El Lector de Julio Verne (5 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: El Lector de Julio Verne
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—¿Y el otro? —Pepe miró a su alrededor cuando llegó a mi lado, pero mi amigo había escapado a tal velocidad que ya no se le veía.

—Es un cagado.

—Ya… —sonrió como si le hubiera divertido mucho mi respuesta—.Y tú no, ¿verdad?

—Pues no.

—¿Cuántos años tienes?

—Nueve.

—Nueve… —me midió con los ojos, desde la cabeza hasta los pies—. No eres muy alto para tu edad.

—No, pero tampoco soy un cagado.

—Está bien, está bien… —y levantó las manos en el aire, como si ahora fuera yo quien le estuviera apuntando con un arma—. De todas formas, siento mucho haberos dado un susto, pero en los tres días que llevo aquí, desde que arrendé el molino, no había visto a nadie. Y como dicen que la sierra está llena de bandoleros…

—Es verdad, aunque en el pueblo hay gente que no los llama así.

—¡No me digas! —abrió mucho los ojos, como si nunca se le hubiera ocurrido que pudiera existir otro nombre para ellos—. ¿Y cómo los llaman?

—Pues guerrilleros. O maquis. Pero eso lo dicen los rojos.

—Y en tu casa no sois rojos, supongo.

—¡No, qué va! —me eché a reír ante tamaño disparate—. Yo vivo en la casa cuartel. Mi padre es guardia civil.

—Mira… —volvió a sonreír—, qué buen amigo me he echado. ¿Y cómo te llamas tú?

—Antonino, pero me dicen Nino para no confundirme con mi padre, que se llama igual —no pensaba decirle nada más, pero pensé que iba a enterarse enseguida, porque en mi pueblo nadie llamaba a nadie por su nombre—. Aunque también me dicen el Canijo.

—Yo me llamo Pepe —me ofreció la mano, como si estuviera presentándose a una persona mayor, y al estrecharla, mis dedos encontraron que era grande y fuerte, la piel áspera, como la de los hombres acostumbrados a trabajos duros—. Y ahora que nos hemos conocido, me vuelvo arriba. Tengo mucha faena por delante.

—Puedo ayudarte, si quieres —ya había empezado a subir hacia su casa, pero se paró y se volvió a mirarme—. Hoy no hay clase, no tengo nada que hacer.

Estuve con él más de dos horas, clasificando los trastos amontonados en la vivienda y en el molino, quemando en una hoguera los muebles viejos, apolillados, y poniendo cristales nuevos en las ventanas. No nos había dado tiempo a arreglar más que una cuando Paquito vino corriendo a buscarme, y me dijo que me preparara para la bronca que me iba a caer por haber estado toda la tarde fuera de casa. Por el camino, me preguntó qué había hecho, y se lo dije, y me preguntó por qué, cómo se me había ocurrido desperdiciar una tarde libre trabajando a cambio de nada, y no fui capaz de contestarle. Tampoco pude contarle mucho más. Mientras estaba con él, había tenido la sensación de que no parábamos de hablar, pero las preguntas de Paquito me hicieron comprender que había sido yo quien había hablado casi todo el tiempo. Pepe sólo me había dicho que le gustaba el monte, que no le importaba vivir aislado, lejos del pueblo, y que había decidido cambiar de aires porque había tenido un disgusto muy gordo con su novia, pero que no le gustaba hablar de eso. Y yo no había podido sacarle ni una palabra más.

La bronca que me echó madre hizo los honores a las advertencias de Paquito. Antes de mandarme a la cama, me advirtió que estaba castigado sin salir hasta que a ella le pareciera bien decidir lo contrario, y sin embargo, el domingo siguiente volví a subir a casa de Pepe. Padre había ido con Romero a hacerle una visita de rutina, la misma que hacían un par de veces por semana a todos los vecinos que vivían fuera del pueblo, y el nuevo habitante del molino le había caído en gracia.

—Es un chico muy serio, muy formal —tenía ganas de hablar, y empezó a hacerlo antes de probar el gazpacho—, y sin embargo simpático, no creas. Está preocupado por ti, Nino, porque como Paquito te dijo que madre se había enfadado… Parece que tiene buena mano con los olivos, las olivas, como él dice. A eso se dedicaba en su pueblo, y cuenta que le iba bien, pero tenía una novia, y por lo visto, cuando ya les habían echado las amonestaciones, la tía fue y se casó con otro.

—Por algo sería —replicó mi madre, que era mucho más desconfiada que su marido aunque no llevara un tricornio sobre la cabeza.

—Pues sí, por las perras, como siempre. ¿Qué te crees, que no hemos pedido informes? Y no se le ha olvidado, no, que se acuerda de todo como si ella le hubiera dejado plantado anoche mismo. Por eso se marchó de su pueblo, y ahora lo que quiere es vivir tranquilo. Le hemos dicho que esté con los ojos muy abiertos, que se fije en todo, en fin, lo de siempre, que informe de las huellas, de los cambios, de los restos de hogueras que pueda encontrar… ¡Y teníais que haberle visto, el susto que se ha llevado el pobrecillo! A lo mejor no ha sido buena idea venir aquí, nos ha dicho al final —e improvisó una mueca compungida que sus propias carcajadas deshicieron en un instante—, tendría que haberlo pensado mejor.

—¿Y qué quieres? —madre también sonrió—. Si os dedicáis a meterle miedo a la gente…

—No es miedo, Mercedes, es precaución, y ya le hemos dicho que tampoco es para tanto, que estamos seguros de que la base de Cencerro está por la parte de Valdepeñas, y el molino viejo tan apartado que igual se tira allí la vida entera sin ver a nadie. Y a propósito, Nino… Me ha dicho también que, si quieres ir a buscarlas, igual el domingo te puede dar un par de truchas para madre, ¿eh? —me guiñó un ojo y yo le devolví una sonrisa a cambio—, para que le perdone por haberte entretenido el día del Corpus. Me dijo que le habías ayudado mucho y la verdad es que necesita ayuda, pobre hombre.

—Pues que se la busque en otro sitio —su mujer intentó resistirse—. Nino está castigado.

—¡Pero, madre, si me va a dar unas truchas!

—Sí, claro… Truchas de esas he visto yo muchas, pero lo que es comerlas, todavía no le he hincado el diente a ninguna. Así que, si es por eso…

—Mercedes, déjale ir.

—Que no, Antonino, que no, que no sabes el susto…

—¡Mercedes! —él levantó la voz y ella renunció a terminar la frase—. Hazme caso y no me des consejos.

—¡Ea! Pues lo que tú digas.

Mi madre se enfadó, mi padre siguió comiendo, y yo me callé porque me convenía, pero ya entonces pensé que el Portugués parecía cualquier cosa menos un pobre hombre. Con el tiempo descubriría que, igual que sabía hacer hablar a la gente sin revelar nada de sí mismo, también tenía el don de decirle a cada uno lo que quería oír. Que no hubiera querido contarme a mí la historia de su novia y a padre se la hubiera relatado después con pelos y señales no me extrañaba tanto, porque yo era un crío y él no, pero nadie que hubiera crecido en la casa cuartel de Fuensanta de Martos podía aceptar sin atragantarse que un cobarde recibiera a los extraños con una escopeta cargada entre las manos. Cobardes en mi pueblo había muchos, y cuando se tropezaban con un desconocido, lo que hacían era encerrarse en su casa, echar la tranca de la puerta, levantar los colchones de las camas para apoyarlos contra las ventanas, y apagar todas las luces. Luego, los que sabían rezar, rezaban, y los que no sabían, también. Pepe el Portugués no tenía mucha pinta de saber rezar, y tampoco necesitaba que la Guardia Civil fuera a avisarle de que en el monte había bandoleros. Ya me lo había dicho él a mí sin que yo le preguntara nada.

El domingo, sin embargo, empecé a dudar de mis propias dudas al encontrármelo en misa de doce, repeinado y vestido de limpio. Me extrañó tanto verle así que me volví varias veces para que mi extrañeza creciera al comprobar que estaba muy atento y respondía al cura cuando tocaba, sin hacer mucho caso de los susurros y las miradas de las mozas, que celebraban en grupitos, como si fueran tontas, la aparición de un nuevo soltero. Luego, madre me dio un capón y ya no me volví más, pero cuando salimos, me estaba esperando.

—Ayer cogí cuatro truchas, y bien gordas —me dijo, cuando volvió a ponerse la gorra que se había quitado, con demasiada ceremonia para mi gusto, al saludar a mi madre—. Vente como a las siete, o las siete y media, y te las llevas.

—Puedo ir antes —me ofrecí—, después de comer, y así te ayudo.

—No, ¿para qué? —entonces se dio la vuelta y echó a andar, como si no tuviéramos nada más que hablar—. Ya lo tengo todo arreglado, y antes hará mucho calor.

Intenté ir tras él, pero madre, ganada para su causa por la metamorfosis de aquellas truchas de piel resbaladiza y carne sonrosada que, contra todos sus cálculos, acababan de dejar de ser una hipótesis, no me lo consintió.

—Mira que eres cansino, hijo mío… ¿No te ha dicho que vayas a las siete? Pues a esa hora vas y ya está.

—¿Y qué, llevas mucho tiempo esperándome?

A las siete menos cuarto, cuando me encontró sentado en el porche de su casa, llevaba allí casi dos horas.

—No —le mentí—. Acabo de llegar.

—Ya —él se rió—. Me alegro. Entra conmigo, anda, y te doy eso.

Las truchas estaban dentro de un barril de agua fría, al fondo de una despensa larga y sombría como una cueva. Mientras él escogía las tres más gordas, les sacaba las tripas y las iba ensartando en un alambre, me dio tiempo a recorrer la casa y a descubrir que estaba tan arreglada por dentro como me había parecido desde fuera, mientras curioseaba por las ventanas para matar el tiempo entre baño y baño.

—¿Quién te ha limpiado esto?

—Nadie.

—¿Nadie?

—Pues no, porque no está limpio… —se secó las manos con un trapo y me tendió el alambre, las truchas tiesas y brillantes como tres cuentas en el collar de una giganta—. Sólo está ordenado. Es un truco de hombre solo, ¿sabes? Si tienes pocas cosas y siempre están en orden, todo parece limpio y no hace falta limpiar… —entonces recorrió con un dedo la superficie del aparador, uno de los pocos muebles que habíamos salvado del fuego el día del Corpus, lo miró, me enseñó el cerco oscuro que surcaba la yema, y se echó a reír—. ¿Lo ves?

En ese instante, mientras me reía con él, empecé a pensar que tal vez vivir en Granada, o en Madrid, conduciendo coches de carreras, no fuera un plan tan bueno como parecía. En ese instante, se me ocurrió que quizás yo fuera más feliz viviendo como un hombre solo con muy pocas cosas, teniéndolas siempre en orden y no limpiando jamás. Cuando le conocí, Pepe el Portugués aún no había cumplido treinta años. Era delgado pero fuerte, flexible y ágil, y se pasaba los días al aire libre, trabajando sin camisa en el huerto, en los olivos, o andando por el monte. Los dedos del sol habían dibujado hebras amarillas, caprichosas, en su pelo castaño, que brillaba a la luz tanto como su piel morena y lisa, y cuando sonreía, enseñaba unos dientes blanquísimos, que serían perfectos si una de las paletas no estuviera partida, quebrada en diagonal como la hoja de un cuchillo, pero hasta eso le sentaba bien.

—Espérame un momento, ¿quieres? Me lavo un poco, me pongo una camisa limpia y me bajo contigo al pueblo.

El primer día que estuve allí me había fijado en la única cosa cara que había en aquella casa, una maleta buena, grande, de cuero marrón, que seguía estando en el mismo sitio, cerca de la cama. Cuando echó a andar, creí que iba hacia ella, pero le vi levantar el colchón y escoger una de las dos camisas que estaban acostadas encima del somier, antes de volver a ponerlo todo en su sitio, estirando las sábanas con mucho menos cuidado del que puso en colocar la colcha para que pareciera que la cama estaba hecha.

—Otro truco de hombre solo, ¿no?

—Justo. No es que así las camisas queden bien, pero tampoco quedan mal del todo, y no tengo que plancharlas.

Mientras bajábamos juntos la cuesta, le comparé con mi padre, con los otros guardias, con los hombres que conocía, y comprendí que no se parecía a ninguno, y algo más. Nunca en mi vida me había sentido tan cerca de nadie como me sentí aquella tarde de Pepe el Portugués, pero lo que me pasaba era todavía más grande, y tan confuso que no sabía qué nombre ponerle. Era la primera vez que me enfrentaba a la distancia que separa a los ídolos de los modelos, y si alguien me hubiera preguntado si admiraba al hombre que caminaba a mi lado, habría contestado que sí, pero no habría dicho la verdad completa. Yo admiraba a otros hombres, desde lejos y en secreto, aunque me habría dejado matar antes de reconocerlo en voz alta, aunque ni siquiera me atrevía a afirmarlo ante mí mismo porque sabía que estaba mal, que no debía hacerlo, que era peor que un pecado. Les admiraba, pero no cambiaría mi vida por la suya. Y sin embargo, mientras Pepe me contaba que no tenía mujer porque los hombres como él no se casan nunca, yo no quería parecerme a él, sino ser él, abandonar mi vida para instalarme en la suya, y vivir en el molino viejo, y planchar la ropa durmiendo encima, y pasarme los días al sol y sin camisa, y sonreír con un diente partido, y no tener que preguntarme siquiera de dónde venía mi habilidad para fascinar a la gente, para hacerles hablar a mi antojo y lograr que se fiaran de mí hasta quienes desconfiaban de su propia sombra.

—Mírame ahora —Pepe se paró delante de la primera casa del pueblo y se señaló el cuerpo con un dedo—. ¿A que parece que se me ha arrugado por el camino?

Me eché a reír, él correspondió invitándome a tomar una gaseosa, nos sentamos en la puerta del bar de la plaza como dos amigos, dos iguales, dos camaradas disfrutando en paz de la última luz de un domingo de mayo, y cuando volví a casa con las truchas, el jubiloso recibimiento de mi madre me importó menos que la memoria de aquella alegría. Pepe el Portugués ya se había convertido en una de las personas más importantes de mi vida, un deslumbramiento que desbordó todos los límites para imponerme una distancia casi temerosa. Por eso, aunque aquel verano fui muchas veces, y siempre solo, al molino viejo, nunca le llamé, ni entré en su casa sin avisar. Esperaba a que él me encontrara, y cuando no había suerte, me conformaba con imitarle delante de mis amigos.

—Miguel, dile a tu hermana que salga…

Paquito, que ya había cumplido diez años con su correspondiente estirón, se había enamorado de Encarnita, que tenía doce, más o menos la misma estatura, y ninguna sensibilidad hacia las pretensiones que cada tarde ardían hasta consumirse, para renacer intactas de sus cenizas al día siguiente.

—Que no, que ya me ha dicho que no quiere ni verte.

—Díselo tú, Canijo, que salga con tu hermana y con las otras, y jugamos a algo todos juntos.

—A mí déjame en paz, Paquito.

—¿Sí? Pues cuando te guste a ti alguna, te vas a enterar…

—¿Yo, de qué? —y entonces, sin levantarme del suelo, conseguí mirarle desde muy arriba—. Los hombres como yo no nos casamos nunca.

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