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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (13 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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—¿Le has preguntado a él si está de acuerdo? —dijo la prostituta en alusión a Cí—. ¡Dame el dinero de una vez, viejo cabrón!

Wang agarró un palo y lo enarboló ante la mirada atónita de Cí.

—¿Pero qué hacéis? Por todos los dioses, dadle el dinero —le suplicó el joven.

Wang simuló que bajaba el palo, pero, de repente, lanzó un mandoble lateral que alcanzó a la prostituta en la cabeza haciendo que soltara a Tercera. La cría, al verse libre, corrió hacia Cí, pero antes de lograrlo, Aroma consiguió engancharla por una pierna y la arrojó al agua. Cí palideció. Tercera no sabía nadar y se hundiría como una piedra. Tomó aire y se lanzó tras ella. Buceó entre las aguas turbias mirando de un lado a otro sin distinguirla. Lo hizo hasta que sintió estallar los pulmones. Ascendió para aspirar una bocanada de aire. Escupió agua y gritó su nombre. No la localizaba. Pudo verla emerger a un par de cuerpos de él, pero volvió a sumergirse por debajo de otra chalupa. Cí nadó hacia ella braceando con todas sus fuerzas. Cuando llegó a la altura de la chalupa, se hundió bajo sus tablas. Al encontrarla enmudeció. Tercera permanecía sumergida, con su ropa enganchada al casco de la embarcación. No se movía. Sus ojos permanecían cerrados y una hilera de burbujas escapaba de su nariz. Estaba absolutamente inerte. Desesperado, desgarró su camisola y la elevó a la superficie. La niña no respiraba. La sacudió mientras clamaba su nombre.

—Por favor, no te mueras.

Sintió una vara en su espalda. Era Wang, tendiéndole un asidero. Lo cogió y sin soltar a su hermana se encaramó a la barcaza. El patrón tendió a Tercera boca abajo y agitó sus brazos.

—Esa grandísima puta... Traedme una manta.

Wang continuó sacudiendo a la cría, empujando su espalda una y otra vez, incorporándola y tumbándola. El tiempo transcurría. Cí intentó ayudar, pero Wang lo apartó. Volvió a intentarlo, sin éxito, propinándole pequeñas palmadas y secando su cara, hasta que de repente la niña vomitó. Cí aguardó expectante, pendiente de cada gesto o sonido que emitiese la pequeña. Tercera tosió una vez. Finalmente, las toses se sucedieron y la niña rompió a llorar. Cuando Cí la abrazó, no pudo evitar imitarla.

Por boca de Wang Cí supo de la huida de Aroma de Melocotón. Le dijo que la joven había aprovechado la confusión para soltar la chalupa y desembarcar en el muelle. Según el patrón, Aroma tan sólo había aguardado una oportunidad, oportunidad que se le había presentado con las aguas venenosas.

—¡Maldita puta! No sé qué te haría anoche —le reprochó Wang a Cí—, pero lo único claro es que se ha cobrado bien sus servicios.

—Y a él, ¿qué le ha ocurrido? —contestó Cí señalando a Ze. El tripulante permanecía en el suelo, retorciéndose de dolor. Wang le miró sin prestarle atención.

—Al intentar detenerla se ha dejado la pierna en el ancla. —Desgarró una tira de un paño y se la ofreció a Ze—. Anda, véndate esa herida o me encharcarás todo el barco con tu sangre. Y tú, cámbiate antes de que la humedad te pudra los pulmones —aconsejó a Cí.

—No importa. Estoy bien —mintió.

Se mudó de pantalones, pero se dejó la camisola para mantener ocultas sus quemaduras. Pensó en Cereza y en Aroma de Melocotón. Nunca volvería a confiar en una mujer. Las odiaba. Jamás lo haría.

—¿Me has oído, Cí? Cámbiate de camisa —insistió Wang.

Cí no dijo nada. No tenía ni resuello ni ganas. Mientras navegaban río abajo, Cí se cuestionó su futuro. Tanto él como Tercera habían caído en las aguas venenosas. Ahora sólo le quedaba rezar para que los dioses les protegiesen de la enfermedad. Él no la temía, pero otra cosa era la precaria salud de su hermana. Si Tercera enfermaba, no lo superaría. Afortunadamente, su temperatura se mantenía estable y la tos no había hecho acto de presencia, pero ahí acababa su suerte porque Wang, harto de problemas, ya le había anunciado su intención de desembarcarlos en la primera aldea que encontraran.

De repente, un alarido le arrancó de sus dilemas. Al girarse vio a Ze, tumbado a proa, chillando como un cerdo. Hasta ese momento el tripulante se había mantenido en su puesto vareando la pértiga con fuerza, pero al intentar mover un fardo había perdido pie y se había desplomado. Cuando por fin Ze permitió que le atendiesen, Cí se echó las manos a la cabeza. Por lo visto, el tripulante había silenciado la gravedad de la herida para no entorpecer la huida. Cuando Wang lo advirtió, maldijo su suerte. Cí comprobó que, en lugar de remediarle, la venda tan sólo había ocultado el tajo producido con el ancla. Cuando terminó de retirar el vendaje, observó el tremendo corte que, a la altura de la tibia, dejaba al aire parte del hueso.

—Seguiré remando, patrón... —se disculpó Ze.

Wang meneó la cabeza. Había visto muchas heridas, y aquélla no era de las buenas. Cí terminó de explorarla con gesto de preocupación.

—Tiene suerte de que no le haya afectado a los tendones. Pero es profunda. Habría que cerrarla antes de que la podredumbre le devore la pierna —declaró Cí.

—Ya. ¿Y cómo lo hacemos,
doctor
? ¿Atándosela con una cuerda? —ironizó Wang.

—¿A cuánto estamos de la próxima aldea? —Al preguntarlo, Cí recordó que Wang había amenazado con desembarcarlos en cuanto atracaran.

—Si lo que buscas es un brujo, olvídalo. No me fío de esos profanadores.

Cí asintió. Por lo general, los campesinos despreciaban a los curanderos, oficio que pasaba de padres a hijos con el mismo interés del que hereda un canasto viejo. Mejor considerados, aunque mucho más escasos, los sanadores, hombres que, además de conocer las artes de las hierbas, las infusiones y los ungüentos, dominaban el oficio de la acupuntura y la moxibustión. Sólo cuando éstos desahuciaban a un enfermo se acudía a los brujos, en su mayoría una mezcolanza de alquimistas, adivinos y charlatanes, cuyos rudimentarios conocimientos de la práctica quirúrgica chocaban con los mandatos confucianos, que prohibían taxativamente la apertura de los cuerpos. Por eso, los pocos que se atrevían con la cirugía eran tachados de profanadores. Sin embargo, durante sus años de trabajo junto a Feng, él había aprendido que las vísceras, los huesos y la carne de un hombre apenas diferían de las de un cerdo. Tal vez por eso, cuando intentó hurgar en la herida, Wang se lo impidió.

—¡Cuidado! Lo prefiero cojo a muerto.

—Sé algo de medicina —aseguró Cí—. En la aldea me encargaba de curar las heridas de nuestro búfalo. Si Ze es tan bruto como aparenta, no se diferenciará mucho...

Ze consintió con un lamento. Al fin y al cabo, sabía que hasta Fuzhou no dispondría de más ayuda que la que Cí pudiera prestarle.

Cí se preparó. No era la primera vez que se enfrentaba a una intervención de aquella naturaleza. De hecho, había practicado muchas en su época en la universidad. Limpió la herida con té hervido y prestó atención al movimiento del barco. Mientras aplicaba el té, retiró las fibras del pantalón que permanecían adheridas a la herida. El corte comenzaba bajo la rodilla y discurría paralelo a la tibia hasta perderse a un palmo del tobillo. Le preocupaba su profundidad y el modo en que sangraba. Cuando concluyó el enjuague, le pidió a Wang que se acercara a la orilla.

—¿Eso es todo? ¿Ya has terminado?

Cí denegó con la cabeza. Carecía de agujas e hilo de seda, pero en cierta ocasión había tenido la oportunidad de presenciar el examen de un cadáver cuyas heridas habían sido suturadas empleando las «cabezas gordas». Le dijo a Wang lo que se le había ocurrido.

—Habitan en los juncos. Será fácil encontrarlas —añadió.

Wang frunció los labios. De aquellos bichos sólo había escuchado que su mordedura era capaz de despertar a un muerto. Aunque no confiaba en Cí, deseaba echarle un vistazo a la reparación del casco, así que accedió a orillar la barcaza.

Echaron el ancla junto a un delta amarillento, la desembocadura de un afluente que se arrastraba como una serpiente moribunda. Allí, el lodo ocre contrastaba con el verdor de los juncos que crecían espigados como un bosque frondoso. De haber planeado huir, aquel lugar habría resultado el idóneo. Y, sin embargo, lo único que Cí anhelaba era hacer bien su trabajo.

Pronto divisó los pequeños montículos de barro seco que, enmascarados en el juncal, identificaban la presencia de los hormigueros. Cí respiró de satisfacción. Se arrodilló junto a los primeros insectos que arremetían ya contra sus piernas y hundió su brazo hasta hacerlo desaparecer dentro de uno de los túmulos. Luego lo agitó como si quisiera arrancarles las entrañas. Lo sacó cubierto de una mezcla de lodo y de enloquecidas hormigas empeñadas en enterrar sus desproporcionadas mandíbulas en el brazo que había perturbado su rutina. Cí se alegró de no percibir el dolor. Recogió los insectos de uno en uno, los depositó cuidadosamente en un frasco que cerró con un paño y regresó corriendo a la barcaza. Al advertir que aún pululaban «cabezas gordas» en su antebrazo, Wang intentó desprendérselas.

—¡Por todos los dragones, muchacho! ¿Es que no sientes los bocados?

—Sí, claro —mintió Cí—. Aprietan como diablos.

Miró a los insectos afanándose contra su brazo.

Con el tiempo, se había acostumbrado a ocultar a los extraños su insólito don. En su infancia, la ausencia de dolor había despertado la admiración de los vecinos, que habían guardado cola a los pies de su cuna para comprobar cómo resistía los pellizcos en los mofletes y las quemaduras de la moxibustión. Pero en la escuela las cosas cambiaron. Los maestros se asombraron ante los varetazos que era capaz de soportar sin emitir un quejido y los demás críos envidiaron aquella extraña cualidad que lo convertía en superior a los demás. Entonces se empeñaron en demostrar que si se le castigaba lo suficiente, aquel niño también se quejaría. Así, los juegos se fueron violentando y progresaron desde el simple bofetón hasta alcanzar el ensañamiento. Poco a poco, Cí aprendió el arte de la simulación y en cuanto percibía el más mínimo roce, aullaba y berreaba como si le hubiesen abierto la cabeza a pedradas.

Sacudió las hormigas que intentaban escapar del frasco y miró a Ze.

—¿Estás preparado?

El tripulante asintió. Cí confirmó el gesto y se preparó.

Con el índice y el pulgar de la mano derecha, Cí sujetó al primer insecto, que acercó con cuidado al borde de la herida mientras mantenía ocluido el corte con la otra mano. Ze le miró extrañado. Al contacto con la piel, la hormiga descargó sus mandíbulas sellando con el bocado los dos extremos del tajo. De inmediato, Cí le arrancó el abdomen, dejando la cabeza adherida, y buscó un nuevo insecto. Celosamente, repitió la operación situando la nueva hormiga un poco más abajo y después reiteró el procedimiento a lo largo de toda la herida.

—Esto ya está. En dos semanas arrancas las cabezas. No será complicado. Para entonces la herida ya habrá cicatrizado y...

—¿Él? —terció Wang—. ¿Pero cómo pretendes que se las quite este manazas?

—Bueno... Sólo tiene que emplear el filo de un cuchillo.

—Ni lo sueñes, chico. No vas a abandonarlo ahora.

—Yo... No entiendo... Dijisteis que nos desembarcaríais en la primera villa.

—Pues si lo dije, lo olvidas. Además, no creas que vendrás de invitado. En su estado, Ze es incapaz de remar y yo solo no puedo conducir el barco, de modo que ocuparás su lugar hasta que lleguemos a Lin’an.

—Pero, señor, yo...

—Y ni se te ocurra pedirme un jornal o yo mismo te echaré por la borda. ¿Está claro?

Cí asintió mientras el patrón se daba la vuelta para encaminarse hacia el timón. Pese al gesto huraño de Wang, Cí supo que aquel anciano acababa de salvarles la vida.

* * *

Durante la siguiente semana Cí no se separó de su hermana. Pese a sus plegarias, la fiebre apareció y aunque la medicina surtía efecto, temía que ésta se le agotara. En cuanto llegasen a Lin’an, lo primero que haría sería aprovisionarse con el suficiente remedio para tratarla.

Cuando no estaba junto a Tercera trabajaba duro. Impulsaba con fuerza la pértiga, limpiaba la cubierta y aseguraba la carga protegido por unas gruesas manoplas que Ze le había prestado para mover las tablas. De vez en cuando, Wang le urgía a comprobar la profundidad del río o apartar alguna rama, pero por lo general no le importunaba demasiado porque la corriente se encargaba de impulsar la barcaza. Una tarde estaba limpiando la cubierta cuando Wang le llamó.

—¡Muchacho, atento! ¡Tapa a la cría y mantén la boca cerrada!

Cí tembló al escuchar su tono. Al alzar la vista, advirtió la presencia de una gabarra ocupada por dos hombres y un perrazo que se aproximaba por un costado. Uno tenía la cara picada. Wang susurró a Cí que dejara la limpieza y empuñase la pértiga.

—¿Alguien a bordo se llama Cí Song? —gritó el de la cara picada.

Wang miró a Cí, que tembló mientras ocultaba a su hermana bajo una manta. El patrón se giró hacia el recién llegado.

—¿Cí? ¿Qué clase de estúpido nombre es ése? —Se rio.

—¡Limítate a contestar o probarás mi bastón! —El hombre mostró el sello que le acreditaba como alguacil—. Mi nombre es Kao. ¿Quiénes son esos que van a bordo?

—Lo siento —se disculpó el patrón—. Yo soy Wang, nacido en Zhunang. Y el cojo es Ze, mi tripulante. Navegamos hacia Lin’an con un cargamento de arroz que...

—No me interesa a dónde vais. Buscamos a un muchacho que embarcó en Jianyang. Creemos que le acompaña una muchacha enferma...

—¿Un forajido? —pareció interesarse Wang.

—Robó un dinero. ¿Y ése quién es? —señaló de soslayo a Cí.

Wang tardó en responder. Cí apretó la pértiga y se dispuso a defenderse.

—Es mi hijo. ¿Por qué?

El alguacil lo miró de arriba abajo con desprecio.

—Apártate. Voy a subir.

Cí se mordió los labios. Si inspeccionaban la gabarra, descubrirían a Tercera, pero si intentaba impedirlo, firmaría su condena.

«Piensa algo o te prenderán».

De repente, Cí, con el rostro compungido por el dolor, se dobló sobre sí mismo como si le hubieran quebrado el espinazo. Sorprendido, Wang hizo ademán de auxiliarle, pero en ese instante Cí comenzó a toser violentamente. A continuación, los ojos del joven se abrieron de una forma inconcebible, se golpeó el pecho y, gesticulando como si se muriera, lanzó un esputo sanguinolento. Luego se irguió con dificultad y extendió una mano hacia el alguacil, que contemplaba estupefacto la sangre que Cí arrojaba por la boca.

—El a-gua... Por ca-ri-dad, a-yú-den-me... —Cí avanzó hacia él.

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