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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (14 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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El alguacil retrocedió aterrado mientras el moribundo se le acercaba. Estaba a punto de alcanzarle cuando Cí se tambaleó, perdió el equilibrio y se desplomó de bruces contra el suelo esparciendo un saco de arroz sobre la cubierta. Cuando Wang le dio la vuelta descubrió el rostro tembloroso de Cí encharcado en sangre, arroz y saliva.

—¡La enfermedad del agua venenosa! —exclamó Wang apartándose de un salto.

—¡El agua venenosa...! —repitió Kao palideciendo.

El alguacil retrocedió temeroso hasta que sus talones encontraron el fin de la gabarra. Sin volver la cabeza, descendió hasta su barcaza de un salto y ordenó a su ayudante que se alejara.

—¡Que remes te digo! —aulló como un energúmeno.

El ayudante dio un respingo y empujó la pértiga como si en ello le fuera la vida. Luego, poco a poco, la barca se fue alejando río abajo hasta perderse en la lejanía.

Wang aún se preguntaba qué estaba sucediendo cuando Cí se incorporó como por ensalmo.

—¿Pero...? ¿Pero cómo lo has hecho? —balbució. El joven parecía tan sano como una manzana recién cortada.

—¡Ah! ¿Esto? —Se despojó de las manoplas y escupió unos restos sanguinolentos—. Bueno, me dolió un poco cuando me mordí las mejillas. —Mintió en lo que atañía al dolor—. Pero por la cara que ha puesto el tipo, el teatro ha merecido la pena.

—¡Maldito tramposo...!

Los dos rieron. Wang echó un vistazo al pequeño punto en el que se había convertido la embarcación del alguacil y se volvió hacia Cí con el gesto cambiado.

—Seguro que se dirigen a Lin’an. No sé lo que habrás hecho y, la verdad, tampoco me importa, pero atiende a esto: cuando desembarques, abre bien hasta el ojo del culo. La mirada de ese Kao era la de un perro de presa. Ha olido tu sangre y no parará hasta saborearla.

T
ERCERA PARTE
____ 11 ____

D
urante los últimos meses, Cí había anhelado regresar a Lin’an, pero ahora que las colinas se recortaban sobre la capital, su estómago se encogía como un fuelle oprimido. Ayudó a Wang a soltar la amarra del navío que les había remolcado costa arriba desde Fuzhou y levantó la mirada.

La vida le esperaba.

A través de la bruma, la gabarra remontó perezosa hacia el cementerio del Zhe, el enorme estuario donde sucumbían las enfermas aguas del gran río para confluir con la inmundicia del lago del Oeste y anunciar, con su insoportable hedor, la riqueza y la miseria de la reina de todas las urbes: Lin’an, la capital de la gran prefectura, la antigua Hangzhou, el centro del universo.

Un tímido sol bañaba los cientos de barcazas que, asfixiadas en un palmo de agua, luchaban contra el enjambre de sampanes y juncos que extendían sus rígidas velas para sortear los imponentes navíos mercantes, las gabarras semihundidas, los botes de madera carcomida y las casas flotantes que se aferraban desesperadamente a la podredumbre de sus cimientos.

Poco a poco, Wang condujo su gabarra por el incesante hormiguero fluvial hasta convertirse en uno más de los enloquecidos tripulantes que se disputaban, cual perros un hueso, un sitio por el que navegar con sosiego. La tranquilidad de la travesía se había transformado en un frenesí de gritos y de jadeos, de avisos y de insultos tintados de amenazas que se convertían en golpes cuando las cubiertas se entrechocaban. Cí intentó seguir las órdenes de un Wang tan exaltado que hubiera sido capaz de tirar a alguien por la borda.

—¡Maldito seas! ¿Dónde aprendiste a remar? —bramó Wang—. ¿Y tú de qué te ríes? —increpó a su tripulante—. Me da igual cómo tengas la pierna. Deja de pensar en tus putas y arrima el hombro. Atracaremos más adelante, lejos de los almacenes.

Ze obedeció de mala gana, pero Cí no contestó. Bastante tenía él con agarrar la pértiga con fuerza e impedir que se le escapara.

Cuando la aglomeración les dio un respiro, Cí alzó la mirada. Nunca antes había contemplado Lin’an desde el río y su grandeza le maravilló. Sin embargo, conforme se acercaban al muelle, rememoró un paisaje que, a semejanza de un familiar lejano, parecía recibirle con alegría.

La ciudad continuaba indemne, imperturbable y orgullosa, cobijada tras las colinas boscosas que protegían su flanco occidental y que dejaban expuesto su frente meridional, allá donde el río la mojaba. Sólo así cobraba sentido el enorme foso inundable y la portentosa muralla de piedra y tierra prensada que impedían el acceso desde el agua.

Un pescozón le sacó de su ensimismamiento.

—Deja de mirar y rema.

Cí volvió a la tarea.

Emplearon más de una hora en atracar lejos del muelle principal, frente a una de las grandes puertas, de las siete que desde el río daban acceso a la ciudad. Wang había decidido que Cí y Tercera desembarcaran allí.

—Será lo más seguro. Si alguien te espera, lo hará cerca del Mercado de Arroz o en el puente Negro de los barrios del norte, donde se desestiban las mercancías —le aseguró.

Cí le agradeció su ayuda. Durante las tres semanas que había durado la singladura, aquel hombre había hecho más por él que todos los vecinos de su aldea. Pensó que, pese a su aparente frialdad y a su impostado mal humor, era el tipo de persona al que uno le confiaría su hacienda. Wang le había permitido viajar hasta Lin’an y le había proporcionado trabajo durante la travesía. Todo ello sin ninguna pregunta. Wang le dijo que no necesitaba hacérselas.

Supo que jamás le olvidaría.

Se acercó a Ze para despedirse y echar un último vistazo a la herida de su pierna. No tenía mal aspecto. Comprobó que cicatrizaba bajo la presión de las mandíbulas de las hormigas.

—Dentro de un par de días, arranca las cabezas. Pero la tuya déjatela puesta, ¿eh? —Cí le palmeó la espalda.

Ambos se rieron.

Cogió a su hermana de la mano y se echó al hombro el saco con sus pertenencias. Antes de desembarcar, miró de nuevo a Wang. Iba a reiterarle su agradecimiento cuando el hombre se le adelantó.

—Tu sueldo... Y un último consejo: cámbiate de nombre. Cí te traerá problemas —le dijo, y extendió frente a él una talega.

En cualquier otra circunstancia Cí habría rechazado las monedas, pero sabía que para sobrevivir los primeros días en Lin’an necesitaría hasta la bolsa que las contenían. Ensartó las monedas en un cordel y se las anudó a la cintura.

—Yo... —Terminó de enlazarlas y las ocultó bajo la camisa.

* * *

Le dolió alejarse del patrón. Durante los días de travesía, su carácter huraño le había recordado a su padre, y ahora que se despedían, en su cabeza resonaban las enigmáticas palabras que había pronunciado Wang en la barcaza:

«Ese alguacil ha olido tu sangre y no parará hasta saborearla».

Tembló como un cachorro ante la gigantesca muralla de ladrillos encalados, horadados en su centro por la apertura de la Gran Puerta. Era el último escollo, la boca del dragón cuyo espinazo había de atravesar para enfrentarse a su gran sueño. Y ahora que lo tenía al alcance de la mano, le invadía un temor desconocido.

«No lo pienses, o no lo harás».

—Vamos —dijo a Tercera y, confundidos con la vorágine de personas que como una catarata desembocaba en la ciudad, atravesaron la Gran Puerta de la muralla.

Tras la gigantesca barrera todo permanecía como lo recordaba: las mismas chabolas de la ribera, el penetrante olor a pescado, el frenesí de los comerciantes y chamarileros mezclado con el ruido de los carros, el sudor de los mozos luchando contra los berridos de los animales, los farolillos rojos bamboleándose en los portalones de los talleres, las tiendas de seda, jade y baratijas, el trasiego de mercancías exóticas, los interminables puestos multicolores arracimados unos sobre otros como azulejos descuidadamente amontonados, el bullicio de los tenderetes, los gritos de los vendedores atrayendo a los clientes o espantando a los chiquillos, los toneles de comida y bebida...

Caminaban sin rumbo fijo cuando de repente sintió cómo la mano de Tercera tironeaba de la suya con insistencia. Al mirarla, la encontró ensimismada contemplando un llamativo puesto de golosinas regentado por una especie de adivino, a decir del aparatoso cartel coloreado que lucía a los pies de su pequeña mesa destartalada. Se entristeció por Tercera, porque su carita desbordaba ilusión, pero no podía gastar lo poco que le había dado Wang en un puñado de golosinas. Iba a explicárselo cuando el adivino se adelantó.

—Tres
qián.
—Y le ofreció dos caramelos a la cría.

Cí contempló al hombrecillo que sonreía como un idiota mostrando sus encías desnudas mientras agitaba la mercancía. Iba ataviado con una vieja piel de asno que le confería un aspecto a medio camino entre lo repulsivo y lo extravagante, y que competía en notoriedad con un estrafalario gorro de ramas secas y molinillos de viento bajo el cual asomaba un manojo de canas. El adivino era lo más parecido a un mono que había visto nunca.

—Tres
qián
—insistió el hombre con la sonrisilla.

Tercera intentó coger los caramelos, pero Cí se lo impidió.

—No podemos permitírnoslo —susurró al oído a la cría. Con tres
qián
podía comprar una ración de arroz que les mantendría alimentados todo el día.

—¡Oh! ¡Yo sólo puedo comer caramelos! —argumentó Tercera muy seria.

—La chiquilla tiene razón —terció el hombrecillo, que no perdía detalle—. Ten. Prueba un poco. —Y le ofreció un trozo envuelto en un vistoso papel encarnado.

—No insistas. No tenemos dinero. —Cí le apartó la mano secamente—. Venga, vámonos.

—Pero ese hombre es un adivino —gimoteó Tercera mientras se alejaban—. Si no le compramos los dulces, nos embrujará.

—Ese hombre es un falsario. Si de verdad fuera adivino, habría adivinado que no podemos comprarlos.

Tercera asintió. Carraspeó un poco y tosió. Al oírla, Cí se detuvo en seco. Reconocía aquella tos.

—¿Te encuentras bien?

La pequeña volvió a toser, pero afirmó con la cabeza. Cí no la creyó.

De camino hacia la avenida Imperial, Cí miró a su alrededor. Conocía bien aquel lugar. Conocía a todos los buscavidas, vagos, titiriteros, pordioseros, charlatanes y ladrones que pululaban por allí. Conocía todos sus trucos: los que supieran y los que pudieran inventar. Durante el tiempo que trabajó a las órdenes del juez Feng, no hubo día en el que para resolver algún crimen no acudieran al suburbio extramuros donde ahora se encontraban. Y lo recordó con temor. Allí, las mujeres se vendían en las esquinas, los hombres languidecían consumidos por la bebida, una mala mirada podía arrebatarte la vida y un mal gesto dar con tus huesos en el canal. Era lo normal. Pero también era donde habitaban los soplones, y por eso lo frecuentaban. Por su ubicación junto al puerto, entre la antigua muralla interior y la exterior que circundaba la ciudad, era el arrabal más pobre y peligroso de Lin’an. Y por esa misma razón le preocupaba no saber dónde dormirían aquella noche.

Maldijo la ley que obligaba a los funcionarios a establecer su lugar de trabajo en una ciudad diferente a la de su nacimiento. La medida se había promulgado para evitar los actos de nepotismo, prevaricación y cohecho que solían darse entre familiares, una forma de cercenar la tentación de aprovechar el cargo para beneficiar ilegalmente a los más allegados. Sin embargo, la consecuencia negativa era que separaba a los funcionarios de sus familias. Por esa razón no tenían a nadie en Lin’an. En realidad, no tenían a nadie en ningún lugar. Sus tíos paternos habían emigrado al sur y muerto durante un tifón que había asolado la costa. De la familia de su madre no sabía nada.

Debían apresurarse. Con el crepúsculo, los altercados se sucedían en el arrabal. Tenían que abandonarlo y encontrar cobijo en otro sitio.

Tercera se quejó, y con razón. Llevaba rato soportando los gruñidos de su estómago sin que a Cí pareciera interesarle, así que se plantó en el suelo.

—¡Quiero comer!

—Ahora no tenemos tiempo. Levántate si no quieres que te arrastre.

—Si no comemos, me moriré, y entonces tendrás que arrastrarme a todas partes. —Su carita rebosaba determinación.

Cí la miró compungido. Pese a la necesidad que tenían de encontrar un alojamiento, se dio cuenta de que debían detenerse. Buscó algún puesto de comida por los alrededores, pero todos le parecieron indecentemente caros. Finalmente, encontró uno atestado de pordioseros. Se acercó con asco y preguntó los precios.

—Estás de suerte, muchacho. Hoy los regalamos. —El hombre olía tan repulsivamente como las viandas que ofrecía.

El regalo de una ración de fideos resultó costar dos
qián
, y a Cí le pareció un robo. No obstante, era la mitad de lo que pedían en los demás negocios, así que compró una ración que el hombre vertió sobre un papel sucio para no servírsela en las manos.

Tercera frunció el ceño. No le gustaban los fideos porque eran el alimento de los bárbaros del norte.

—Pues tendrás que comértelos —le señaló Cí.

La pequeña cogió unos pocos con los dedos y se los metió en la boca antes de escupirlos con cara de asco.

—¡Saben a ropa mojada! —se quejó.

—¿Y cómo sabes a qué sabe la ropa? —le recriminó Cí—. Deja de quejarte y come como hago yo.

Cí echó un bocado y lo escupió.

—¡Por el grandísimo demonio! ¿Pero qué porquería es ésta?

—Deja de quejarte y cómetelos —le replicó Tercera contenta.

Cí arrojó los fideos podridos al suelo, con el tiempo justo para evitar que dos pordioseros le atropellaran cuando se abalanzaron sobre los restos. Al ver cómo los devoraban, se arrepintió de haberlos tirado. Al final adquirió dos puñados de arroz hervido en otro puesto mientras se lamentaba por la estafa. Esperó a que Tercera acabase con su ración y le cedió la suya cuando advirtió que seguía hambrienta.

—¿Y tú qué comerás? —le preguntó la niña con los carrillos llenos.

—Ya desayuné una vaca. —Y eructó para demostrarlo.

—Mentiroso. —Se rio.

—Es verdad. Mientras dormías. —Cí sonrió y rebañó con avidez los restos de arroz simulando que lo hacía para probarlo.

Tercera volvió a reír, pero un ataque de tos la sacudió. Cí se limpió los dedos y corrió a socorrerla. Los ataques cada vez eran más fuertes y frecuentes. Le aterraba que la pequeña acabara como sus hermanas. Poco a poco, la tos remitió, pero en la cara de Tercera aún permanecía el dolor.

—Te pondrás bien. Aguanta.

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