarios libios teman por costumbre emascular a los enemigos caídos de tal forma que acumulaban todos los miembros de éstos en montones, haciendo gran escarnio, hasta que el escriba terminaba de contarlos.

Manos y falos, por tanto, se amontonaron al atardecer en aquella llanura olvidada de las tierras de Canaán. Junto a ellos, filas interminables de hombres vencidos, atados con los codos a su espalda, y con una soga al cuello que iba de paria en paria hasta donde la vista alcanzaba. Los escribas trabajaban a destajo haciendo una cuenta exhaustiva tanto de los vivos como de los muertos. Los funcionarios enviados por los templos se frotaban las manos ante el inmenso botín que habrían de repartirse. Ancianos, mujeres, niños…, familias enteras con todas sus pertenencias, quedaban a merced del vencedor aquella tarde. Miles de carretas tiradas por bueyes o asnos, rebaños de cabras, piaras de cerdos… todo, absolutamente todo, sería repartido en los próximos días a nuevos dueños.

Pero, si hubo alguien que vio aumentar sus riquezas de forma sustancial, ese fue el clero de Amón. Las arcas del dios fueron llenadas a reventar por decisión del faraón, que concedió a los sacerdotes de Karnak más de la mitad de todo el botín conseguido en aquella batalla. Animales, enseres, y un incalculable número de hombres y mujeres entraron a formar parte, como esclavos, de los bienes que poseía «el Oculto». Aquel día, sin duda, Ramsés ayudó definitivamente al clero de Amón a ser inconmensurablemente poderoso.

El resto de los templos también se llevaron su parte en la pitanza, más nada comparable con la que obtenía el dios tebano. Además, los astutos escribas adscritos a su templo utilizaron su enorme influencia, para elegir lo que más les conviniese. Animales más robustos, mujeres más jóvenes, hombres más fuertes…

El faraón, por su parte, estaba entusiasmado por tan grandiosa victoria, que nada tenía que envidiar a la alcanzada por el Gran Ramsés en Kadesh, cien años atrás. Se sentía tan enfervorizado, que decidió mostrarse benévolo con los vencidos; así, dispuso que sólo los marcaría a fuego con su sello, antes de pasar a ser de su propiedad. Incluso en su infinita indulgencia, se inclinó a ser generoso con aquellos valientes soldados y les ofreció la posibilidad de que formaran parte de su ejército donde serían tratados como los demás. Ni que decir tiene que todos cayeron de bruces ante el dios, alabando su misericordia al conservarles la vida y admitirles como nuevos hijos en su familia. «Vida, fuerza, poder y estabilidad» le fueran dados al gran faraón por su clemencia.

Ramsés sacrificó bueyes en honor de los dioses protectores de Egipto para que sus tropas celebraran así la borrachera del triunfo.

El campamento egipcio fue una fiesta aquella noche, en la que el faraón había destruido por completo a la barbarie que había amenazado la esencia de toda civilización y conocimiento que en el mundo había.

Desde el interior de la tienda, Nemenhat escuchaba los cánticos y risas de los soldados ebrios, que habían devorado hasta quedar ahítos toda la suculenta comida que el dios les había dado. ¡Carne de buey!, manjar que raramente comían y que aquella noche degustaron hasta reventar.

—¡Larga vida al todopoderoso, hijo de Ra, señor del mundo! —oía que gritaban por doquier.

Nemenhat se imaginaba a las pobres gentes que aquel día habían perdido su libertad, y que se encontrarían en algún lugar de aquel campamento, acurrucados los unos junto a los otros, temerosos por cuanto pudiera ocurrirles. Todos pensarían en lo que podría ser de ellos, aunque supieran de sobra cual sería su destino. Los hombres abrazarían a sus esposas y éstas a sus hijas, conteniendo su angustia cada vez que algún soldado les increpase; pues no en vano se encontraban a su merced.

Pero también sabía, que nada malo ocurriría a aquellas mujeres que, aterrorizadas, se estrechaban las unas a las otras, temerosas de ser tomadas a la fuerza por cualquier soldado. El ejército de Ramsés era en eso una excepción, y nadie se propasaría con ellas. Si el dios hubiera tenido conocimiento de ello, sin duda hubiera mandado ajusticiar al responsable allí mismo. Nada hubiera repugnado más al faraón que el estar al mando de un ejército de violadores. Cuando los dioses alumbraron a Egipto donándole su sabiduría, advirtieron de la necesidad de tener el máximo respeto por la mujer, y todos los egipcios lo aprendían desde niños.

Parahirenemef se sujetaba una gasa de lino sobre su cabeza. Contenía una cataplasma de una cocción a base de cera, grasa, miel, pulpa de vaina de algarrobo, cebada cocida y aceite de moringa, que el médico de su padre le había recetado para parar la hemorragia y secar la herida cuanto antes. El príncipe también tenía un terrible dolor de cabeza que había decidido paliar a base de una generosa ingestión de vino.

—Todos los demonios andan sueltos en su interior —maldecía una y otra vez señalándose la cabeza.

—Deberías hacer caso al médico y tomar el sedante que te recomendó —dijo Nemenhat suspirando.

—¿Estás loco? —contestó el príncipe abriendo desmesuradamente los ojos—. No probaría las hojas
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ni aunque me lo rogase mi augusto padre.

—No creo que sea para tanto.

—No sabes lo que dices —exclamó haciendo una nueva mueca de dolor—. Éstas son amapolas de Tebas; una vez las probé y estuve semiinconsciente durante días. Nunca me he sentido peor.

—Pues el vino no te ayudará.

—¿Tú crees? Dentro de un rato estaré durmiendo como un bendito. Escucha, estos médicos aprovechan cualquier ocasión para fastidiar, si lo sabré yo.

—Pero si te emborrachas, mañana te dolerá aún más.

—Ya veremos. Conozco bien estos casos en los que te golpeas la cabeza; lo que ocurre, realmente, es que el cerebro produce más cantidad de mocos de lo normal y por eso duele. El vino es mano santa para ello, sobre todo éste que es de los viñedos que tiene mi padre en el Delta.

Nemenhat asintió sonriéndole.

—¿De dónde has sacado semejante historia?

—Me lo contó Hapu, un viejo soldado que fue camarada de mi abuelo el divino Setnajt. Le abrieron la cabeza varias veces y sabía mucho sobre estos asuntos.

—Comprendo.

—¡Ah, Setnajt! ¿Te he hablado alguna vez de mi abuelo? —preguntó el príncipe mientras se quitaba el emplasto y observaba si ya no tenía sangre.

—No, nunca.

—Es el hombre con más valor que he conocido nunca —dijo casi reverente mientras se volvía a poner la venda en la cabeza—. Gente de otro tiempo, ¿sabes? Claro que tú hoy —continuó tras dar un nuevo sorbo— has demostrado que tampoco te quedas corto. El faraón debe agradecerte el no tener a estas horas un hijo menos.

—Más debieras agradecérselo a
Set
y
Montu,
tus caballos. Ellos sí son valientes, y fueron los que en verdad nos libraron del peligro.

—Lo sé, lo sé —suspiró volviendo a beber—. ¿Sabes?, los quiero más que a la mayoría de la gente que conozco, incluso más que a alguno de mis insufribles hermanos.

—Nunca vi nobleza igual, príncipe. Debías haberlos visto embestir a cuanto se les ponía por delante buscando un camino para sacarnos de allí.

—Debió ser magnífico, sin duda. Fue una pena que me lo perdiera. ¿Sentiste miedo?

—Si te soy franco, te diré que no. Estaba tan preocupado con que no cayeras del carro, que no tuve tiempo de pensar en la proximidad de la muerte. Sólo al encontrarme libre de peligro, me di cuenta de lo que hubiera podido ocurrir, y entonces reconozco que me temblaron las piernas.

—Esa sensación la he tenido yo varias veces y reconozco que es difícil de dominar.

—Y tanto, sólo cuando los médicos me dijeron que tu corazón todavía latía, se me pasó.

Parahirenemef permaneció un instante en silencio; luego continuó.

—Espero poder devolverte algún día lo que hiciste por mí. Ya sé que no sabes nada de caballos, y que ellos buscaron nuestra salvación. Pero fuiste tú el que me protegiste mientras estaba tendido en el fondo del cajón. Tú solo, en medio de un mar inhóspito de feroces guerreros, dispuesto a tragarnos. Incluso el faraón se encuentra admirado de lo que ocurrió. Quizá te ha llegado el momento de recuperar tu fortuna.

Nemenhat le miró muy serio.

—No entiendo.

—Pues te aseguro que lo vas a comprender enseguida —replicó el príncipe—. Hoy has salvado a un príncipe de Egipto de una muerte cierta. Mi reconocimiento hacia ti será de por vida.

—Me honras con lo que dices…

—Eso no es suficiente, ni creo que fuera lo adecuado. Has soportado la desgracia, y la injusticia de Egipto se cebó con los tuyos. Ya es momento que sepas de la otra parte; aquélla que desconoces y que rebosa saber, gratitud, magnanimidad y justicia, y que hicieron grande a Egipto. ¡Más grande que cualquier otro país sobre la tierra! Todo eso existe, créeme, aunque tú no lo hayas encontrado. Mi padre representa la manifestación de todo lo bueno que pueda existir en el país de Kemet. Su corazón es generoso como ningún otro. Yo mismo le pediré que te conceda cualquier cosa que le pidas.

Nemenhat observó al príncipe con expresión, cuando menos, de sorpresa.

—No hace falta que me mires así, hombre —dijo apurando otra vez la copa—. Hoy los dioses están contigo, aprovéchalo; pues créeme que, por lo general, tardan demasiado en favorecernos. Ve y disfruta de la alegría del campamento esta noche; yo me voy a dormir antes que los mocos me revienten la cabeza.

La noche, serena y estrellada, era mudo testigo del júbilo que se vivía en el campamento egipcio. Miles de hogueras brillaban por todas partes con su característico crepitar, a la vez que creaban un curioso efecto en la oscura campiña cananea. A su alrededor, los soldados se reunían exultantes contando mil y una hazañas del feroz combate que habían sostenido. Algunos restañaban sus heridas junto al fuego felices, al fin y al cabo, de haber salido con bien de aquella empresa. Muchos habían sufrido terribles amputaciones, pero conservaban la vida, el bien más preciado que pudieran poseer, y una eternidad por delante para contar a sus descendientes lo que ocurrió en aquella batalla.

Habían comido cuanto habían querido, y bebido hasta abotargar su entendimiento, por lo que, con los estómagos repletos, acababan estirándose plácidamente al confortable calor de las llamas, esperando la llegada del sueño que les daría un descanso sin duda merecido.

Nemenhat vagó sin rumbo por entre las fogatas disfrutando a su manera del triunfo. Los cánticos, las bromas y las risas le contagiaban la alegría de aquellos guerreros. Él también se sentía feliz, aunque no por el hecho en sí de haber conseguido la victoria, sino porque todo parecía haber terminado y atisbaba la posibilidad de un pronto regreso a su hogar. Sintió ansiedad al pensar en ello, y más aún cuando lo hizo en Nubet.

Su esposa, quizás el único ser querido que le quedaba en Egipto, resultaba ahora su única esperanza de felicidad futura. Pero su corazón se hallaba plagado de sombras que le eran difíciles de apartar. Temores que le angustiaban y pesaban sobre su conciencia como losas de granito. Si Nubet no le absolvía de ellos, sabía que los tendría que soportar durante toda su vida.

—¡Salve al salvador de reyes! —oyó de repente a alguien gritar, muy próximo.

—¡Un nuevo héroe ha nacido, honrémosle! —volvió a escuchar a su lado.

Nemenhat vio entonces una figura recortada por la luz de una hoguera cercana que le resultó familiar. Llevaba una pequeña ánfora en una de sus manos y ladeaba levemente su cabeza al observarle; era Kasekemut.

—Brindo por ti —dijo éste dando un largo trago y limpiándose luego la boca con el dorso de la mano. Después dio un pequeño traspiés y a duras penas consiguió mantener el equilibrio—. Quién sabe, quizá tu nombre quede grabado en la piedra por orden del faraón. Entonces serías inmortal.

Nemenhat permaneció callado.

—¡Imaginaos! —continuó Kasekemut haciendo aspavientos—. El criminal que se redime y perpetúa su nombre por los siglos de los siglos.

A Nemenhat aquello no le pareció nada gracioso y se dispuso a continuar su camino, pero Kasekemut se interpuso.

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