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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

El lector de cadáveres (7 page)

BOOK: El lector de cadáveres
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—Pero no podéis dejarnos así, con mi hermano a punto de morir.

—Eso aún no debería preocuparte.

Feng le aclaró que, en los casos de pena capital, el Alto Tribunal Imperial debía confirmar el veredicto en Lin’an, lo que implicaba el traslado de Lu a alguna prisión estatal hasta la emisión del dictamen definitivo.

—Y conforme al calendario establecido, eso no sucederá antes del otoño —concluyó.

—¿Eso es todo? ¿Y un recurso? Podríamos interponer un recurso. Sois el mejor juez, y... —imploró.

—Sinceramente, Cí, aquí queda poco por hacer. El Ser de la Sabiduría detenta plena competencia sobre este asunto, y su honor se vería gravemente ofendido si yo me entrometiera. —Le alcanzó un fardo a su ayudante y se detuvo, pensativo—. Lo único que puedo intentar es recomendar que trasladen a tu hermano a Sichuan, al oeste del país. Allí conozco al intendente que gobierna las minas de sal y sé por él que a los reos que trabajan con ahínco los mantienen con vida más tiempo. Además, como te he dicho, un asunto inexcusable me reclama en el norte y...

—Pero ¿y las pruebas? —Cí le dejó con la palabra en la boca—. Nadie en su sano juicio asesinaría por tres mil
qián...

—Tú mismo acabas de decirlo: «Nadie en su sano juicio...». Sin embargo, no parece que Lu lo estuviera, ¿no crees? Esa historia de que ganó el dinero al salir de la taberna... —denegó con un gesto—. No intentes buscar racionalidad en el comportamiento de un borracho iracundo, porque nunca la encontrarás.

Cí bajó la cabeza.

—¿Hablaréis entonces con el Ser?

—Ya te he dicho que lo intentaré.

—Yo... No sé cómo agradeceros... —Se arrodilló para cumplimentarle.

—Has sido casi como un hijo para mí, Cí. —Feng le obligó a que se levantara—. Ese hijo que el dios de la fertilidad se ha empeñado en negarme una y otra vez. Ya ves —murmuró con amargura—: Los mezquinos anhelan posesiones, dinero o fortunas, y, sin embargo, la mayor riqueza es la que proporciona una descendencia que te garantice cuidados en la vejez y honras en el más allá. —Un nuevo rayo atronó en el exterior—. ¡Maldita tormenta! Ése ha caído cerca —masculló—. Ahora debo dejarte. Saluda a tu padre de mi parte. —Le cogió por los hombros—. Dentro de unos meses, cuando regrese a Lin’an, me ocuparé del recurso.

—Por favor, venerable Feng, no olvidéis interceder ante el Ser de la Sabiduría por Lu.

—Ve tranquilo, Cí.

El joven se arrodilló de nuevo y tocó el suelo con la frente para ocultar su amargura. Cuando alzó la vista, el juez ya había desaparecido.

* * *

Aunque Cí intentó hablar con su padre, no lo consiguió. El hombre se había encerrado en su habitación con la puerta atrancada por dentro. Su madre le imploró que no lo importunara. Lu ya era un adulto emancipado y cualquier cosa que intentaran hacer en su favor sólo les procuraría una deshonra aún mayor. Cí intentó convencerla en vano. Luego se desgañitó sin que su padre le respondiera. Entonces, y sólo entonces, decidió que él se ocuparía de Lu.

A mediodía solicitó audiencia con el Ser para comprobar los resultados de las gestiones de Feng. El magistrado recibió a Cí y le ofreció algo de comer, cosa que sorprendió al joven.

—Feng me ha hablado bien de ti. Lástima lo de tu hermano, un mal sujeto, según se ha visto. Pero pasa, no te quedes ahí. Siéntate y dime en qué puedo ayudarte.

A Cí continuó asombrándole su cordialidad.

—El juez Feng me dijo que hablaría con vos sobre las minas de Sichuan —dijo inclinándose ante él—. Me comentó que podríais enviar allí a mi hermano.

—Ah, sí. Las minas... —El Ser engulló un trozo de pastel y se chupó los dedos—. Mira, muchacho, en la antigüedad sobraban las leyes porque bastaba con las cinco audiencias: se presentaban los antecedentes, se observaban los cambios del rostro, se escuchaban la respiración y las palabras, y en la quinta audiencia se escrutaban los gestos. No hacía falta nada más para desvelar la negrura de un espíritu. —Dio un nuevo bocado—. Pero ahora las cosas son distintas. Ahora un juez no puede, digamos...
interpretar
los sucesos con la misma... ligereza —dijo enfatizando sus palabras—. ¿Entiendes lo que digo?

Pese a no comprenderle, Cí asintió. El Ser continuó.

—De modo que te gustaría que Lu fuera trasladado a las minas de Sichuan... —Se limpió las manos en un paño y se levantó a buscar un tratado—. Veamos, veamos... Sí. Aquí está. En efecto, en según qué casos, la pena de asesinato puede conmutarse por la de destierro, siempre y cuando un familiar satisfaga la compensación monetaria correspondiente.

Cí prestó atención.

—Lamentablemente, el asunto que nos ocupa no admite discusión. Tu hermano Lu es culpable del peor de los crímenes. —Se detuvo un momento a reflexionar—. De hecho, deberías agradecerme que durante el juicio no calificara la decapitación de Shang como parte de algún ritual de magia familiar, pues en tal caso, no sólo Lu estaría abocado a la muerte de los mil cortes, sino que, por añadidura, tú y tu familia habríais sido desterrados a perpetuidad.

«Sí. Hemos tenido una gran suerte».

Cí apretó los puños. En efecto la ley contemplaba que los parientes del reo culpable, aun resultando inocentes del crimen, podían compartir con el asesino el mismo arte malévolo, en cuyo caso se hacía preciso su destierro. Sin embargo, no comprendía a dónde quería llegar el Ser. El magistrado, al advertir la extrañeza de Cí, decidió ser más explícito.

—Bao-Pao me ha comentado que tu familia posee propiedades. Unos terrenos por los que en su día ofreció a tu padre una buena cantidad.

—Así es —balbuceó Cí sin comprender.

—Y Feng me observó que, en estas circunstancias, sería preferible que discutiera contigo este asunto en lugar de con tu padre. —Se levantó y comprobó que la puerta estuviese bien cerrada. Luego volvió a la mesa y se acomodó.

—Disculpadme, magistrado, pero no alcanzo a entender...

El Ser se encogió de hombros.

—Por ahora sólo pretendo que llenemos el estómago, pero, quizá, mientras comemos, podamos acordar la cifra que libre a tu hermano del tormento.

* * *

Cí pasó el resto de la tarde meditando la propuesta del Ser. Cuatrocientos mil
qián
era una cantidad exorbitante, pero también una minucia si servía para salvar la vida de Lu. Cuando llegó a su casa, sorprendió a su padre encorvado sobre unos papeles El hombre tosió torpemente y los guardó en el cofre rojo. Después se volvió hacia él, indignado.

—Es la segunda vez que me interrumpes. A la tercera te arrepentirás.

—Conserváis un código penal, ¿no? —Su padre no dio crédito a lo que tomó por una impertinencia, pero antes de que pudiera articular palabra, Cí continuó—: Necesito consultarlo. Tal vez pueda ayudar a Lu.

—¿Quién te ha dicho eso? ¿El desgraciado de Feng? ¡Por el Gran Buda, olvida a tu hermano de una maldita vez, que bastante infamia nos ha traído con su crimen!

Cí achacó lo airado de sus palabras a un desvarío momentáneo.

—Quien me lo haya dicho es lo de menos. Lo que de verdad importa es que nuestros ahorros podrían salvar a Lu.

—¿Nuestros ahorros? ¿Desde cuándo has ahorrado tú? Olvida a tu hermano y aléjate de Feng. —Sus ojos parecían los de un demente.

—Pero, padre... El Ser me ha asegurado que si entregamos cuatrocientos mil
qián
...

—¡He dicho que lo olvides! ¡Maldición! ¿Sabes de cuánto disponemos? ¡En seis años de contable no he reunido ni cien mil! La mitad los gasté en mantenernos y la otra mitad en ti. A partir de hoy estamos solos, así que ahorra tu esfuerzo para gastarlo en el campo, que es donde lo vas a necesitar. —Se agachó y protegió el cofre con un paño.

—Padre, en este crimen hay algo que no entiendo. No voy a olvidar a Lu...

Un guantazo cruzó la cara de Cí, que quedó demudado por una mueca de asombro. Era la segunda vez que su padre le levantaba la mano. Inexplicablemente, el antaño honorable patriarca se había convertido en un anciano encanecido que, atenazado por la ira, temblaba frente a él, con los labios crispados y su mano, elevada y amenazadora, a un palmo de su boca. Pensó en buscar él mismo el código penal, pero rehusó enfrentarse a su progenitor. Simplemente, se dio la vuelta y salió a la calle sin prestar atención a los gritos que le exigían que se detuviera.

Caminó bajo la lluvia hasta alcanzar el hogar de Cereza. En el exterior se apreciaba un pequeño altar mortuorio que la lluvia se había encargado de transformar en un puñado de velas caídas y flores deshojadas. Enderezó las que pudo y rodeó la entrada para dirigirse hacia la estancia en la que solía descansar su prometida. Allí, el alero le protegía de la lluvia. Como de costumbre, golpeó con un guijarro en uno de los maderos y esperó a que contestara. Le pareció que transcurrían años, pero, finalmente, un sonido similar le confirmó que la joven estaba al otro lado.

Pocas veces podían hablar. Las estrictas reglas del noviazgo lo dificultaban hasta el punto de especificar los acontecimientos y fiestas en las que podían encontrarse, pero ellos se las apañaban de tanto en tanto para coincidir en el mercado y rozarse las manos por debajo de los puestos de pescado o dirigirse miradas cuando no se sentían observados.

La deseaba. A menudo fantaseaba con el tacto de su piel nívea, su cara redondeada o sus caderas rellenas. Soñaba con sus pies, siempre ocultos incluso durante los actos más íntimos, que imaginaba pequeños y gráciles como los de su hermana Tercera. Unos pies que la madre de Cereza le había vendado desde pequeña para que se parecieran a los de las mujeres de alta alcurnia.

El golpeteo de la lluvia le arrancó de su ensoñación, haciéndole volver a una noche en la que ni los perros dormirían al raso. Observó que diluviaba como si los dioses hubieran destrozado los diques celestiales, y tan sólo el esporádico fulgor de los relámpagos interrumpía la negrura y el silencio. Sin duda, era la peor noche de su vida. Y, aun así, no se movió. Prefirió empaparse como una rata a regresar a su casa y enfrentarse de nuevo a la incomprensible ira de un padre obcecado. No sabía bien qué hacer. A través de los resquicios susurró a Cereza que la amaba, y ella golpeó una vez para responderle. No podían hablar porque despertarían a su familia, pero al menos él percibía cercana su presencia, así que se acurrucó contra la pared y se dispuso a pasar la noche bajo el alero, al abrigo de la tormenta. Antes de dormir recordó su conversación con el Ser. En realidad, no había dejado de pensar en sus palabras. Quiso soñar que la propuesta del magistrado, aunque plena de egoísmo, permitiría a Lu conservar la vida.

____ 6 ____

D
urmió hecho un guiñapo junto a la casa de Cereza hasta que un terrible estruendo retumbó a sus espaldas. Aturdido, Cí se frotó los ojos sin comprender lo que sucedía cuando un griterío hizo que dirigiera su mirada hacia la extensa columna de humo que se elevaba en el extremo norte de la aldea. El corazón se le paralizó. Justo allí se alzaba su casa. Impulsado por un terror desconocido, se unió a la riada de aldeanos que surgían como topos escapando de sus madrigueras y corrió como un desesperado, apartando a los curiosos, cada vez más rápido, cada vez más sobrecogido.

Conforme se acercaba, las fumaradas comenzaron a adherirse a sus pulmones como una pasta seca que tornó su saliva en un lodo espeso y acre. Apenas si veía. Tan sólo escuchaba alaridos y llantos, lamentos y figuras que deambulaban como fantasmas en pena. De repente, se topó con un muchacho ensangrentado que andaba con la mirada espantada. Era su vecino Chun. Le cogió por los brazos para preguntarle qué había ocurrido, pero sus manos sólo encontraron un muñón abierto. Luego el chico se desplomó como un juguete roto y expiró.

Cí saltó por encima de él para adentrarse en la maraña de cascotes, maderos y lastras que salpicaban el barro de la calle. Aún no divisaba su casa. La de Chun había desaparecido. Todo estaba destruido. No quedaba nada.

Entonces el pánico le paralizó.

Donde antes se alzaba su casa ahora sólo quedaban los restos del infierno: un cementerio de piedras, vigas y lodo esparcido sobre un páramo de paredes derruidas entre el crepitar de las llamas. Un olor denso y acre lo inundaba todo, pero lo que realmente le asfixiaba era la certeza de que cuantos se encontraran bajo aquellos cascotes yacían ya en su propia tumba.

Sin pensarlo, se abalanzó hacia el estercolero de vigas y trastos desvencijados que se amontonaban ante él, aullando los nombres de sus padres y de su hermana mientras movía piedras y maderos, trepaba por las paredes desmoronadas y retiraba cascotes sin cesar de gritar.

«Tienen que estar vivos. ¡Dioses bondadosos, no me hagáis esto! ¡No me lo hagáis!».

Empujó unas vigas y apartó los restos de un sillón aplastado mientras resbalaba por los pedazos de tejas barnizadas. Una de ellas le produjo un corte en un tobillo, pero no se enteró. Continuó escarbando como un poseso dejándose las uñas en el barro y las pilastras, con las palpitaciones de sus sienes impidiéndole razonar. De repente, unas manos cerca de él le sobresaltaron. Creyó que pertenecían a su padre, pero entre el humo advirtió que se trataba de alguien que escarbaba a su lado. Entonces alzó la vista y comprobó que eran varios los vecinos que se afanaban en retirar los escombros con la avidez de unos saqueadores de sepulcros.

«Malditas sanguijuelas».

Iba a atacarles cuando una de las figuras comenzó a gritar y algunas personas acudieron a toda prisa, haciéndole comprender que tan sólo intentaban ayudarle. Corrió junto a ellos y entre todos apartaron lo que quedaba de una pared.

Lo que vio le heló la sangre.

Aplastados bajo los cascotes yacían los cadáveres enfangados de sus padres. De repente, perdió pie y se golpeó con algo en la cabeza. Luego no recordó nada más allá del humo y la negrura.

* * *

Cuando Cí recobró el sentido, no comprendió qué hacía tumbado en medio de la calle y rodeado de desconocidos. Intentó incorporarse, pero un vecino se lo impidió. Entonces advirtió que alguien le había cambiado sus harapos de jornalero por una muda blanca: el color de la muerte y el luto. La garganta aún le sabía a humo. Necesitaba beber algo. Trató de recordar, pero su mente era un torbellino incapaz de distinguir el sueño de la realidad.

—¿Qué...? ¿Qué ha sucedido? —logró articular.

—Te golpeaste en la cabeza —le dijeron.

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