El ladrón de tumbas (66 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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—Ahora soy Dedi —se dijo socarrón.

Anduvo entre el gentío que discurría por los aledaños del puerto hasta que se hizo de noche. No quería que nadie descubriera su llegada, y prefirió esperar a la oscuridad, para dirigirse a su casa y así evitar ser reconocido. Se cubrió con un chal de lino y caminó por las calles del barrio que tan bien conocía, sin poder evitar melancólicos recuerdos. Sin proponérselo, sus pies le llevaron a la casa en la que, durante tantos años, había vivido con su padre. Estaba extrañamente silenciosa; sin huella alguna de que, en un tiempo, hubiera habido vida.

La imagen de Shepsenuré se le apareció entonces sin pretenderlo; llenaba la casa, la calle… su corazón. ¡Cuánta miseria! Nemenhat abandonó el lugar de inmediato con la congoja oprimiéndole desde lo más profundo de su ser; apretó los dientes luchando contra ella, con la firme determinación de no verse arrastrado por la aflicción con que la nostalgia parecía siempre perseguirle. Ello le hizo avivar el paso por las solitarias callejuelas, huyendo de lo que amenazaba con convertirse en desconsolada pena.

Era ya noche cerrada cuando Nemenhat llegó a su casa. La calle, como de costumbre, estaba solitaria a aquella hora, y el absoluto silencio que parecía envolver al barrio, tan sólo era roto por los ladridos lejanos de algún perro.

Se aproximó hasta la puerta, asegurándose que nadie le veía, y permaneció unos instantes frente a ella. Aguzó el oído intentando captar alguna voz en su interior mientras sentía que su pulso se aceleraba; mas nada oyó. Sombríos pensamientos se apoderaron de él unos momentos, llenándole de desasosiego ante la posibilidad de que no hubiera nadie dentro.

«¿Y si las cosas no son tal como me las dijo el príncipe?»

Sintió cierto desasosiego ante esta posibilidad que, de inmediato, desechó. Solo había una manera de comprobarlo.

Volvió a mirar a su alrededor cerciorándose de que estaba solo, y acto seguido golpeó la puerta con su mano.

A Nemenhat, el ruido le pareció espantoso, y enseguida pensó que los vecinos se asomarían molestos para ver quién era el causante de tal escándalo a aquellas horas. Pero todo continuó igual de silencioso y ninguna puerta se abrió; ni tan siquiera la suya. Volvió a llamar de nuevo con más fuerza a la vez que movía el pestillo por si la puerta estuviera abierta. Pero fue inútil, pues ésta se encontraba bien cerrada; así que la golpeó con decisión repetidamente.

Al poco, Nemenhat creyó oír ruido dentro. De nuevo puso atención y entonces creyó escuchar el sonido de unos pasos en el interior que se acercaban. Las pisadas se hicieron más nítidas paulatinamente hasta resultar cercanas y, al momento, una voz que le era bien familiar, salió de la casa.

—¿Quién anda ahí? —preguntó aquella voz que parecía haber sido despertada de un profundo sueño.

—Soy yo —contestó Nemenhat casi en un susurro.

—¿Quién es yo?

—Soy Nemenhat, abre la puerta de una vez antes que despierte todo el barrio.

—¿Nemenhat? No es posible —contestó de nuevo la voz con incredulidad.

—Sí que lo es. Abre o tendré que tirar la puerta abajo.

Oyó entonces como unas manos descorrían el cerrojo de la puerta, y luego ésta se abrió dejando asomar una cabeza a través de ella; era Min.

—Por todos los genios del Amenti, Min, ¿vas a dejarme pasar o no?

Éste, que no daba crédito a cuanto veía, abrió desmesuradamente sus ojos, haciéndolos destacar aún más en la oscuridad reinante.

—¡Nemenhat! —exclamó incrédulo al tiempo que abría un poco más la puerta y acercaba la lámpara a su rostro.

Nemenhat empujó con suavidad ayudándole a abrirla del todo, y luego entró.

—¡Hathor bendita, no puede ser! —dijo Min mientras le miraba con unos ojos como platos—. ¡Eres una aparición!

—No digas tonterías —replicó Nemenhat molesto—. No soy ninguna aparición, ni un espíritu ni nada por el estilo. No seas estúpido.

—Pero, es imposible. Te habíamos dado por desaparecido y…

—Pues he regresado; pero dime, ¿dónde está Nubet?, ¿y Seneb?-preguntó con ansiedad.

—Seneb ha muerto —se lamentó Min bajando sus ojos hacia el suelo.

—¿Que ha muerto?

En ese momento oyó el sonido de otros pasos y vio la débil luz de un candil que se acercaba.

—¿Qué ocurre, Min, quién es?

Al escuchar aquella voz a Nemenhat le dio un brinco el corazón; era Nubet.

—Pero… —apenas acertó a decir mientras se aproximaba.

Luego no pudo reprimir un grito a la vez que se llevaba una mano a su boca.

—¡Eres tú, Nemenhat! ¡Estás vivo!

Apenas dicho esto, sintió cómo su vista se nublaba y sus piernas apenas fueron capaces de sostenerla, cayendo desvanecida sobre la estera.

Cuando volvió en sí, lo primero que vieron sus ojos fue el rostro de su esposo. Creyó que se encontraba de nuevo en una de las numerosas pesadillas que, con tanta frecuencia, había sufrido durante aquellos últimos meses. En ellas, siempre estaba presente Nemenhat cubriéndola de besos y atenciones como el más solícito de los maridos; colmándola de felicidad. Mas al despertar, se encontraba de nuevo con la soledad de una cama que apenas había podido compartir con él, y con la terrible perspectiva de que jamás lo volvería a hacer. Entonces, Nubet volvía al reino de la desesperanza en el que se había convertido su corazón.

En sólo un día había perdido a su esposo y a su padre, y un mundo sórdido y oscuro, para el que no estaba preparada, la había engullido por completo mostrándole una cara bien distinta de todo cuanto había conocido. Vivía instalada en la aflicción; triste y desorientada, y sin saber cómo darle sentido a una vida que ya no tenía ningún interés en vivir. Pasaba la mayor parte del tiempo recluida en su casa, sin apenas atreverse a salir, por miedo a las increpaciones de los vecinos que tanto había querido.

La noticia de que Nemenhat y su familia no eran más que vulgares saqueadores de tumbas había sido extrañamente extendida por todo el vecindario. Un vecindario, que había pasado de una suma adoración, a sentir el mayor de los desprecios por la muchacha, hasta el punto de ser insultada siempre que se cruzaban por la calle con ella. De nada valió la ayuda que Nubet, desinteresadamente, les había prestado durante años. Sus antiguos pacientes dejaron de visitarla, y sólo Min, el fiel compañero de su padre, permaneció incondicionalmente a su lado, haciéndose cargo, en lo posible, de todas sus necesidades.

Por eso, al ver a Nemenhat inclinado sobre ella sosteniendo una de sus manos entre las de él, parpadeó varias veces incrédula temiendo encontrarse de nuevo en uno de aquellos sueños.

Nemenhat, que la miraba dulcemente, sentía que su corazón se desgarraba en infinitas partes, observando el lamentable estado en que se encontraba su esposa. Aquellos ojos, hermosos como ningunos otros, apenas representaban un vago remedo de su antiguo esplendor. Hundidos y rodeados de oscuras ojeras, eran el espejo más fiel del terrible sufrimiento que Nubet había padecido.

—Nubet, soy yo, Nemenhat —le dijo casi en un susurro—. He vuelto para estar junto a ti para siempre.

—¡Nemenhat! —exclamó ella casi sin fuerzas—. Estoy de nuevo en un sueño.

—No es ningún sueño, amor mío. He regresado; ya no tienes nada que temer.

Ella trató de incorporarse un poco y extendió débilmente sus brazos hacia él. Nemenhat se inclinó más sobre ella y sintió cómo aquellos brazos le rodeaban la nuca; luego se fundieron en un abrazo en el que sus cuerpos se transmitieron todo cuanto necesitaban decirse, sin pronunciar una sola palabra.

—Ya no me quedan lágrimas —musitó ella en su oído rompiendo el silencio.

—Lo siento, Nubet, lo siento muchísimo. Sé que soy la causa de tu sufrimiento. Nunca pensé que algo así pudiera ocurrir; has sido víctima inocente de mi desgracia.

—Víctima inocente —repitió ella casi en un murmullo.

—Te quiero, Nubet, eres mi bien más preciado…

—Nuestros padres han muerto —cortó ella.

—Lo sé —contestó Nemenhat mientras notaba como las lágrimas le corrían por ambas mejillas incontroladamente.

—¿Por qué, Nemenhat? ¿Qué hemos hecho?

Nemenhat, incapaz de articular palabra, la apretó más entre sus brazos.

—Mi padre era un hombre justo que te quería como a un hijo.

—La culpa ha sido mía —acertó por fin a decir Nemenhat sobreponiéndose a su congoja—, sólo mía. Debí haberte hablado de mi pasado antes de casarme contigo, pero no tuve valor, temí que si lo hacía me rechazarías inmediatamente; fui un egoísta al no hacerlo. Perdóname, Nubet.

—He rezado cada noche a nuestra madre Isis pidiéndole por ti, allá donde te encontraras. Ella es capaz de obrar cualquier milagro. ¿Acaso no devolvió la vida a su esposo Osiris? Isis vela por nosotros en todo momento y al fin ha atendido a mis plegarias —dijo como si estuviera a punto de entrar en trance.

Nemenhat sintió cómo los brazos de su esposa se desprendían de su cuello y caían laxos; luego la ayudó con cuidado a tumbarse de nuevo sobre la cama.

—Es mejor que la dejes dormir —oyó que decía Min a su espalda—. Debe recuperarse de la conmoción que ha sufrido al verte.

Nemenhat asintió mientras la arropaba con una manta. Luego salió de la habitación y acompañó a Min a la sala apenas alumbrada por débiles candiles.

—¿Quieres vino? —le ofreció Min mientras cogía un ánfora.

El joven hizo un ademán de conformidad mientras se sentaba sobre unos almohadones.

—Es del que nos regalaba tu padre, ¿sabes? Ya nos queda poco —dijo mientras le ofrecía la copa.

Nemenhat apuró su contenido de un trago y tendió de nuevo la copa para que se la volviera a llenar.

—Sea cual fuere el lugar donde has estado, parece que te has aficionado —dijo el africano con su habitual socarronería.

Nemenhat no hizo caso al comentario y se llevó de nuevo el vaso a la boca para dar un sorbo.

—Ahora cuéntame lo que ha ocurrido aquí —dijo Nemenhat bruscamente.

—Más bien deberías ser tú el que comenzara a hablar. ¡Quién iba a pensar que fuerais saqueadores de tumbas! —exclamó Min de nuevo con sarcasmo.

—Tienes razón, amigo mío. Sin duda debería dar mil explicaciones para que al menos comprendáis cómo he traído la miseria a vuestra casa.

Nemenhat contó entonces a Min su historia, su niñez y su oscuro pasado buscando tumbas olvidadas junto a su padre. Le habló de Ankh y de la relación que éste entabló con ellos y que a la postre traería tan funestas consecuencias. El africano abrió los ojos sorprendido al escuchar cómo el escriba les empujaba a robar tumbas en Saqqara, pero permaneció callado durante todo el relato. Cuando terminó, Min estaba perplejo.

—Mi padre disponía de riquezas suficientes para que vivieran holgadamente varias generaciones. No tenía necesidad de robar más, y eso fue precisamente su perdición.

—¿Y todas esas riquezas, las conservas?

Nemenhat hizo una mueca burlona.

—Ankh es ahora el dueño de todo. No dudes si te digo que todo ha sido un complot. Hemos sufrido la más diabólica de las confabulaciones.

—¿Estás seguro de lo que dices?

—Completamente; el príncipe Parahirenemef me lo contó en persona.

—¿El príncipe Parahirenemef? ¿Le conoces?

—Somos buenos amigos. Gracias a él, esta noche me encuentro entre vosotros.

Min le miró sin comprender.

—He combatido junto a él en la guerra.

—¿Te refieres a la guerra contra los pueblos invasores que venían del mar?

—Así es. Esta misma tarde llegué al puerto de Menfis desde el Delta después de vencerles en la última batalla.

Min, que no daba crédito a cuanto oía, apuró su copa y corrió a ponerse otra.

—Más tarde te contaré los detalles que quieras, pero ahora te ruego que me relates todo cuanto aquí ocurrió.

—De repente, los demonios se conjuraron para maldecirnos —dijo Min supersticioso—. Salieron de su inframundo dispuestos a que su maldad invadiera todo cuanto había en esta casa.

—Déjate de demonios y cuéntame lo que pasó —cortó Nemenhat bruscamente.

—La noche que desapareciste, apenas pudimos dormir. Estábamos muy preocupados por tu tardanza, sobre todo por el hecho de que nunca acostumbrabas a llegar tarde. Nubet vino, ya cerrada la noche, muy nerviosa por tu tardanza y aunque tratamos de tranquilizarla, fue ella la que al rato, nos contagió su angustia. Decidí entonces ir a la casa de tu padre para ver si él sabía algo sobre tu paradero. Pero al llegar, encontré la puerta cerrada a cal y canto, y nadie respondía a mis llamadas. Aquello me pareció muy extraño, pero pensé que quizás estuvieras con tu padre en alguna taberna. Créeme que aquella noche me las recorrí todas; mas como bien puedes suponer, mi búsqueda resultó infructuosa. Al día siguiente os buscamos por todas partes, pero no fue sino al ver que la oficina de Hiram estaba cerrada, que empezamos a preocuparnos. La empresa del fenicio estaba embargada y mientras llamábamos a su puerta, la gente nos miraba con cara rara. Volvimos a casa de tu padre y forzamos la puerta. Dentro no había más que silencio y multitud de objetos tirados por el suelo; como si allí se hubiera cometido gran violencia.

«Regresamos con Nubet —prosiguió Min— con la esperanza de que quizás ella tuviera alguna noticia vuestra, pero no fue así y al anochecer, estábamos seguros que algo grave os había ocurrido. Por la mañana, Seneb salió muy temprano dispuesto a revolver la ciudad entera en pos de vuestro paradero. Preguntó aquí y allá, pero sin obtener ningún resultado; la tierra parecía que os había devorado. Por la noche, tu esposa fue todo desconsuelo y sollozos, y no hubo forma de insuflarle un poco de ánimo a su desesperación. Al día siguiente, Seneb se encontró con un viejo amigo que trabajaba en los juzgados y al que había hecho grandes favores hacía tiempo, cuando su padre murió. El viejo embalsamador se había ocupado de su preparación, y apenas le había cobrado por sus servicios. Cuando Seneb le contó lo ocurrido, su amigo se acarició la barbilla extrañado y prometió investigar al respecto quedando en comunicarnos cualquier cosa que supieran. Esa misma tarde, regresó muy agitado a casa de Seneb y nos contó que tu padre había sido detenido por profanador y que estaba siendo interrogado por el juez. En cuanto a tu paradero, nadie parecía saber nada. Puedes imaginar la cara que puso el viejo al escuchar semejantes palabras. Juró y perjuró ante todo el tribunal de Osiris que aquello era imposible. Que tales acusaciones sólo podían ser producto de algún error descomunal.

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