El ladrón de tumbas (62 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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El faraón hizo una señal a su hijo Sethirjopshef, el Primer Auriga de Su Majestad, para que se pusiera en movimiento, y a todos los generales para que sus unidades estuvieran preparadas de inmediato; después, seguido de todos los escuadrones de carros, se dirigió al frente de sus tropas.

Como había previsto, Ramsés escogió con cuidado el lugar de la batalla. Eligió para ello una extensa planicie conocida como la llanura de Dyahi, donde sus escuadrones de carros dispondrían de espacio suficiente para maniobrar y así poder desarrollar todo su potencial sin quedar atascados en ningún momento. Al sur de dicha llanura, había unas suaves colinas donde el faraón escondió sus divisiones para usarlas convenientemente conforme se desarrollara el combate, manteniendo siempre la división Ra como reserva. Los
har-shemesu,
los mandos de las unidades de correos a caballo, serían los encargados de transmitir las órdenes entre las distintas unidades para que éstas actuaran conforme a las órdenes recibidas, y así sincronizar el ataque.

El enemigo sabía de la presencia egipcia desde el día anterior, en el que se habían producido algunas escaramuzas sin importancia entre las avanzadillas; ahora marchaban por aquella planicie, seguros de su potencial y confiados en la magnitud de su número. Por ello, cuando vieron aparecer sobre las colillas los primeros carros egipcios, no se inquietaron lo más mínimo, continuando su marcha con aparente indolencia.

Cuando el príncipe Parahirenemef condujo su carro colina abajo al frente de su escuadrón para situarse en la llanura, a la derecha de su padre, Nemenhat vio por primera vez al enemigo de Egipto. Aquella visión le quedó grabada a fuego para siempre, pues nunca pudo imaginar que tal cantidad de gente pudiera desplazarse atravesando llanuras, montañas o valles, en busca de un idílico asentamiento. Eran tan numerosos que quedó boquiabierto y al mismo tiempo impresionado, porque allí no sólo había guerreros, eran pueblos enteros; hombres, ancianos, mujeres y niños que marchaban con sus pertenencias sobre miles de carretas de tosca madera tiradas por famélicos bueyes o encorvados pollinos, en busca de un incierto edén donde establecerse, huyendo de quién sabe qué fantasmagórico pasado. Miles y miles de seres avanzando penosamente por aquella llanura, envueltos en una espesa polvareda que añadía sufrimiento a su desesperación.

Cuando todos los escuadrones de carros tomaron su posición en la explanada, los arqueros nubios salieron de entre las colinas y se situaron detrás. Nemenhat pudo observar entonces cómo aquella inmensa horda que se encontraba frente a ellos detenía súbitamente su marcha, y cómo parecía originarse cierto revuelo en ella. Era evidente, que por fin aquella multitud se había percatado que el faraón no estaba dispuesto a permitir que avanzaran ni un codo más en dirección a su tierra, por lo que los hombres de armas se situaron en vanguardia, seguros de que su inmenso número les daría una ventaja imposible de vencer. ¿Acaso no habían acabado con el orgulloso Hatti; un imperio con el que los egipcios nunca habían podido? ¿Qué tenían que temer de unos cuantos carros o arqueros? Nada en absoluto; ni cien divisiones que Ramsés les mandara, les detendría en su avance hacia el país del Nilo. Allí se establecerían con sus mujeres e hijos, como tenían pensado, sin importarles quién estuviera, ni sus costumbres. Sobrevivirían allí o sucumbirían en el intento.

Cada uno de los distintos pueblos que formaban aquella masa migratoria, formaron su orden de combate; el mismo que tan buenos resultados les había dado y que les había hecho arrollar a todos los pueblos del Asia Menor. Era curioso el pensar que, algunas de aquellas naciones, como los
shardana
o los
tchequeru,
tenían soldados enrolados como mercenarios en el ejército del faraón. Sangre de una misma tierra a la que se suponía debían hacer frente en una lucha poco menos que fratricida.

«Hermanos contra hermanos, en suma», pensaban aquellos pueblos sin dar crédito a que ello pudiese acontecer.

Error mayúsculo sin duda, pues de nada sirven los lejanos vínculos cuando el hombre tiene asentadas nuevas raíces.

Ése era el caso de los mercenarios que luchaban para Ramsés, pues el faraón les había proporcionado tierras donde establecerse, asegurándose así su lealtad durante los tiempos de paz. Allí, en las orillas del Nilo, aquellos soldados habían dejado esposas e hijos que, en gran número, ya eran egipcios y que nada tenían que ver con aquella hueste de desarrapados que pretendían compartir las tierras que ellos poseían, por iguales que fueran sus orígenes. Lucharían contra ellos tan encarnizadamente como si se tratara de un ejército venido del mismísimo Amenti.

Nemenhat nunca olvidaría el instante en que Ramsés elevó su cetro y el cielo de Canaán se oscureció de repente.

Nubes formadas por miles de proyectiles lanzados desde los poderosos arcos de las divisiones nubias, se cernieron sobre los Pueblos del Mar como la peor de las tormentas. Las saetas cayeron unas tras otras sobre aquella masa que, en medio de la llanura, se cubrió como pudo de ellas. Muy hábilmente, los arqueros dispararon sobre la zona media del ejército enemigo, que a duras penas pudo protegerse con sus escudos.

En medio del agudo silbido de las flechas, Ramsés levantó de nuevo su báculo y todos los carros se pusieron en movimiento. Nemenhat quedó un poco sorprendido, al ver cómo el faraón en persona avanzaba al frente de su ejército encabezando el ataque. Junto a su carro, y con trote corto, marchaban
Sejmet
y
Nefertem,
sus dos leones, a los que había bautizado con tan singulares nombres, pues no en vano eran madre e hijo
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; ambos mantenían su mirada fija en la muchedumbre que tenían delante.

Ya próximos a ellos, el faraón volvió a mover su bastón de mando enérgicamente, poniendo sus caballos al galope seguido por el resto de sus tropas. El Gran Primer Tiro de Caballos de Su Majestad, llamado Amado de Amón emprendió veloz carrera contra el centro mismo del enemigo. A su izquierda, Nemenhat pudo oír el terrible rugido de los leones apenas apagado por el ensordecedor estrépito de la carga de los escuadrones de carros del faraón, mientras las flechas de los arqueros nubios seguían cayendo incesantemente, protegiendo así su avance ante el enemigo. Luego, ya próximos, vio cómo Parahirenemef se ataba las riendas a la cintura y cogía su arco de cueros de oryx dando la orden de disparar. Nemenhat comenzó a lanzar sus flechas tan rápido como podía, mientras el resto de carros hacían la misma operación; después, cuando ya se encontraban sobre la primera línea, el joven cogió su escudo para proteger al príncipe en su embestida.

Los carros de Ramsés atravesaron el frente enemigo como lo hiciera un cuchillo en un queso tierno. Entraban con fuerza inusitada arrollando todo a su paso, y luego rompían hacia uno de los lados para volver grupas y recuperar la posición para iniciar una nueva carga. Nemenhat sentía los cuerpos caídos sobre su carro mientras protegía a Parahirenemef lo mejor que podía. Éste daba mandobles a diestro y siniestro profiriendo salvajes gritos que no podía entender mientras los caballos, por su parte, pisoteaban cuanto tenían por delante abriéndose paso hacia donde el príncipe les ordenaba.

Cuando los carros se retiraron tras su último ataque, las divisiones Sutejh y Amón ya estaban encima. Atrás habían dejado un campo cubierto de cuerpos y lamentos y la más terrible de las confusiones. Las líneas enemigas habían quedado separadas por la gran cantidad de bajas causadas por los arqueros, y la retaguardia no tenía capacidad para maniobrar, por lo que la infantería egipcia arremetió casi sin oposición contra el frente enemigo.

Los
kenyt nesw,
como siempre, iban a la cabeza. Allí estaban Userhet, Kasekemut, y Aker luchando cuerpo a cuerpo con furia desmedida contra el invasor. Desde la excelente posición que le daba su carro, Nemenhat fue testigo de toda la barbarie que la naturaleza humana encierra; el tumulto de miles de cuerpos buscando arrancarse la vida para poder avanzar sin un final inmediato, pues siempre hay alguien más contra quien luchar. Gritos, jadeos, lamentos, agonías… ésos eran los espectrales acordes que la orquesta de la guerra tocaba para él aquel día en los campos de Dyahi. Nunca olvidaría aquella interpretación en la que él también participó.

Estaba claro que Ramsés ganaría aquella batalla, pues la única dificultad estribaba en saber si los soldados egipcios tendrían fuerzas suficientes para aniquilar a tantos seres humanos como allí había. Sin lugar a dudas se fajaban en el cuerpo a cuerpo sin concesión alguna a un enemigo que luchaba encarnizadamente, poniendo de manifiesto que preferiría morir allí que dar la vuelta y regresar a su lejano hogar.

Los
shardana,
con su característico casco adornado con una media luna, peleaban contra sus propios hermanos, raíces de un mismo lugar ya olvidado por ellos quizás hacía demasiado tiempo.

La brisa comenzó a soplar suavemente limpiando el ambiente de la enorme polvareda que aquellos aguerridos cuerpos formaban, y durante unos momentos pudo distinguir claramente a Kasekemut. Luchaba como una fiera acorralada dando tajos por doquier con su curva espada, mientras golpeaba con su escudo a cuantos se le oponían. Junto a él, Aker, el kushita, se movía como un felino con una agilidad inaudita derribando a sus adversarios con sus precisos golpes. A Nemenhat le dio la impresión que aquel hombre tenía ojos en la nuca, pues era capaz de volverse como un leopardo acorralado. Ver a aquellos dos hombres luchando codo con codo con tal denuedo, le pareció un espectáculo sobrecogedor, el más horrendo que cabría imaginar, la perfección en la técnica de matar; especialistas consumados en dar muerte, en suma. ¿Era posible que los dioses hubieran podido crear hombres con semejante habilidad?

Vio cómo Kasekemut forcejeaba con un guerrero enorme, que llevaba un casco con penacho, como los que acostumbraban a utilizar los filisteos; por su espalda, alguien le golpeó con una maza y Kasekemut se desplomó en el suelo perdiendo su escudo en la caída, quedando así totalmente desprotegido. Nemenhat vio entonces cómo el enorme filisteo levantaba su espada sobre su cabeza dispuesto a descargar el golpe definitivo sobre el que fuera su gran amigo. Pudo incluso hasta distinguir la mirada de odio de aquel soldado instantes antes de asestar su golpe de gracia, y entonces, sin pensarlo dos veces, como si de un acto mecánico se tratara, puso tan rápido como pudo una flecha en su arco y apuntó presto al
peleset.

Su enorme espada bajaba ya sobre el caído, cuando el filisteo sintió un punzante dolor que le atravesaba el pecho. El arma pareció resbalar de entre sus manos incomprensiblemente a mitad de su caída, y sus ojos se dirigieron justo hacia los correajes de cuero, cerca del corazón. Tuvo el tiempo justo para mirar en la dirección adecuada y ver a Nemenhat blandiendo todavía su arco, expectante. La extraña mueca que le dirigió, le hizo entender que al menos sabía quién le enviaba la muerte. Después, cayó fulminado.

Kasekemut se levantó raudo cogiendo de nuevo sus armas mientras sacudía su cabeza intentando espabilarse. Observó cómo el filisteo yacía a sus pies con una flecha atravesándole el pecho y miró enseguida a su alrededor. Su mirada localizó al instante el carro del príncipe, y cómo Nemenhat le observaba con el arco en su mano. Comprendió inmediatamente que de él había partido aquella flecha salvadora, y el incipiente sentimiento de gratitud se transformó de inmediato en una furia desmedida ante el hecho de deberle la vida. Arremetió rabioso contra todo cuanto encontró a su paso, y Nemenhat le perdió de vista.

Era ya mediodía cuando Ramsés decidió que las otras dos divisiones entraran en la lucha, y lo dispuso de forma que penetraran por ambos flancos de un confuso enemigo al que de nada había servido su superioridad numérica. Las divisiones Ptah y Ra atacaron con renovados bríos, mientras el centro del ejército del faraón se retiraba para dejar paso a una nueva carga de los carros de Ramsés. A su vez, éste ordenó a los mercenarios libios que estuvieran prestos para entrar en la lucha en cuanto las bigas se retiraran; los
qahaq
se relamieron entonces ante la proximidad de su intervención. Ramsés les enviaba para terminar el trabajo; una función que cumplían como nadie, pues además de su reconocida valentía y ferocidad, eran conocidos en el ejército como los «carniceros».

Así pues, el dios User-Maat-Ra-Meri-Amón
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lanzó por última vez a la carga, aquel día, a sus escuadrones de carros sobre el enemigo en las llanuras de Dyahi. Su tiro de nobles caballos, los «Amados de Amón» galoparon sabedores de la gloria con la que serían recordados sus nombres grabados en piedra
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para la posteridad.

El enemigo, desconcertado, apenas tenía capacidad para soportar un nuevo ataque de los carros del faraón, y ya sólo luchaban intentando salvar sus vidas, pues todo estaba perdido. En su desesperación, hicieron frente a las tropas con todo cuanto tuvieron a su alcance, y así fue cómo al entrar entre las filas enemigas, una enorme piedra lanzada, seguramente, por algún hondero
shardano,
impactó de lleno en el casco de Parahirenemef.

Nemenhat escuchó claramente el sonido de la piedra sobre el metal, y acto seguido vio cómo el príncipe se desplomaba sobre el piso del carro. El joven lo agarró para impedir que cayera a tierra, mientras el carruaje, incontrolado, daba botes al pasar sobre los cuerpos caídos. Desató como pudo las riendas que Parahirenemef llevaba atadas a su cintura, y puso al príncipe en el suelo, entre la parte delantera del cajón y su propio cuerpo; después, él mismo cogió las riendas e intentó sacar el carro de allí.

Cuán soberbia puede llegar a ser la naturaleza humana al despreciar a las demás criaturas; al tenerlas por inferiores sin comprender que éstas pueden ser capaces de llegar a poseer, en ocasiones, una capacidad de conocimiento que nos es difícil de explicar. ¿Cómo si no describir lo que aquel día ocurrió en Dyahi?

Nemenhat no tenía ninguna habilidad para guiar bigas, y mucho menos conocía de caballos; pero esto ya lo sabían los nobles brutos desde el momento que sintieron sus riendas sobre aquellas extrañas manos.
Set
y
Montu
se dieron cuenta inmediatamente de que algo raro ocurría; de que sus bridas recibían tirones inadecuados, imposibles de obedecer, y que la voz que de ordinario les hablaba, y que ellos entendían y tanto amaban, había dejado paso a los gritos de angustia del desconocido que desde hacía poco les acompañaba, y que era claramente incapaz de gobernar aquel carro.

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