Soportó el olor a pescado podrido de la chalupa mientras escuchaba conversaciones sin sentido sobre el precio de la ayuda. Sentía el latido de su corazón cada vez más fuerte, esperando una señal que no acababa de llegar. De repente, se hizo el silencio.
«Algo va mal».
Aferró la pértiga con fuerza. Pensó en salir y cumplir con su parte. Tercera podía estar en peligro. Sin embargo, Wang se le adelantó.
—¡Ahora! —gritó el patrón.
Cí se incorporó como un resorte, dispuesto a acabar con su contrincante. Divisó un abdomen y lo golpeó con fuerza mientras Wang hacía lo propio con el bandido de popa. El primer hombre se tambaleó al primer impacto y sin comprender qué sucedía cayó por la borda como un fardo. El oponente de Wang aguantó el equilibrio, pero un varetazo lo envió directo al agua. Sin embargo, Ze falló en su intento y el tercer hombre sacó un puñal que enarboló amenazante.
Cí sabía que era cuestión de tiempo que los dos caídos volviesen a la barca. O acababan con el que quedaba o todo se perdería. Wang pareció leerle el pensamiento porque ambos acudieron en ayuda de Ze. Las tres pértigas hicieron el resto. De inmediato, Wang saltó a su barcaza.
—Tú quédate ahí —le ordenó a Ze mientras soltaba un guantazo a la prostituta, que gritaba como si la estuvieran violando.
Cí siguió a Wang. El patrón le había ordenado que impidiera que los caídos se acercaran a los botes, pero antes tenía que comprobar cómo estaba Tercera. Corrió hacia los sacos donde la había dejado durmiendo, pero no la encontró. Su corazón se desbocó. Comenzó a mover los fardos como un enloquecido gritando su nombre una y otra vez, hasta que de repente escuchó una vocecita procedente del otro extremo de la embarcación. Mientras Wang y Ze se empleaban con las pértigas para mantener a raya a los bandidos, él corrió hacia la voz de su hermana. Apartó una manta y allí estaba: pequeña, indefensa, apretada contra su muñeca de trapo. Febril y asustada.
* * *
Cuando Cí solicitó al patrón que admitiese a la prostituta como pasajera, el hombre se echó las manos a la cabeza. Sin embargo, Cí insistió.
—La obligaron a hacerlo. Fue ella quien salvó a mi hermana.
—Es verdad —afirmó la vocecita de Tercera, escondida a sus espaldas.
—¿Y tú te lo crees? ¡Despierta, muchacho! Esa
flor
es tan amarga como las del resto de su jardín. Amarga y con espinas. Dirá cualquier cosa con tal de salvar su hermoso trasero. —Empujó la pértiga en dirección a la orilla.
Acababan de abandonar el canal lateral y remaban hacia el margen opuesto del río con la chalupa que habían comprado atada a la gabarra. A nado, los bandidos jamás podrían cruzarlo. Cuando alcanzaron la ribera, Cí insistió.
—¿Pero qué más os da? No puede hacernos daño y dejarla aquí sería como entregarla a sus secuaces.
—Y bien agradecida que debería mostrarse. Si hasta tendría que bailarnos para que no la arrojáramos al agua. Pero mírala: agria y seca, como la leche cortada.
—¿Y cómo pretendéis que se encuentre si os empeñáis en abandonarla a su suerte en vez de entregarla a la justicia?
—¿A la justicia? No me hagas reír, muchacho. Seguro que se muestra encantada de no tener que dar explicaciones ante un juez. Y si no, pregúntaselo. Además, ¿por qué habría de hacer yo semejante cosa?
—Ya os lo he dicho. ¡Por todos los diablos, Wang! ¡Salvó a mi hermana! Y tampoco se defendió cuando asaltamos la gabarra.
—¡Faltaría más! Mira, muchacho, haré lo que tendría que haber hecho contigo: dejarla aquí por ladrona, envenenadora, mentirosa, serpiente y mil cosas más, así que deja de porfiar y ayúdame con esas maderas.
Cí contempló a la joven, acurrucada sobre sí misma, y la comparó con uno de esos perros vagabundos a los que algunos críos apaleaban sin piedad hasta que desconfiaban y mordían al primero que se les acercaba. Creía en su inocencia, pero Wang se empeñaba en replicarle que si la prostituta había cuidado a su hermana no había sido por piedad, sino para venderla después en algún burdel de los que a buen seguro frecuentaba. Sin embargo, Cí se fiaba de lo que le dictaba su corazón, quizá porque veía su propio sufrimiento reflejado en el de la muchacha.
—Pagaré su pasaje —declaró.
—¿He oído bien?
—Supongo que sí, si no tenéis el oído tan duro como el alma... —Se dirigió hacia Tercera y sacó la bolsa con el billete de cinco mil
qián
de entre sus ropas—. Con esto alcanzará hasta Lin’an.
Wang lo miró de arriba abajo antes de escupir sobre uno de los fardos.
—¿No decías que no tenías dinero? En fin. Son tus monedas, muchacho. Paga y carga con esa arpía. —Se humedeció los labios—. Pero cuando ella te saque los ojos, no vengas a mí con tus lágrimas.
* * *
A mediodía, Wang dio por concluida la reparación de la barcaza. Los mazos de juncos se habían ensamblado adecuadamente y el calafateado provisional de paja y brea había detenido la brecha de agua. Echó un trago de licor de arroz antes de premiar a su tripulante con otro. Entretanto, Cí continuaba achicando el agua que amenazaba con pudrir la madera apilada. Estaba terminando cuando Wang se acercó a él.
—Oye, muchacho... No tendría por qué hacerlo, pero, de todos modos, gracias.
Cí no supo qué contestar.
—No las merezco, señor. Me dejé embaucar como un necio y...
—¡Eh! ¡Eh! ¡Alto! No todo fue culpa tuya. Te ordené que permanecieras en el barco y obedeciste... Fue el otro sinvergüenza el que abandonó la carga. Y míralo de este modo: además de librarme de un tripulante inútil, hemos recuperado el barco y nos hemos ahorrado un buen trecho de ir remando. —Se rio.
—Sí. Esos ladrones nos han evitado un buen trabajo. —Cí se rio también.
Wang examinó la borda. Luego escupió con gesto preocupado.
—No me gusta la idea de detenernos en Xiongjiang. En ese condado no hay nada bueno que ganar. A lo sumo, una puñalada o un corte en el gañote. —Se subió la chaqueta y mostró una cicatriz que le recorría la barriga—. ¡Ladrones y putas! Mal sitio para abastecerse, pero tendremos que hacerlo de todos modos. No creo que aguante el calafateado.
* * *
Después de engullir un cuenco de arroz hervido con carpa, zarparon hacia la Ciudad de la Muerte, el nombre con el que Wang había bautizado a la villa en la que se detendrían. Según el patrón, si los remiendos resistían, emplearían entre día y día y medio de navegación.
Durante el trayecto, Cí se acordó del juez Feng y de todo cuanto significaba para él. Desde que había entrado a su servicio había admirado su sabiduría y su conocimiento, su minuciosidad en el trabajo, la ecuanimidad de sus decisiones y la sagacidad de sus juicios. Nadie era tan agudo en sus observaciones ni tan eficaz en su trabajo. Con él había aprendido cuanto sabía. Quería ser como él, y en Lin’an esperaba conseguirlo. Wang decía que en Lin’an las oportunidades surgían como las moscas en un estercolero, y a expensas de que Feng regresara de su periplo por la frontera norte del país, esperaba que estuviera en lo cierto.
Al pensar en Feng, el recuerdo de sus padres acudió a su mente. Fue un latigazo. Se sentó para ocultar su tristeza hasta que Tercera lo advirtió y se acercó a él preocupada. Cuando la niña le preguntó qué le ocurría, Cí achacó su abatimiento a la falta de alimento. Cortó una tajada de cerdo para disimular y le ofreció otra a su hermana. Luego le acarició el pelo y la trasladó a proa.
Cí aún no había comenzado a comer cuando la prostituta aprovechó para sentarse junto a él. Al hacerlo, le rozó las manos, pero él, avergonzado por sus quemaduras, las retiró con brusquedad.
—Te escuché antes, cuando me defendías...
—No te equivoques. Lo hice por mi hermana. —Su proximidad le incomodó.
—¿Aún crees que te engañé?
—Hasta un niño lo creería. —Sonrió con amargura.
—¿Sabes? —Se levantó, desafiante—. Por un momento pensé que eras diferente. Que habías visto algo en mí. Pero tú no comprendes lo que una mujer como yo ha de soportar. Llevo trabajando desde que nací y todo lo que tengo es este cuerpo sucio y maltratado, este pelo lleno de piojos y un vestido de pordiosera. Hasta me da la sensación de que mi vida es prestada...
La joven rompió a llorar, pero a Cí no le conmovió.
—Yo no tengo que comprender nada.
Se levantó y contempló a Wang mientras éste manejaba el timón con la barbilla alzada, como si de esa forma pudiese aspirar más profundamente la fragancia que el viento le robaba al agua. Su silueta confiada le calmó. Pensó en sentarse otra vez junto a la
flor
, pero no le apetecía discutir con la joven. No le apetecía nada.
Aunque había previsto pasar la noche velando a Tercera, se sorprendió a sí mismo deslizando miradas furtivas hacia Aroma de Melocotón. Lo hizo a hurtadillas, protegido por las sombras que arrojaba el bamboleante farolillo que indicaba la posición de la barcaza. Cuanto más la contemplaba, más le fascinaba su aspecto; su asombro crecía con la gracilidad de sus movimientos, con la aparente delicadeza de su mirada, con la suavidad de su tez y el rubor casi imperceptible de sus mejillas. Aún no entendía por qué había desperdiciado con ella sus últimas monedas.
De repente se estremeció al toparse en la oscuridad con los ojos almendrados de Aroma contemplándole, como si un intenso fogonazo iluminara la noche y descubriese sus vergüenzas. Sin embargo, ella mantuvo la mirada firme, impertérrita, mientras la de él sucumbía torpe como la de una presa hipnotizada.
La vio acercarse sinuosamente, flotando sobre sus pequeños pies de garza, aproximándose despacio hasta cogerle de la mano y conducirle a la chalupa vacía. Su corazón tembló al sentir el roce de sus manos que se perdían bajo su camisola y su entrepierna vibró asustada cuando percibió sus dedos hábiles rodeando su sexo con maestría. Intentó separarse, pero ella posó sus labios sobre los de él atrapándolos, sorbiéndolos y paladeándolos mientras se sentaba sobre él a horcajadas. Cí no comprendía por qué recelaba cuando en su interior su dolor se mitigaba, por qué aquel cuerpo de miel perfumada le enervaba sus sentidos mientras el temor le reconcomía, por qué deseaba perderse en su interior, sumergirse en ella con la voracidad del hambriento, con el ansia del necesitado, mientras su resistencia se desvanecía con el sabor a fruta macerada de su boca, bebiendo de su veneno, ese licor intenso, embriagador y oscuro que vencía su miedo y alimentaba su ansia.
—¡No! —susurró Cí tajante cuando Aroma intentó despojarle de la camisola.
A ella le extrañó, pero él permitió que le bajara el pantalón.
Creyó morir cuando la joven movió pausadamente sus caderas en un vaivén profundo y continuo, apretándose contra su vientre como si quisiese absorber cada suspiro, cada porción de su cuerpo, guiando sus manos heridas hasta sus pechos pequeños, de los que parecían brotar imperceptibles gemidos que a él le encendían, le emborrachaban transportándole a un mundo apenas conocido en el que el dolor se escabullía para tornar en un indescriptible deleite.
Cí le acarició las mejillas, siguió su cuello suave y redondeado, deslizó su boca buscando su nuca, donde aspiró el perfumado nacimiento de su cabello mientras su ardor crecía y su urgencia se incrementaba. Aroma aceleró sus movimientos pegándose a él, culebreando como si careciese de huesos, agitando su respiración, haciendo que Cí ansiase devorarla mientras exprimía su miembro en un torrente de escalofríos que intentaban derruir la presa que los contenía, su sexo en el de ella, su lengua en la de ella, hasta que la desesperación inundó a Cí cuando la joven explotó sobre él abrazándole, aferrándose a él como si se le escapara la vida.
Al día siguiente, Wang lo encontró dormido en la chalupa, exhausto y desmadejado, como si hubiera estado de borrachera. Rio con fuerza cuando, tras zarandearle, intentó remeterse los calzones.
—Así que para eso la querías, ¿eh, bribón...? Venga, espabila y ponte a remar. La Ciudad de la Muerte nos espera.
T
embló al divisarla.
Para Wang, arribar a la Ciudad de la Muerte era como un peligroso juego de azar en el que, además de llevar las peores fichas, apostase con las manos atadas. Aquella villa era un nido de forajidos, criminales, desterrados, traficantes, especuladores, tahúres y prostitutas, dispuestos a esquilmar al primer extranjero que desembarcara. Lo sabía bien porque la cicatriz de su vientre se encargaba de recordárselo cada mañana. Sin embargo, en aquella ocasión, el habitual griterío del puerto parecía haber sido engullido por un extraño silencio. El muelle se veía abandonado, con cientos de barcazas atracadas como espectros ocultos entre las brumas. El único sonido perceptible era el del chapoteo que mecía las embarcaciones en una lúgubre danza.
—Estad atentos —avisó.
La gabarra se deslizó entre las naves vacías en dirección al embarcadero, donde de vez en cuando podían advertirse figuras fugaces corriendo de un almacén a otro. Al pasar junto a una de las chalupas, Cí descubrió un cadáver flotando sobre un vómito de sangre. Nada más decirlo, advirtió que a lo lejos flotaban varios más.
—¡Es la plaga! —aventuró el tripulante. Su rostro era el reflejo del pavor.
Wang asintió con la cabeza. Cí se situó junto a Tercera, con Aroma de Melocotón refugiada a sus espaldas. Intentó atisbar la orilla a través de la bruma, pero no distinguió nada.
—Seguimos río abajo —determinó Wang—. Tú, coge una pértiga —le ordenó a la prostituta.
En lugar de obedecerle, Aroma se apoderó de Tercera y amenazó con arrojarla al agua.
—¿Pero se puede saber qué haces? —gritó Cí acercándose a ella. La prostituta volvió a hacer ademán de lanzarla al río. Tercera comenzó a llorar.
—Te aseguro que la tiraré. —Su rostro agraciado se había transformado en una horrible máscara.
—Pero si yo te he...
—¡El dinero! —le interrumpió—. ¡El dinero o la tiro!
—¡Maldita seas! ¡Suelta a mi hermana!
—¡Echadme el dinero! ¡Ya! —retrocedió. Cí fue tras ella, pero la joven alzó a la cría sobre el agua—. Da un paso más y...
—No, Cí. Es el agua venenosa —le advirtió Wang.
Cí se detuvo. Había oído hablar de la terrible enfermedad que engendraba el agua del río. Le pidió a Wang que obedeciera, pero el viejo no se inmutó. Ya había perdido demasiado dinero y no estaba dispuesto a seguir haciéndolo.
—Te propongo algo mejor —dijo Wang—. Deja a la niña y lárgate de aquí, o yo mismo te echaré al agua con un palo entre tus nalgas.