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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (64 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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—¿Crees que porque estoy borracho no sé lo que digo? —dijo aproximando su cara hacia él—. Estoy absolutamente borracho, pero tú te has redimido, ¡y por dos veces!

—Yo no tengo nada que redimir.

—¡Escucháis! —exclamó mirando hacia el grupo que, sentado alrededor del fuego, le acompañaba—. A veces los hombres se vuelven héroes. Son como semidioses que ven las cosas de otra manera.

—Estás borracho —replicó Nemenhat intentando marcharse.

—¡Borracho por la gloria del faraón! —gritó Kasekemut sin poder ocultar su furia.

—¿Qué es lo que quieres? —suspiró Nemenhat incómodo.

—¿Que qué es lo que quiero? Si algo me encoleriza, son tus aires de salvador; protector de príncipes. Actos sublimes que sirven para exculpar tu pasado como saqueador de cadáveres. Pero no solamente eso —continuó señalando de nuevo al grupo—, también protege a la mujer que su amigo le confía, abusando de ella como un canalla, y luego vuelve a liberar su alma salvándome la vida.

Al decir esto, Kasekemut dio un violento pisotón y Nemenhat vio como el rostro se le congestionaba de ira.

—¡Le debo la vida! —exclamó sin poder ocultar su furia—. Debo mi vida al más infame de los valientes. ¡Que Set me arrastre a los infiernos si esto puede ser verdad! Ningún castigo peor que éste me podían haber mandado los dioses.

—Tu rabia te ciega, Kasekemut. Nunca abusé de Kadesh, aunque tú no me creas.

—¡Nunca pronuncies ese nombre! —gritó fuera de sí como un energúmeno—. Nunca, ¿me oyes? Te advertí que si lo hacías te mataría.

—Quizás hayas pensado ya en hacerlo —contestó Nemenhat fríamente.

Kasekemut le miró a los ojos y luego volvió su cara hacia sus compañeros esbozando una extraña sonrisa. Aker, que se encontraba acurrucado junto al fuego, se la devolvió misteriosamente.

—Dime, Kasekemut. ¿Hubieras sido capaz de matarme, o acaso lo habría hecho alguno de tus hombres?

—Eso nunca lo sabrás —contestó despectivo.

—Pero tú sí. ¿Y ahora qué piensas hacer? ¿Mandarás a Aker tras de mi sombra para cumplir tus propósitos? ¿O quizás haya alguna otra persona interesada en ello?

Kasekemut demudó su rostro al oír aquello y miró de nuevo a Aker. El kushita no dijo nada.

—Esta noche nuestros caminos se bifurcan para siempre, Kasekemut, y te digo que no me pasaré el resto de mis días temiendo por mi vida; haz lo que tengas que hacer. Nada me debes pues lo que ocurrió hoy en Dyahi fue mi mejor acción; ahora espero no volver a verte jamás.

Después, dándole la espalda, se marchó.

Allí quedó Kasekemut, viendo al que en otro tiempo fuera su amigo desaparecer en las oscuras sombras que habitaban más allá de la hoguera, colmado por su inagotable ira y reconcomido por extraños sentimientos de culpabilidad de infames maquinaciones. Nunca se volverían a ver.

El faraón no tuvo tiempo de celebraciones, pues casi de inmediato abandonó a su ejército victorioso.

Había neutralizado la amenaza que aquella inmensa horda representaba para su país, y además había capturado un fabuloso botín, logrando una victoria total. Mas el trabajo se hallaba aún incompleto, pues una poderosa flota estaba a punto de entrar por la desembocadura del Nilo dispuesta a saquear el país de Kemet.

Mientras se dirigía a toda prisa, junto con su pequeño contingente, hacia el Delta, Ramsés recibía diariamente, por medio de sus correos, información de cuál era la situación. Bajo su punto de vista, el peligro de una invasión para su pueblo se había visto desbaratada con su triunfo en las llanuras de Dyahi. Egipto se había salvado de nuevo de la eterna codicia que los países extranjeros sintieron por él, desde casi la noche de los tiempos, pero ello no significaba que estuviera seguro. La armada de barcos que lo amenazaban no tenía capacidad por sí sola para conquistarlo, pero sí podía saquear las ciudades de las Dos Tierras hasta llegar, al menos, a la primera catarata. Eso significaba que podrían reducir a cenizas, capitales como Heliópolis, Menfis, Abydos, Tebas… Poblaciones que no sólo atesoraban riquezas, sino también miles de años de sabiduría y conocimientos, que no podían caer en manos bárbaras y desalmadas. Porque, dentro de aquellos buques que pretendían llegar hasta el corazón de Egipto, iban los más implacables bandidos que poblaban el Gran Verde. Piratas sanguinarios, acostumbrados a perpetrar saqueos y violaciones en todo el litoral y que habían unido sus fuerzas por tierra y mar para cambiar las fronteras del mundo conocido.

El faraón marchó pues a reunirse con su armada que le esperaba en un lugar estratégico situado en las Aguas de Ra, el brazo Pelúsico del gran Nilo
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Con él, sólo marchaba un pequeño contingente de tropas, sus escuadrones de carros y los arqueros nubios, dejando que el grueso de sus divisiones se dirigieran, junto con los vencidos, a Egipto.

Fue un viaje agotador en el que Ramsés demostró claramente lo bien que sabía cuanto hacía.

El real destacamento apenas se detuvo lo imprescindible para descansar, reanudando su viaje, cada día, antes que el sol apuntara por el horizonte.

Parahirenemef, ya recuperado de su herida, rezongaba sin parar ante Nemenhat.

—Parecemos
medjays
persiguiendo furtivos —se quejaba una noche en su tienda.

—Los
medjays
son tipos duros —replicó Nemenhat—. No es un mal símil.

—Bah, a este paso acabaremos horneando el pan en las dunas del desierto, como hacen ellos.

—¿En serio?

—Sí, colocan las tortas entre la ardiente arena y así las cuecen. ¿No me digas que no lo sabías?

—Pues no; sólo una vez traté con los
medjays
y
me impresionaron vivamente. Recuerdo que les acompañaba un mono.

—Babuinos; aunque a veces llevan perros. Por cierto que son muy feroces.

—Eso me pareció —dijo Nemenhat recordando la mañana en el palmeral.

—Son capaces de seguir rastros por el desierto, allá donde las alimañas no se atreven a adentrarse. Ya te digo que son implacables, además pueden pasarse días sin beber ni una gota de agua. Mi padre les tiene en gran estima, dice que si el resto del ejército fuera como ellos, toda la tierra le pertenecería.

—¿Y para qué querría toda la tierra?

—Ya sabes. ¡Gloria al Egipto! —exclamó el príncipe mientras se arrellanaba entre los cojines—. Aunque no me imagino a nuestros soldados lejos del Valle de forma permanente. No creo que haya en el mundo pueblo al que le disguste tanto estar lejos de su tierra como a nosotros
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Nemenhat sonrió sin decir nada.

—Mañana a estas horas habremos contactado ya con nuestra marina, y al fin dormiré plácidamente en mi barco. Te aseguro que lo necesito, pues tengo el cuerpo molido por el ajetreo de esta campaña. Quizá ya sea mayor.

Nemenhat soltó una carcajada ante la ocurrencia, y el príncipe le miró divertido.

—No te rías, dentro de poco llegaré a los treinta, y ya seré casi un anciano. Entonces quizá me llamen venerable príncipe.

Ahora los dos rieron estrepitosamente.

—¿Sabes? —continuó Parahirenemef mientras lloraba de la risa—. Cuando acabe esta guerra pienso disfrutar de cada fiesta que se haga en Menfis sin límite ni medida, antes que sea demasiado viejo para ello. Espero que me acompañes.

Nemenhat cambió de expresión y se puso algo melancólico.

—Comprendo, comprendo —dijo el príncipe al ver el gesto—. Eres un esposo fiel y considerado; a veces creo que todo el mundo es tan crápula como yo. Además, a tu regreso, tendrás asuntos que resolver… Pero dime, ¿has pensado en lo que te dije en Dyahi?

—¿A qué te refieres?

—A lo que hablamos aquella noche en mi tienda. Te prometí que mi padre te recompensaría por lo ocurrido, ¿no lo recuerdas?

—Sí, pero sabes bien que no es necesario que…

—Eso no debes decidirlo tú. Mi padre está entusiasmado por lo que pasó; no hay nada que más le guste que las heroicas historias sobre guerreros. Conoce todo lo que ocurrió al dedillo y me ha asegurado que nunca ha visto disparar a nadie como a ti.

—¿En serio? —exclamó Nemenhat sin poder ocultar su asombro.

—Totalmente. El faraón no deja de sorprenderme a mí también; parece saber todo cuanto sucede a su alrededor.

—Entonces sabrá quién soy —murmuró Nemenhat apesadumbrado.

—Perfectamente. Pero te aseguro que yo no le he contado nada. La otra noche se encontraba de un humor excelente e hizo algunos chistes sobre ti, aunque eso sí, considerando la seriedad del asunto.

Nemenhat no supo qué responder.

—Te diré —prosiguió el príncipe— que le eres muy simpático y me ha asegurado que te concederá cualquier cosa que le pidas.

—¿Cualquier cosa?

—Lo que quieras; el dios no se anda con ambages. Si dice que te concede algo, lo hará. Así pues, pídele lo que desees.

Nemenhat se recostó pensativo mientras miraba a los ojos del príncipe. Aunque recordaba perfectamente las palabras de éste y su promesa de que sería recompensado, no había vuelto a pensar en ello. Sólo hubiera querido pedirle una cosa, que ni el dios podría darle. Nadie le devolvería a su padre, ni tan siquiera Osiris accedería a semejante ruego. Eso era lo que más hubiera deseado, mas ya sólo era una quimera.

Parpadeó imperceptiblemente mientras carraspeaba.

—Dices que el dios me concederá un deseo.

El príncipe asintió en silencio.

—En ese caso me gustaría que devolvieran a Hiram su negocio y le liberaran de toda culpa.

—¿No pides nada para ti? —preguntó el príncipe extrañado.

—Ese hombre me ayudó, y mi pecado le salpicó de la forma más vil. Resarcirle significaría hacer justicia y yo me sentiría feliz.

—Se lo diré al faraón, aunque te aseguro que se sorprenderá.

—Si me lo concede, me hará una gran merced.

—Comprendo. Al menos habrás hecho planes para ti, cuando todo esto acabe.

—Ignoro cuál será mi destino inmediato, aunque mi deseo sería regresar junto a mi esposa; es posible que tengas razón y sepa perdonarme. En todo caso, los dioses decidirán cuál será mi castigo.

—Quizá no pase mucho tiempo para que lo sepas.

Ramsés tenía pensada su estrategia hasta el último detalle. Conocía a la perfección los pormenores de la flota que se disponía a invadir su país, y sabía de su propia incapacidad para hacerles frente en mar abierto. Los egipcios siempre habían aborrecido el mar, al que consideraban poco menos que residencia del mal. Por ello, no disponían de barcos de altura para navegarlo, ni mucho menos de una flota capaz de combatir en él. Así que decidió que lo mejor sería dejar que el invasor entrara en el río y hacerle frente en él, donde sí poseía las embarcaciones apropiadas. Decidió también que el Delta era la zona idónea para ello; un laberinto de canales rodeados de extensas zonas pantanosas, donde los bajeles enemigos de alto bordo, difícilmente podrían maniobrar. Aprovechó, a su vez, la extensa vegetación que crecía en esta zona, para esconder sus propias naves, y tendió a su adversario la más colosal trampa que se pudiera imaginar.

Una mañana, toda la flota egipcia se puso en movimiento. El faraón, en persona, les condujo río abajo en busca de un enemigo que se sabía muy cercano. Descendió con su nave real por la corriente del brazo oriental acompañado por sus mejores oficiales, hasta llegar a uno de los lagos naturales que se formaban cerca de la desembocadura, junto a los que crecía un espeso follaje. Allí detuvo sus naves, escondiendo innumerables barcos de carga por los canales que afluían y circunnavegaban el lugar, y que posteriormente se volvían a unir al brazo principal del río, cerca de la desembocadura. Luego bajó a tierra disponiendo a todos sus arqueros en las orillas, quedando éstos a cubierto entre la espesa vegetación; después esperó.

Los buques enemigos entraron por el ramal oriental de las bocas del Nilo sin ninguna oposición, y navegaron dicho brazo favorecidos por el habitual viento que, desde el norte, solía soplar. Vencieron la corriente del río sin dificultad, y dispusieron sus barcos en una formación en línea que se perdía en el horizonte. Cientos de barcos entraban en el país de los faraones, confiados en sus fuerzas y sin temor alguno a sus hombres ni a sus dioses.

Ramsés, que estaba al corriente de todo cuanto ocurría, les dejó adentrarse hasta alcanzar el lugar donde había decidido presentarles batalla.

Así, una mañana muy temprano, la vanguardia enemiga llegó a aquel paraje, donde el río parecía ensancharse, al tiempo de ver cómo algunas embarcaciones egipcias entorpecían su avance en mitad de las aguas.

Enseguida se hicieron varias señales y comenzaron a perseguirles río arriba, eufóricos ante la perspectiva de entrar en combate.

Los navíos egipcios, construidos específicamente para navegar por el Nilo, se desplazaron velozmente por sus aguas manteniendo una prudente distancia con los pesados barcos de sus perseguidores. Así, toda la flota enemiga entró por completo en aquel ensanchamiento natural del río, entusiasmados ante la perspectiva de conseguir los primeros botines.

Cuando Ramsés vio que todos los buques se encontraban donde quería, dio las órdenes oportunas y cerró la trampa que tan hábilmente había tramado.

Las naves invasoras que iban en cabeza se dieron cuenta de lo que pasaba cuando ya era demasiado tarde, justo cuando el río volvía a tener su anchura normal, al ver cómo varias gabarras les cortaban el paso obstaculizando su avance. Al encontrarlas livianas, los barcos enemigos de vanguardia las embistieron con sus poderosas proas abriéndose paso a viva fuerza a través de ellas. Mas un poco más adelante, nuevas gabarras permanecían ancladas en el río, atravesadas, impidiendo el paso de cualquier navío. Aquellos curtidos navegantes, hombres bragados y acostumbrados a las calamidades propias del mar, se sonrieron al ver los frágiles bajeles que se les oponían, y en su soberbia, se dispusieron nuevamente a embestirlos, demostrando así el ancestral desprecio que sentían por la navegación fluvial.

El faraón, obviamente, contaba con ello y así, cuando la nueva acometida estaba próxima, hizo la señal convenida y cientos de arqueros salieron de las orillas cubriendo el cielo de saetas encendidas que cayeron sobre los navíos que parecían encontrarse a la deriva. Éstos, repletos de aceite, se convirtieron instantáneamente en inesperadas teas, justo cuando los primeros barcos enemigos chocaban contra ellos.

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