El Ser lo miró de arriba abajo como si contemplara a una cucaracha. De repente, enrojeció de ira.
—¿Y si ordenara ahora mismo que degollasen a tu hermano? ¿De veras crees que un mequetrefe como tú puede amenazarme y salir indemne?
Cí tembló al escucharlo. El asunto se le estaba escapando de las manos. Ni siquiera comprendía cómo podía haber sido tan estúpido al pagarle por adelantado.
—Os reitero mis disculpas, y lamento cualquier palabra vana que haya podido ofenderos, pero necesito mi dinero porque...
—¿Tu dinero? —interrumpió de repente Bao-Pao haciendo acto de presencia—. Perdón por la intromisión, pero imagino que no te referirás a la cantidad que acabas de obtener por la venta de una parcela.
Cí se volvió a tiempo de advertir cómo desaparecía el centinela tatuado que había visto en la hacienda del Señor del Arroz. Al punto comprendió que le había delatado.
—Así es —le retó Cí.
—Querrás decir
mi
dinero —continuó el caudillo mientras se acercaba como un tigre hacia una oveja—. ¿O es que aún no te has enterado?
«¿Qué sucede aquí? ¿Qué tendría que saber?».
—¡Oh! ¿No te lo había contado? —entonó el Ser con la hipocresía de un tratante de ganado—. Esta mañana alteré la sentencia de Lu, incluyendo en ella una pequeña cláusula en la que decretaba la expropiación de sus terrenos.
—Pero... Pero yo ya los he vendido...
—Terrenos que generosamente me han sido cedidos para su explotación —añadió Bao-Pao.
Cí palideció.
«Recupera lo que puedas y sal corriendo de aquí».
Comprendió que Bao-Pao y el Ser se habían aliado para manejarle a su antojo. De haberlo pretendido, el magistrado podría haberle expropiado los terrenos durante el juicio, pero había aguardado a que satisficiese la multa para quedarse con Bao-Pao el dinero y los terrenos. Decidió cambiar de plan. No era sencillo, pero tal vez funcionase. Sólo debía tenderles un cebo más apetitoso.
—Es una lástima que desperdiciéis el otro plazo —improvisó Cí.
—¿A qué te refieres? —se interesaron los dos.
—El Señor del Arroz mostró mucho interés en hacerse con esos terrenos. Por lo visto, sabía bien de vuestra ambición por ellos, de modo que, para asegurarse la compra, acordó efectuar un segundo pago de trescientos mil
qián
más que me entregaría cuando comprobase el estado de las tierras y la legalidad de la venta. Un dinero que estoy dispuesto a entregaros si cumplís vuestra promesa.
—¿Trescientos mil más? —se extrañó Bao-Pao. Sabía que aquél era un precio infinitamente superior a su valor real, pero la codicia brillaba en sus pupilas. El Ser se adelantó.
—¿Y cuándo dices que te pagaría?
—Esta misma tarde. Tan pronto como le muestre la escritura de propiedad y una copia de la sentencia en la que se refleje que recibo las tierras libres de cargas.
—Sin la cláusula de expropiación...
—Si pretendéis que os entregue ese dinero...
El Ser pareció pensárselo, pero sólo fue un amago. Llamó a un escriba y le ordenó que librara una copia de la sentencia original.
—Con fecha de hoy —exigió Cí.
El magistrado apretó los labios.
—Con fecha de hoy —aprobó.
En cuanto el magistrado legalizó el documento, Cí respiró. Tenía en su poder la prueba que legitimaba la transacción efectuada con el Señor del Arroz. Sin embargo, cuando demandó la libertad de su hermano, el Ser se mostró tajante.
—Muchacho, no tientes a tu suerte. Trae el dinero y te aseguro que lo soltaré.
Cí fingió valorar la propuesta. Sabía que el Ser le estaba mintiendo, pero simuló que confiaba en él.
—Antes he de ocuparme de mis padres.
—Está bien, pero no te entretengas. Podría ocurrirle algo a tu hermana pequeña.
* * *
El entierro fue una despedida rápida y sencilla. Dos siervos de BaoPao condujeron los dos ataúdes en sendas carretillas hasta la Montaña del Descanso, un paraje cercano poblado de bambúes donde reposaban la mayoría de los fallecidos de la aldea. Cí buscó un lugar hermoso donde el sol de la mañana incidiera pronto y el viento arrullara los árboles. Cuando la última paletada de tierra ocultó los féretros, Cí supo que su tiempo en la aldea había concluido. En otras circunstancias habría reconstruido la casa, se habría empleado como peón en el arrozal y, cuando hubiese finalizado el luto, habría contraído matrimonio con Cereza. Con los años, si los hijos y los ahorros se lo hubiesen permitido, habría regresado a Lin’an para cumplir su sueño de presentarse a los exámenes imperiales y buscar un buen marido para Tercera. Pero ahora su única opción pasaba por la huida. En el poblado, tan sólo le aguardaba la ira del Señor del Arroz y el odio de los aldeanos.
Se despidió de los cuerpos de sus padres y pidió a sus espíritus que le acompañasen allá donde fuera. Luego simuló que se encaminaba hacia la hacienda del Señor del Arroz, pero en cuanto los siervos de Bao-Pao le perdieron de vista, volvió sobre sus pasos y les siguió hasta el almacén donde custodiaban a su hermano.
Esperó a que se marcharan. Después rodeó el edificio para verificar el número de centinelas. Sólo uno vigilaba en la puerta, pero no sabía qué hacer. Esperó acurrucado mientras la desesperación le consumía. El tiempo corría en su contra y, sin embargo, algo le impulsaba a hablar con su hermano antes de huir. Por muchas pruebas que lo incriminasen, no podía admitir que fuera un asesino.
Miró a su alrededor. El lugar estaba despejado. Tan sólo la figura de aquel maldito centinela.
Analizó detenidamente sus opciones. Si intentaba sobornar al guardia, se arriesgaba a que le detuvieran. Por un instante, se planteó provocar un incendio para desviar su atención, pero carecía de yesca y pedernal, y aunque lo consiguiera, también podía provocar el efecto contrario y atraer a más gente a la cuadra. Mientras se devanaba los sesos descubrió un ventanuco a pocos pasos de él. No era muy amplio, pero quizá cupiera. Usó un tonel como soporte y saltó hasta alcanzar el pretil de la ventana. Flexionó los brazos y trepó hasta encaramarse. Desafortunadamente, la estrechez del ventanuco le impidió franquearlo, pero pudo avistar en el interior del cobertizo una figura acurrucada. Poco a poco sus pupilas se fueron acostumbrando a la penumbra y la figura agachada cobró forma hasta convertirse en un inhumano amasijo de carne. Sus miembros ensangrentados parecían desprendidos de sus coyunturas y la cabeza, abatida hacia abajo, en una mueca de dolor, mostraba una posición imposible. Tenía la lengua cortada y las cuencas vacías.
Cí cayó al suelo desplomado. La mente le bullía mientras su boca intentaba, en vano, pronunciar un nombre. Balbuceó algo mientras se levantaba tambaleándose, vacilando y tropezando a cada paso, cayendo e incorporándose de nuevo sin prestar atención a su destino. Una violenta convulsión le sacudió antes de vomitar. La figura informe, rota y masacrada era la de Lu. Lo habían torturado y asesinado. No quedaba nada de él. Sólo el rencor que debía anidar en su alma.
Tenía que huir de la aldea. El Señor del Arroz le reclamaría unas tierras que ya no eran suyas o un dinero que ya no tenía, y ni éste ni el Ser de la Sabiduría atenderían a razones. Corrió al encuentro de Cereza para informarle de sus intenciones y pedirle que le esperara hasta que se demostrase su inocencia. Sin embargo, la respuesta de la joven fue rotunda: jamás se casaría con un fugitivo sin oficio ni tierras.
—¿Es por lo de mi hermano? Si ése es el motivo, ya no tienes que preocuparte. Te repito que lo han ajusticiado. ¿Me oyes? Está muerto. ¡Muerto! —Cí se lamentó desde el otro lado de la celosía que clausuraba la ventana.
Esperó un rato, pero la joven no contestó. Aquélla fue la última vez que oyó hablar a Cereza.
E
ncontró a Tercera igual que la había dejado. La pequeña parecía feliz, ajena a cualquier peligro. Cí la felicitó por haber vigilado tan bien la pata de cerdo y le cortó una loncha como recompensa. Mientras la niña comía, Cí cambió su atuendo blanco de luto por un conjunto de arpillera burda que había pertenecido a su padre. Estaba sucio, pero al menos no lo reconocerían. Luego lio un hatillo en el que metió las monedas que le quedaban, el código penal, algo de ropa y la pierna de cerdo. Guardó el billete de cambio de cinco mil
qián
en una bolsa que escondió bajo las ropas de Tercera, se echó el hatillo a la espalda y cogió de la mano a la pequeña.
—¿Quieres viajar en barco? —Le hizo cosquillas sin esperar a que contestara—. Ya verás cómo te gusta.
Cí rio con amargura.
Se dirigieron al muelle dando un rodeo. Su primer pensamiento había sido dirigirse a Lin’an siguiendo la ruta terrestre del norte, pero, precisamente por ser la habitual, había decidido evitarla. La ruta fluvial, aunque más larga, sin duda resultaría más segura.
Recordó que en época de cosecha numerosas barcazas de arroz partían en dirección al puerto marítimo de Fuzhou junto a pequeñas gabarras cargadas de maderas preciosas que tras alcanzar el mar oriental continuaban la singladura costa arriba con destino a la capital. Sólo debía localizar una y embarcar antes de que zarpara.
Ante el temor de que hubieran dado la voz de alarma, Cí evitó el muelle principal y se dirigió al extremo sur del embarcadero, donde los braceros efectuaban las labores de desestiba. Allí, sobre un chalupón medio desfondado, un anciano de piel manchada orinaba balanceándose mientras observaba a sus marineros jalar con fuerza de las sogas. Cí escuchó que se dirigían a Lin’an, así que aguardó a que el viejo bajase a tierra para proponerle que les llevara. El hombre se sorprendió, pues aunque era común que los aldeanos aprovechasen las barcazas para sus viajes, habitualmente negociaban los precios en la consigna.
—Es que debo un dinero al consignatario que no puedo pagar ahora —se excusó Cí y le ofreció un puñado de monedas que el viejo rechazó denegando con la cabeza.
—No es suficiente. Además, la barcaza es pequeña, y ya ves cómo va de cargada.
—Señor, os lo suplico. Mi hermana está enferma, y necesita medicinas que sólo se consiguen en Lin’an...
—Pues viaja en carro por el norte. —Se sacudió el miembro y lo guardó bajó los pantalones.
—Por favor... La niña no aguantará por tierra.
—Mira, chico, esto no es un hospicio, de modo que si quieres embarcar, tendrás que hurgarte la talega.
Cí le aseguró que le ofrecía cuanto tenía, pero el viejo no se ablandó.
—Trabajaré durante la singladura. —No quiso decir que disponía del billete de cambio.
—¿Con esas manos abrasadas?
—No os dejéis engañar por mi aspecto... Trabajaré duro y, si fuera necesario, os pagaré el resto cuando desembarquemos.
—¿En Lin’an? ¿Y quién te espera allí? ¿El emperador con un saco de oro? —Se fijó en la cría y se dio cuenta de que realmente estaba enferma. Luego dirigió la vista hacia el joven desharrapado, diciéndose que aunque quisiera venderlo como esclavo no sacaría de él más que un par de monedas. Escupió al arroz y se dio la vuelta, pero luego se giró de nuevo—. ¡Maldito sea Buda...! De acuerdo, muchacho. Harás lo que te mande, pero cuando lleguemos a Lin’an desestibarás tú solo hasta el último tronco. ¿Entendido?
Cí se lo agradeció como si le debiera la vida.
La barcaza se desperezó lentamente como un gigantesco pez que se debatiera por librarse del fango. Cí ayudó a los dos marineros que manejaban las pértigas de bambú mientras Wang, el patrón, cuidaba del gobernalle entre gritos y maldiciones. Parecía imposible que aquella balsa desbordada por la carga pudiera navegar, pero, lentamente, la corriente se adueñó del cascarón haciendo que se bamboleara. Luego se estabilizó y poco a poco comenzó a deslizarse tranquilamente alejándose para siempre de la aldea.
Hasta la puesta del sol Cí se entretuvo colaborando en las tareas de navegación, las cuales se limitaron a apartar con una vara las ramas que el barco encontraba a su paso y a intentar pescar con un anzuelo prestado. De vez en cuando, el marinero de proa comprobaba el calado del cauce mientras el de popa, pértiga en mano, propulsaba la barcaza cuando la corriente arremansaba. Cuando el sol desapareció, el patrón arrojó el ancla en medio del río, encendió un farolillo de papel que atrajo un enjambre de mosquitos como si estuviera untado con miel y, tras comprobar la carga, anunció que descansarían hasta el amanecer. Cí buscó acomodo entre dos sacos junto a Tercera, asombrada aún por su primer viaje fluvial. Cenaron un poco del arroz hervido preparado por la tripulación y honraron los espíritus de sus padres. Pronto, las voces se fueron espaciando y al rato sólo se escuchó el chapoteo del agua contra la barcaza. Sin embargo, la calma del anochecer no impidió que la ansiedad acosara a Cí. Durante el trayecto no había dejado de preguntarse qué habría hecho para enfurecer a los dioses, qué terrible pecado habría cometido para desatar aquella ira implacable que había diezmado a su familia.
La angustia acuciaba su mente, lo quemaba por dentro, minando sus esperanzas. Cerró los ojos para engañarse, diciéndose que aunque sus padres hubiesen muerto, sus espíritus continuarían presentes cerca de él, pendientes de sus necesidades. Desde pequeño había visto la muerte como un hecho natural e inevitable, algo familiar que sucedía a su alrededor de forma constante: las mujeres fallecían en los partos; los niños nacían muertos o se les ahogaba cuando sus padres no disponían de recursos para alimentarles; los viejos morían en los campos, agotados, enfermos o abandonados; las inundaciones arrasaban pueblos enteros; los tifones y vendavales se cebaban en los incautos; las minas se cobraban su peaje; los ríos y los mares reclamaban el suyo; las hambrunas, las enfermedades, los asesinatos... La muerte era tan obvia como la vida, pero mucho más cruel e inesperada. Y, aun así, no alcanzaba a comprender cómo en tan poco tiempo le habían sucedido tantísimas fatalidades. A los ojos de un necio, tal vez pudiera parecer que los dioses se habían comportado de forma caprichosa y que una inexplicable conjunción de desgracias se habían congregado para golpearle. Y, no obstante, aunque él sabía que cuantos sucesos acaecían en la tierra eran consecuencia y pago de los comportamientos humanos, no encontraba una respuesta comprensible que reconfortara su alma. Sintió que librarse de aquel dolor le resultaría tan difícil como intentar recoger un vaso de agua derramada. Nada se asemejaba a aquel sufrimiento que se aferraba a su cuerpo como un parásito. Nada le había dolido tanto antes. Nada.